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Authors: Justin Cronin

El pasaje (52 page)

—Apúntalo como si fuera una ballesta —dijo, y dio media vuelta para hacerle una demostración—. Es básicamente lo mismo, sólo que un poco más veloz. Mantén tu dedo alejado del gatillo, a menos que quieras disparar. Te entrarán ganas, pero no lo hagas.

Le entregó el rifle. ¡Un arma cargada! Peter lo levantó hasta el hombro, buscó algo en la habitación a lo que valiera la pena apuntar, y eligió por fin un rollo de cable de cobre que había sobre un estante alejado. El ansia de disparar, de experimentar la fuerza explosiva del retroceso en los brazos, era tan intensa que exigió casi un esfuerzo físico alejar el pensamiento de su mente.

—Recuerda lo que he dicho acerca del gatillo —advirtió Alicia—. Tienes veinte balas en cada cargador. Ahora carga este fusil para que yo vea que sabes hacerlo.

Le cambió el rifle cargado por otro sin cargar. Peter se esforzó por recordar los pasos: seguro, cerrojo, cargador y peine. Cuando terminó, propinó al peine dos fuertes golpes, como había visto hacer a Alicia.

—¿Qué te parece?

Alicia lo miraba con aire de aprobación, sosteniendo el rifle con la culata apoyada contra la cadera.

—No está mal. Un poco lento. No lo apuntes hacia abajo, no sea que te vueles el pie.

Peter levantó al instante el cañón.

—Estoy un poco sorprendido. Pensaba que no creías en estas cosas.

Ella se encogió de hombros.

—La verdad es que no. Son chapuceras y ruidosas, y consiguen que te sientas demasiado confiado. —Le pasó un segundo cargador para la bolsa del cinto—. Por otra parte, los pitillos creen en ellas si eres eficaz. —Se dio unos golpecitos sobre el esternón—. Un disparo en el punto débil. A menos de tres metros tienes cierta ventaja, pero no cuentes con ello.

—De modo que ya has utilizado estas armas.

—¿Cuándo he dicho eso?

Peter sabía que no debía insistir. Seis cajas de rifles del ejército. ¿Cómo habría podido reprimirse Alicia?

—¿De quién son estas armas?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Por lo que yo sé, son propiedad del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, como dice en la caja. Deja de hacer preguntas y vamos.

Volvieron a entrar en la escotilla y empezaron a subir. Peter notó que la temperatura aumentaba a cada paso de su ascensión. Diez metros más arriba llegaron a una pequeña plataforma con una escalerilla. En el techo, por encima de sus cabezas, había otra escotilla. Alicia dejó el farol sobre la plataforma, se puso de puntillas y empezó a hacer girar la rueda. Ambos estaban sudando a mares. El aire era casi irrespirable.

—Está atascada.

Peter la ayudó. Con un chirrido herrumbroso, el mecanismo se liberó. Dos giros, tres. La escotilla se abrió sobre sus goznes. El aire frío de la noche penetró por el hueco como una corriente de agua, con olor a desierto, enebro seco y mezquite. Arriba, Peter sólo vio oscuridad.

—Yo primero —dijo Alicia—. Ya te llamaré.

Oyó que sus pasos se alejaban de la abertura. Forzó el oído, pero no oyó ninguno más. Estaban en el tejado, sin luces que los protegieran. Contó hasta veinte, y luego treinta. ¿Debería seguirla?

Entonces el rostro de Alicia apareció sobre él, flotando sobre la escotilla abierta.

—Deja el farol ahí. Todo está despejado. Vamos.

Ascendió la escalerilla y se encontró en un pequeño conducto con tuberías, válvulas y más cajas apiladas contra las paredes. Hizo una pausa y dejó que sus ojos se adaptaran a la luz. Estaba de cara a una puerta abierta. Respiró hondo y avanzó.

Salió a las estrellas.

Primero sintió un golpe en los pulmones, que le robó el aliento del pecho. Una sensación de terror físico en estado puro, como si su pie no hubiera encontrado nada, el cielo de la noche. Se le doblaron las rodillas, y su mano libre apuñaló el aire, en busca de algo a lo que aferrarse, para conseguir una sensación de forma y peso, las dimensiones básicas del mundo que lo rodeaba. El cielo era una cúpula de negrura... ¡y por todas partes, las estrellas!

—Respira, Peter —dijo Alicia.

Estaba a su lado. Se dio cuenta de que había apoyado la mano sobre su hombro. En la oscuridad, la voz de Alicia parecía llegar de muy lejos y de muy cerca al mismo tiempo. Obedeció, y dejó que profundas bocanadas de aire nocturno llenaran su pecho. Poco a poco, sus ojos se fueron acostumbrando. Ahora podía distinguir el borde del tejado, que se derramaba en la nada. Estaban en la esquina sudoeste, cerca de la portilla de escape.

—¿Qué te parece?

Durante un largo y silencioso momento su mirada vagó por el cielo. Cuanto más miraba, más estrellas aparecían, abriéndose paso entre la negrura. Allí estaban las estrellas de las que su padre le había hablado, las estrellas que su padre había visto durante las largas marchas.

—¿Lo sabe Theo?

Alicia rió.

—¿Qué sabe Theo?

—La escotilla. Los fusiles. —Peter se encogió de hombros, impotente—. Todo.

—Nunca se lo he enseñado, si te refieres a eso. Supongo que Zander sí, puesto que conoce este lugar palmo a palmo. Pero nunca me ha dicho ni una palabra.

Peter escudriñó el rostro de Alicia. Parecía diferente en la oscuridad: la misma Alicia que siempre había conocido, pero también alguien nuevo. Comprendió lo que había hecho. Lo había reservado para él.

—Gracias.

—No creas que esto significa que somos amigos, o algo por el estilo. Si Arlo hubiera despertado primero, estaría aquí ahora.

Eso no era verdad, y él lo sabía.

—Aun así —dijo.

Ella lo guió hasta el borde del tejado. Estaban encarados al norte, sobre el valle. No soplaba ni una brizna de viento. Al fondo, la forma de las montañas se dibujaba en el cielo como un bulto oscuro alzado hacia una corona reluciente de estrellas. Tomaron posiciones y se tendieron uno al lado del otro, con el vientre apoyado contra el cemento.

—Toma —dijo Alicia, introduciendo la mano en su bolsa—. Te irá bien.

Un visor nocturno. Le enseñó a sujetarlo en lo alto sobre el rifle y ajustar el aumento. Peter puso el ojo en el visor y vio un paisaje de arbustos y rocas, bañado en una luz verde pálido, con una retícula que dividía en dos su visión. Al pie del visor vio una lectura: 212 metros. Los números subían y bajaban cuando movía el rifle de un lado a otro. Increíble.

—¿Crees que siguen vivos?

Alicia tardó un momento en responder.

—No lo sé. Probablemente no. No se pierde nada esperando. —Hizo una nueva pausa. No había gran cosa más que decir sobre el asunto—. ¿Crees que he sido muy dura con Maus hoy?

La pregunta lo sorprendió. Desde que la conocía, Alicia nunca se había pensado las cosas dos veces.

—No, teniendo en cuenta el resultado. Hiciste lo que debías.

—Esa chica es un desastre. No me digas que no.

—Da igual. Tú misma lo dijiste: Maus conoce las normas tan bien como cualquiera.

—Preferiría tenerla a ella antes que a Galen. —Alicia gimió—. Vamos, ese tipo. ¿Qué coño ha podido ver en él?

Peter levantó la cara del visor. El cielo estaba tan cuajado de estrellas que daba la impresión de que podría acariciarlas si levantaba las manos. Nunca había visto nada más hermoso en su vida. Eso lo indujo a pensar en el océano, en los nombres del libro, como la letra de una canción (Atlántico, Pacífico, Índico y Ártico), y en su padre, erguido al borde del mar. Tal vez Tía se refiriese a las estrellas cuando hablaba de Dios. El antiguo Dios, del Tiempo de Antes. El Dios de los Cielos que velaba por el Mundo.

—¿Has..., no sé, pensado alguna vez en ello? —empezó Alicia.

Peter la miró. Alicia tenía el ojo aplicado todavía al visor.

—¿Pensado en qué?

Alicia lanzó una carcajada nerviosa, un sonido que Peter nunca había oído en ella.

—¿Vas a obligarme a decirlo? En emparejarte, Peter. En tener pequeños.

Sí que lo había hecho. Claro que sí. Casi todo el mundo se emparejaba al cumplir veinte años. Pero trabajar en la Guardia complicaba las cosas, porque había que estar de pie toda la noche, dormir durante casi todo el día, o deambular presa del agotamiento. Pero cuando Peter afrontaba la cuestión con sinceridad, sabía que no era la única razón. La idea tenía algo que se le antojaba imposible. Era aplicable a los demás, pero no a él. Había tenido chicas, además de algunas que habría descrito como mujeres. Cada una había ocupado unos meses de su tiempo, hasta ponerlo en tal estado que apenas podía pensar en otra cosa que no fueran ellas. Pero al final siempre lo había dejado correr, o se descubría dirigiéndolas inexplicablemente hacia alguien a quien consideraba más adecuado.

—La verdad es que no.

—¿Y Sara?

Se puso a la defensiva al instante.

—¿Qué pasa con ella?

—Vamos, Peter —dijo Alicia, y Peter percibió exasperación en su voz—. Sé que ella quiere emparejarse contigo. No es ningún secreto. Ella también es una Primera. Sería una buena pareja. Todo el mundo lo cree.

—¿A qué viene eso?

—Sólo estoy verbalizando algo evidente.

—Bien, pues para mí no lo es tanto. —Hizo una pausa. Nunca habían hablado de esa manera—. Escucha, me gusta Sara, pero no estoy seguro de que quiera emparejarme con ella.

—Pero ¿quieres? Emparejarte, me refiero.

—Algún día. Quizá. ¿Por qué lo preguntas, Lish?

Volvió la cara hacia ella de nuevo. Alicia estaba mirando por el visor hacia el valle, y barría poco a poco la línea del horizonte con el rifle.

—¿Lish?

—Espera. Algo se mueve.

Peter volvió a colocarse en posición.

—¿Dónde?

Alicia levantó enseguida el cañón del rifle y señaló.

—Las dos.

Peter aplicó el ojo al visor: una figura solitaria, que corría desde un grupo de matorrales a otro, cien metros más allá del perímetro de las verjas. Humano.

—Es Zapatillas —dijo Alicia.

—¿Cómo lo sabes?

—Es demasiado pequeño para ser Zander. No hay nadie más ahí fuera.

—¿Va solo?

—No lo sé —dijo Alicia—. Espera. No. Diez grados a la derecha.

Peter miró: había un destello verde en el visor, que saltaba como una piedra sobre el suelo del desierto. Después vio un segundo, y después un tercero, a doscientos metros y acercándose. No acercándose, sino describiendo un círculo.

—¿Qué están haciendo? ¿Por qué no lo capturan?

—No lo sé.

Entonces la oyeron.

—¡Eh! —Era la voz de Caleb, aguda, angustiada y presa del miedo. Estaba corriendo hacia la verja y agitando los brazos—. ¡Abrid la puerta, abrid la puerta!

—Vamos. —Alicia se puso en pie de un salto—. Vamos.

Volvieron corriendo a la zona de ventilación. Alicia abrió enseguida uno de los contenedores que se apilaban junto a la escotilla. Sacó una especie de pistola corta, con un cañón grueso y chato. Peter no tuvo tiempo de hacer preguntas. Corrieron hacia el borde. Alicia apuntó hacia el cielo, por encima del campo de turbinas, y disparó.

La bengala se alzó hacia el cielo, arrastrando una cola sibilante de luz. El instinto le dijo a Peter que no debía mirar, pero no pudo reprimir el impulso, lo hizo y quedó cegado al momento por el centro de la bengala, al rojo vivo. Dio la impresión de que la bengala se detenía en su ápice, suspendida en el espacio. Después, estalló y bañó el campo de luz.

—Le hemos conseguido un minuto —dijo Alicia—. Hay una escalerilla en la parte de atrás.

Se colgaron las armas del hombro. Alicia fue la primera en bajar, sin que sus pies tocaran los escalones. Mientras Peter descendía, ella disparó otra bengala, que describió un arco sobre la central en dirección al campo. Después se pusieron a correr.

Caleb estaba parado al otro lado de la puerta metálica. Los virales se habían dispersado y replegado en las sombras.

—¡Por favor! ¡Dejadme entrar!

—Mierda, no tenemos la llave —dijo Peter.

Alicia apoyó el rifle contra el hombro y disparó al panel. Se produjo un estallido de fuego y ruido. Se elevó una lluvia de chispas cuando el panel saltó del poste.

—¡Vas a tener que trepar, Caleb!

—¡Me electrocutaré!

—¡No, la corriente está cortada! —Miró a Peter—. ¿Crees que está cortada?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

Alicia avanzó y, antes de que Peter pudiera decir algo, apoyó la palma de la mano sobre la verja. No pasó nasa.

—¡Deprisa, Caleb!

Caleb introdujo los dedos entre los alambres y empezó a trepar. Alrededor de ellos, las sombras se espesaron cuando la segunda bala terminó su descenso. Alicia extrajo una nueva bengala de la bolsa del cinto, cargó la pistola y disparó. Salió lanzada con su cola de humo, y estalló sobre ellos en una lluvia de luz.

—Era la última —dijo a Peter—. Nos quedan unos diez segundos antes de que deduzcan que la corriente está cortada. —Caleb seguía escalando la verja—. ¡Mueve el culo, Caleb!

Saltó desde los últimos cinco metros, rodó cuando aterrizó y se puso en pie de un brinco. Tenía las mejillas húmedas de haber llorado, manchadas de tierra y hollín. Iba descalzo. Al cabo de unos segundos volverían a quedarse a oscuras.

—¿Estás herido? —preguntó Alicia?—. ¿Puedes correr?

El muchacho asintió.

Corrieron hacia la central. Peter intuyó que los virales les perseguían antes de verlos. Se volvió a tiempo de ver que uno saltaba hacia ellos desde lo alto de la verja. Una ráfaga de disparos resonó junto a su oído: el ser se retorció en el aire y cayó, para luego resbalar sobre el suelo. Alicia disparó tres veces más en rapidísima sucesión.

—¡Sácalo de aquí! —chilló.

Peter corrió con Caleb hacia la escalerilla. Detrás de ellos, Alicia continuaba disparando, y el sonido de sus disparos les llegaba como pequeñas explosiones apagadas que resonaban en el patio. Más virales habían cruzado el perímetro de verjas. Peter se colgó el rifle al hombro, subió las escaleras, y cuando llegó arriba se volvió a mirar. Alicia estaba retrocediendo en dirección a la pared de la central, mientras disparaba hacia las sombras. Cuando su arma enmudeció, la tiró a un lado y empezó a subir. Peter apoyó el rifle contra el hombro, apuntó en la misma dirección y apretó el gatillo. El cañón saltó hacia arriba y sus disparos se perdieron en la oscuridad. Todo su cuerpo se estremeció con la sensación de los disparos, de su fuerza salvaje.

—¡Mira lo que haces! —gritó Alicia, apretando su cuerpo contra la escalerilla—. ¡Y apunta, por el amor de Dios!

—¡Ya lo intento!

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