Authors: Justin Cronin
Había otros como él, hombres y mujeres que por un motivo u otro no se casaban y vivían solos, y el Coronel tal vez se habría refugiado en el anonimato del ermitaño de no ser por los acontecimientos de la Noche Oscura. Peter sólo tenía seis años en aquel tiempo. No estaba seguro de si sus recuerdos eran reales, o sólo historias que la gente le había contado, embellecidas por su imaginación con el transcurso de los años. De todos modos, estaba seguro de acordarse del terremoto. Siempre se producían terremotos, pero ninguno como el que había sacudido la montaña aquella noche, cuando los niños se estaban preparando para ir a la cama, un solo y enorme temblor, seguido por un minuto entero de sacudidas tan violentas que dio la impresión de que la tierra se partía en dos. Peter recordaba la sensación de impotencia que experimentó cuando lo levantaron, arrojado como una hoja al viento, y después los gritos y chillidos, Profesora aullando sin cesar, y el estruendo y el sabor a polvo en la boca cuando la muralla occidental del Asilo se vino abajo. El terremoto se había desencadenado justo después del ocaso y se había llevado por delante la red eléctrica. Cuando los primeros virales atravesaron el perímetro, no les quedó más remedio que incendiar el cortafuegos y replegarse hasta los restos del Asilo. Muchos de los muertos habían quedado atrapados bajo los cascotes de sus casas. Por la mañana, se habían perdido 162 almas, incluidas nueve familias enteras, así como la mitad del rebaño, casi todos los pollos y todos los perros.
Muchos de los supervivientes debían sus vidas al Coronel. Él solo había abandonado la seguridad del Asilo en busca de supervivientes. Cargó a muchos heridos a la espalda y los trasladó al Almacén, donde resistió los ataques de los virales durante toda la noche. Ese grupo incluía a John y Angel Donadio, los padres de Alicia. De las casi dos docenas de personas a quienes rescató, ellos fueron los únicos que murieron. A la mañana siguiente, cubierto de sangre y polvo, el Coronel había entrado en lo que quedaba del Asilo, tomado a Alicia de la mano y anunciado: «Yo me ocuparé de la niña», y regresado con Alicia pisándole los talones. Ninguno de los adultos presentes en la sala había sido capaz de reunir fuerzas para oponerse. Aquella noche se había convertido en huérfana, como muchos otros, y los Donadio eran Caminantes, no Primeras Familias. Si alguien deseaba cuidar de ella, parecía un trato razonable. Pero también era cierto, o al menos eso dijo la gente en aquel tiempo, que en la conformidad de la niña habían intuido la mano del destino, cuando no la liquidación de una deuda cósmica. Alicia estaba destinada a ser de él.
En la cabaña que el Coronel tenía bajo la muralla, y más tarde, cuando se hizo mayor, en los fosos de adiestramiento, le enseñó todas las cosas que había aprendido en las Tierras Oscuras, no sólo a luchar y matar, sino también a rendirse. Pues era eso lo que había que hacer: cuando los virales llegaban, le enseñó el Coronel, tenías que decirte: «Ya estoy muerta». La niña había aprendido bien las lecciones. Con ocho años ya era aprendiz en la Guardia, muy pronto superó a todos los demás en su destreza con el arco y el cuchillo, y a los catorce estaba en la pasarela, trabajando de corredora, desplazándose de una plataforma de tiro a otra. Una noche, un grupo de seis virales (siempre se desplazaban en múltiplos de tres) atacó la muralla meridional, justo cuando Alicia se dirigía hacia ellos por la pasarela. Como corredora, Alicia no debía entrar en combate, sino limitarse a correr y dar la alarma. En cambio, eliminó al primero arrojando un cuchillo que le atravesó el punto débil, cargó su ballesta y derribó al segundo en el aire. Liquidó al tercero con otro cuchillo, utilizando su peso para hundirlo bajo su esternón cuando cayó sobre ella, sus rostros tan cercanos que percibió el olor de la noche sobre ella mientras el viral moría. Los otros tres huyeron de vuelta a la muralla y a la oscuridad.
Nadie había matado a tres sin ayuda de nadie, y mucho menos una muchacha de quince años. Alicia se quedó en la Guardia desde aquel día. Cuando cumplió veinte años, el puesto de capitana era suyo. Todo el mundo esperaba que cuando Soo Ramírez dimitiera, Lish ocuparía su lugar como comandante. Y desde aquella noche había llevado siempre encima tres cuchillos.
Se lo contó a Peter una noche bajo las luces, cuando los dos estaban haciendo guardia. El tercer viral. Fue cuando pasó, cuando ya se había rendido. Aunque Alicia era la jefa de Peter, habían forjado un vínculo que parecía dejar de lado la cuestión de la autoridad. Peter sabía que ella quería dejar claro que se lo estaba contando porque eran amigos. Ni el primero ni el segundo, explicó, sino el tercero. Fue cuando supo con absoluta certeza que estaba muerta. Y lo extraño fue que, en cuanto lo supo, le resultó fácil desenvainar el segundo cuchillo. Todo su miedo se había evaporado. Su mano encontró un cuchillo como si deseara que lo sujetara, y cuando el monstruo cayó sobre ella, lo único que pensó fue: «Bien, ya está. Aunque vaya a salir por la puerta del mundo, tú me acompañarás». Como si fuera una realidad, como si ya hubiera sucedido.
El rebaño ya se había ido cuando Alicia volvió en su montura, con una pequeña bolsa de tela y una cantimplora de agua colgando de la silla. Alicia no tenía casa propiamente dicha. Había muchas casas vacías, pero ella prefería alojarse en un pequeño cobertizo metálico detrás del arsenal, donde tenía un catre y algunas escasas pertenencias. Peter sabía que no dormía más de dos horas seguidas, y si alguna vez iba en su búsqueda, el último lugar donde debía mirar era el arsenal. Siempre estaba en la muralla. Portaba un arco, más ligero que una ballesta y más cómodo para montar a caballo, pero no llevaba escolta. El arco sólo era para presumir. Theo se ofreció a cederle la primera posición, pero Alicia rechazó el ofrecimiento y ocupó el puesto de Mausami en la retaguardia.
—No te preocupes por mí. Sólo he salido a tomar un poco el aire. Es absurdo confundir la cadena de mando. Además, prefiero ir con ese gigantón de ahí. Habla tanto que me mantiene despierta.
Peter oyó suspirar a su hermano. Sabía que Theo consideraba insoportable a Alicia en ocasiones. Debería preocuparse un poco más, había dicho a Peter más de una vez, y era cierto: su confianza en sí misma bordeaba la imprudencia. Theo se volvió en su silla y miró más allá de Finn y Rey, quienes habían demostrado una indiferencia absoluta durante toda la escena. Era un asunto de Vigilantes, que viajaban con ellos. ¿Qué más les daba?
—¿Te parece bien, Arlo? —preguntó Theo.
—Claro que sí, primo.
—¿Sabes una cosa, Arlo? —preguntó Alicia, y su estado de ánimo exuberante prestó alegría a su voz—. Siempre me he preguntado si es verdad que Hollis se afeitó la barba para que Leigh pudiera diferenciaros.
Todo el mundo sabía que, cuando eran más jóvenes, los dos hermanos Wilson habían intercambiado novias más de una vez, en teoría sin que ninguna de ellas se diera cuenta.
Arlo le dedicó una sonrisa de complicidad.
—Tendrías que preguntárselo a Leigh.
El momento de charlar había terminado. Se estaban retrasando. Theo dio la orden, pero al acercarse a la puerta oyeron un grito desde atrás.
—¡Esperad! ¡Esperad en la puerta!
Peter se volvió y vio a Michael Fisher, que corría hacia ellos. Michael era un ingeniero jefe de Electricidad y Energía. Al igual que Alicia, era joven para el trabajo, sólo dieciocho años, pero todos los varones Fisher habían sido ingenieros, y Michael había sido entrenado por su padre nada más salir del Asilo. Nadie entendía bien qué hacían los ingenieros (Electricidad y Energía era, con mucho, el más especializado de todos los oficios), más allá del hecho de que mantenían las luces encendidas, las baterías en funcionamiento, la corriente subiendo por la montaña, una hazaña que parecía tan notable como mágica, y al mismo tiempo de lo más corriente. Al fin y al cabo, las luces se encendían noche tras noche.
—Me alegro de haberos alcanzado. —Hizo una pausa para recuperar el aliento—. ¿Dónde está Maus? Pensaba que iba con vosotros.
—No te preocupes por eso, Circuito —dijo Alicia. Su montura, una yegua de color castaño llamada
Omega
, estaba pateando el polvo, ansiosa por ponerse en marcha—. Theo, ¿podemos irnos, por favor?
Un destello de exasperación cruzó el rostro de Michael. En tales momentos, sus ojos se entornaban bajo la mata de cabello rubio, sus pálidas mejillas enrojecían, y conseguía aparentar todavía menos años de los que tenía. No dijo nada, sino que avanzó para entregar a Theo el objeto que llevaba: un rectángulo de plástico verde con puntos metálicos relucientes adornando la superficie.
—De acuerdo —dijo Theo, y le dio vueltas en la mano para examinarlo—. Me rindo. ¿Qué estoy mirando?
—Se llama placa madre.
—Eh —dijo Alicia—, vigila tu lenguaje.
Michael se volvió hacia ella.
—No te iría mal prestar un poco más de atención a nuestro método de mantener las luces encendidas.
Alicia se encogió de hombros. Su rivalidad mutua con Michael era de sobra conocida. Los dos se peleaban como ardillas.
—Aprietas un botón y se encienden. ¿Qué hay que entender?
—Basta, Lish —dijo Theo. Miró a Michael—. No le hagas caso. ¿Necesitas una de estas cosas?
Michael indicó la placa para enseñarle.
—¿Ves el cuadradito negro? Es el microprocesador. Da igual lo que haga. Busca estos mismos números si es posible, pero cualquier cosa que acabe en nueve debería ser suficiente. Es probable que puedas encontrar la misma exacta en casi todos los ordenadores de mesa, pero las cucarachas se comen el pegamento, de modo que intenta encontrar uno que esté limpio y seco, sin deyecciones. Podrías buscar en las oficinas que hay en el extremo sur de las galerías comerciales.
Theo examinó la placa una vez más antes de guardarla en la bolsa de la silla.
—De acuerdo. No es un viaje de saqueo, pero si podemos encontrar un hueco lo haremos. ¿Algo más?
Michael frunció el ceño.
—Un reactor nuclear nos sería muy útil. O unos tres mil metros cúbicos de hidrógeno de ión negativo en una membrana de intercambio de protones.
—Oh, por el amor de Dios —gimió Alicia—, habla en cristiano, Circuito. Nadie entiende qué narices estás diciendo. Theo, ¿podemos irnos, por favor?
Michael dirigió a Alicia una última mirada de irritación, antes de volver la vista hacia Theo.
—Sólo la placa madre. Consigue más si puedes, y recuerda lo que he dicho acerca del pegamento. Por cierto, Peter...
La atención de Peter había derivado hacia la puerta abierta, donde las últimas ovejas eran todavía visibles como una nube de polvo a la luz de la mañana, que se desplazaba sobre la colina en dirección al Campo de Arriba. Pero no estaba pensando en el rebaño. Había estado pensando en Mausami, en la expresión de pánico que había puesto cuando su hermano extendió la mano hacia ella, como si tuviera miedo de permitir que la tocara, que fuera demasiado insoportable.
Alejó la imagen de sí y devolvió la mirada a Michael.
—Mi hermana me ha pedido que te transmita un mensaje —dijo Michael.
—¿Sara ha hecho eso?
—Ve con cuidado —dijo Michael, y se encogió de hombros.
La central eléctrica estaba a cuarenta kilómetros, casi todo un día a caballo. Al cabo de una hora de marcha el grupo guardó silencio, incluso Arlo, adormecido por el calor y la perspectiva del día que les esperaba. Habían desaparecido partes de la carretera que bajaba la montaña, y tuvieron que detenerse para conducir a los animales a través de las estaciones de servicio. La grasa había empezado a apestar, y Peter se alegró de ser el primero de la fila, lejos del olor. El sol brillaba en lo alto, la atmósfera era irrespirable, sin la menor brisa. El suelo del desierto brillaba bajo sus pies como metal batido.
Se detuvieron a mediodía para descansar. El equipo de Maquinaria Pesada dio de beber a los animales, mientras los demás ocupaban posiciones sobre un saliente rocoso situado encima del carro, Theo y Peter a un lado, Arlo y Alicia en el otro, con el fin de escudriñar la linde del bosque.
—¿Ves allí?
Theo estaba usando los prismáticos y señaló hacia la sombra de los árboles. Peter hizo visera con las manos para proteger los ojos del resplandor.
—No veo nada.
—Ten paciencia.
Peter lo vio entonces. A doscientos metros de ellos, un movimiento apenas discernible, apenas un crujido, en las ramas de un pino alto, y una suave lluvia de agujas. Peter respiró hondo, con el deseo de que no fuera nada. Entonces, se repitió.
—Está cazando, sin salir de la sombra —dijo Theo—. Ardillas, probablemente. No hay mucho más por aquí. El muy hijo de puta debe de tener hambre para salir en un día como éste.
Theo silbó una nota larga y afilada entre dientes para poner sobre aviso a los demás. Alicia se volvió al instante. Theo señaló sus ojos con dos dedos, y después dirigió uno solo hacia la linde del bosque. Después, alzó la mano y formó un signo de interrogación: «¿Lo veis?».
Alicia contestó con el puño cerrado: «Sí».
—Vamos, hermano.
Bajaron por las rocas y se reunieron en el carro, donde Rey y Finn estaban tendidos sobre los odres de grasa, masticando galleta y pasándose entre ellos una jarra de agua de plástico.
—Podremos hacerle salir con una de las mulas —se apresuró a intervenir Alicia. Empezó a dibujar en el polvo con un palo largo—. Cambiar el agua por grasa y acercarla cien metros a los árboles, a ver si muerde el anzuelo. Es probable que ya la haya olido. Disponemos tres posiciones, aquí, aquí y aquí —las dibujó en el polvo—, y lo cazamos en el fuego cruzado. Con este sol, será presa fácil.
Theo frunció el ceño.
—Esto no es una caza de pitillos, Lish.
Por primera vez, Rey y Finn levantaron la vista del carro.
—¿Qué coño? —dijo Rey—. ¿Hablas en serio? ¿Cuántos hay?
—No te preocupes, vamos a irnos.
—Theo, sólo hay uno —dijo Alicia—. No podemos dejarlo ahí. El rebaño sólo está a..., ¿cuánto?..., ¿diez clics?
—Podemos y lo haremos. Y donde hay uno, hay más. —Theo miró a Rey y Finn con las cejas enarcadas—. ¿Estamos preparados para irnos?
—¿Qué más da? —Rey se levantó al instante del suelo del carro—. Anda ya, pero si nadie nos dice nunca nada. Salgamos de aquí.
Alicia los miró otro momento, con los brazos cruzados sobre el pecho. Peter se preguntó si estaría muy enfadada. Pero ella misma lo había dicho, en la puerta: cadena de mando.