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Authors: Justin Cronin

El pasaje (91 page)

Llegaron al vestíbulo, donde había un piano silencioso. Todo estaba tranquilo, igual que antes. A la luz de sus barritas de cialum, las figuras pintadas en el techo parecían flotar en libertad, suspendidas sobre sus cabezas sin que parecieran pertenecer a ningún plano físico de existencia. Cuando Peter las vio por primera vez, se le habían antojado amenazadoras, pero cuando las miró ahora, aquella sensación desapareció. Aquellos ojos inocentes y las caras redondas... Peter comprendió que eran de los Pequeños.

Llegaron a la entrada y se acuclillaron junto a la ventana abierta.

—Yo saldré primero —dijo Alicia. Tomó un sorbo de su cantimplora—. Si está despejado, subimos y nos vamos. No quiero demorarme más de dos segundos junto a la base del edificio. Michael, tú ocuparás el lugar de Sara al volante del segundo Humvee, Hollis y Mausami, ocupaos de las ametralladoras. Caleb, sal cagando leches, sube y asegúrate de que Amy está contigo. Yo os cubriré mientras todo el mundo sube a bordo.

—¿Y tú? —preguntó Peter.

—No te preocupes. No permitiré que te vayas sin mí.

Entonces se levantó, se tiró por la ventana y corrió en dirección al vehículo más próximo. Peter ocupó su posición. La oscuridad era absoluta, pues el techo del pórtico ocultaba la luna. Oyó un suave impacto cuando Alicia se parapetó tras un Humvee. Apretó la culata del rifle contra su hombro, esperando con impaciencia el silbido de Alicia.

—¿Qué coño la demora? —susurró Hollis a su lado.

Una figura surgió de la oscuridad y corrió hacia ellos.

—¡Corred!

Mientras Alicia se arrojaba a través de la ventana, Peter comprendió lo que estaba viendo: una masa rodante de una luz pálida y verdosa, como la cresta de una ola, que se lanzaba contra el edificio.

Eran virales. La calle estaba llena de ellos.

Hollis había comenzado a disparar. Peter cargó con el arma y trató de hacer un par de disparos antes de que Alicia lo agarrase de la manga y tirase de él para apartarlo de la ventana.

—¡Son demasiados! ¡Salgamos de aquí!

Habían llegado a menos de la mitad del vestíbulo cuando les llegó un estruendo atronador y el sonido que haría un árbol al caer a tierra. La puerta principal estaba cayendo, y los virales debían de estar dispuestos a atravesarla de un momento a otro. Más arriba, Caleb y Mausami corrían por el pasillo en dirección al casino. Alicia disparaba rápidas ráfagas para cubrirles la retirada, los cartuchos repiqueteaban sobre el suelo de baldosas. Gracias a la luz brillante del cañón, Peter vio a Amy a cuatro patas tras el piano, tanteando el suelo como si hubiera perdido algo. La pistola. Pero era absurdo buscarla ahora. La asió del brazo y tiró de ella hacia adelante, en pos de los demás. Se repetía a sí mismo: «Estamos muertos. Todos estamos muertos».

Otro estruendo de cristales rotos en el interior del edificio. Los estaban atacando por los flancos. Pronto estarían rodeados, perdidos en la oscuridad. Como en el centro comercial, pero peor, porque no había luz del día hacia la que correr. Vio a Hollis a su lado. Delante vio el resplandor de una barrita de cialum y la figura de Michael, que atravesaba agachado la ventana rota de un restaurante. Cuando llegó, vio que Caleb y Mausami ya estaban dentro.

—¡Por aquí! ¡Deprisa! —gritó a Alicia, al tiempo que daba un empujón a Amy, y vio que Michael desaparecía por una segunda puerta situada al fondo.

—Síguelos —gritó—. ¡Ya!

Alicia lo empujó por la ventana. Introdujo la mano en su bolsa, extrajo otra barrita de cialum y la rompió sobre la rodilla. Atravesaron la sala en dirección a la otra puerta, que aún estaba batiendo debido al ímpetu de la salida de Michael.

Otro pasillo, estrecho y de techo bajo, como un túnel. Peter vio que Hollis y los demás corrían delante, al tiempo que agitaban los brazos en su dirección y les llamaban por el nombre. De repente percibieron un potente olor a gas de alcantarilla, casi mareante. Peter y Alicia giraron sobre sus talones cuando el primer viral irrumpió a través de la puerta en pos de ellos. El pasillo destelló con la luz de los cañones de los rifles. Peter disparó a ciegas hacia la puerta. El primero cayó, y luego otro y otro. Pero seguían llegando más.

Se dio cuenta de que había estado apretando el gatillo sin que pasara nada. Su arma estaba vacía, pues había disparado la última bala. Alicia tiraba de él pasillo adelante. Había un tramo de escaleras que bajaba a otro pasillo. Topó con la pared y estuvo a punto de caer, pero siguió adelante.

El pasillo terminaba en un par de puertas batientes que daban a una cocina. La escalera los había conducido por debajo del nivel del suelo hacia las entrañas del hotel. Hileras de ollas de cobre colgaban del techo, sobre una amplia mesa de acero que brillaba con el reflejo de la barrita de Alicia. El aire estaba impregnado de gases y le costaba respirar. Tiró su rifle vacío y agarró una amplia sartén de cobre, bastante pesada.

Algo los había seguido a través de la puerta.

Se volvió e hizo girar la sartén al tiempo que saltaba hacia atrás contra la cocina (un gesto que habría parecido cómico de no ser tan desesperado), protegiendo a Alicia con su cuerpo cuando el viral saltó sobre la mesa de acero y quedó acuclillado. Una hembra. Tenía los dedos cubiertos de anillos, como los que había visto en los flacuchos de la mesa de juego. Tenía las manos apartadas del cuerpo, con los largos dedos flexionados, y los hombros oscilaban de un lado a otro con movimientos líquidos. Peter sujetaba la sartén como si fuera un escudo, con Alicia detrás de él.

—¡Se ve a sí misma! —dijo Alicia.

¿A qué estaba esperando la viral? ¿Por qué no atacaba?

—¡Su reflejo! —susurró Alicia—. ¡Ve su reflejo en la sartén!

Peter tomó conciencia de un nuevo sonido, procedente de la viral, un gemido nasal plañidero, como el lloriqueo de un perro. Como si la imagen de su rostro, reflejado en el culo de cobre de la sartén, fuera el origen de un profundo y melancólico reconocimiento. Peter movió con cautela la sartén de un lado a otro, y los ojos de la viral la siguieron, como en trance. ¿Cuánto tiempo podría distraerla así, antes de que más virales entraran por la puerta? Tenía las manos resbaladizas a causa del sudor; el aire estaba tan impregnado de vapores que apenas podía respirar.

«Este lugar arderá como una antorcha.»

—Lish, ¿ves alguna salida?

Alicia movió la cabeza a toda prisa.

—Una puerta a tu derecha, a unos cinco metros.

—¿Está cerrada con llave?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

Hablaba con los dientes apretados, haciendo lo imposible por mantener el cuerpo inmóvil, con el objetivo de que la viral siguiera hipnotizada por la sartén.

—¿Ves alguna cerradura, maldita sea?

La criatura se sobresaltó, y una rigidez muscular recorrió su cuerpo. Abrió la boca, que reveló las filas de dientes relucientes. Había dejado de gemir y empezado a chasquear.

—No, no veo ninguna.

—Saca una granada.

—¡Aquí no hay espacio suficiente!

—Hazlo. La cocina está llena de gas. Tírala detrás de ella y corre hacia la puerta.

Alicia deslizó una mano entre sus cuerpos hacia la cintura y liberó una granada del cinto. Peter notó que tiraba de la espoleta.

—Allá va —dijo Alicia.

Un limpio arco se elevó y pasó por encima de la cabeza de la viral. Sucedió tal como Peter había esperado. La viral apartó la mirada, y miró a un lado para seguir la parábola de la granada, que golpeó en la mesa detrás de ella antes de rodar hasta el suelo. Peter y Alicia ya corrían hacia la puerta. Alicia llegó primero y empujó la barra metálica. Aire puro y sensación de espacio. Estaban en una especie de área de carga y descarga. Peter llevaba la cuenta de cabeza.

«Un segundo, dos segundos, tres segundos...»

Oyó la primera explosión, la detonación de la granada, y después un segundo estampido más profundo cuando el gas de la cocina prendió. Rodaron sobre el borde del muelle de descarga cuando la primera puerta voló sobre sus cabezas, y después la onda expansiva, una proa de fuego. Peter sintió que le arrebataban el aire de los pulmones. Apretó la cara contra la tierra, con las manos sobre la cabeza. Hubo más explosiones cuando estallaron las bolsas de gas, y el fuego se propagó hacia arriba a través del edificio. Empezaron a llover cascotes sobre ellos, cristales por todas partes que se estrellaban contra el pavimento en una lluvia de fragmentos centelleantes. Respiró una bocanada de humo y polvo.

—¡Tenemos que irnos! —gritó Alicia, y tiró de él—. ¡El edificio va a saltar por los aires!

Peter notaba húmedas la cara y las manos, pero no sabía de qué. Se encontraban en la parte sur del edificio. Cruzaron la calle a todo correr bajo la luz del hotel en llamas y se parapetaron tras el bulto lleno de herrumbre de un coche volcado.

Respiraban con dificultad y tosían por culpa del humo. Tenían la cara cubierta de hollín. Miró a Lish y vio una mancha larga y reluciente en la parte superior del muslo, que empapaba la tela de sus pantalones.

—Estás sangrando.

Ella señaló su cabeza.

—Y tú también.

Encima de ellos, una segunda serie de explosiones sacudió el aire. Una enorme bola de fuego ascendió hacia el cielo a través del hotel, al tiempo que bañaba la escena de una intensa luz anaranjada y enviaba una lluvia de cascotes en llamas sobre la calle.

—¿Crees que los demás habrán logrado escapar? —preguntó.

—No lo sé. —Alicia volvió a toser, tomó un sorbo de agua de su cantimplora y escupió en el suelo—. No te muevas.

Se asomó a la esquina del coche y regresó un momento después.

—Desde aquí cuento doce pitillos. —Hizo un vago ademán hacia arriba y a un lado—. Veo más en la torre que hay al final de la calle. El fuego los ha obligado a retroceder, pero volverán.

Así estaba la cosa. En la oscuridad, sin rifles, atrapados entre un edificio en llamas y los virales. Descansaban codo con codo, la espalda apoyada contra el coche.

Alicia volvió la cabeza para mirarlo.

—Utilizar la sartén fue una buena idea. ¿Cómo sabías que saldría bien?

—No lo sabía.

Ella sacudió la cabeza.

—De todos modos, fue un truco cojonudo. —Hizo una pausa, y una expresión de dolor cruzó su cara. Cerró los ojos y respiró—. ¿Preparado?

—¿Los Humvees?

—Son nuestra única posibilidad, diría yo. Mantengámonos cerca de los incendios; los utilizaremos a modo de protección.

Tanto si había incendios como si no, probablemente no recorrerían más de diez metros antes de que los vieran los virales. A juzgar por el aspecto de la pierna de Alicia, dudaba que pudiera andar. Sólo contaban con sus cuchillos y las cinco granadas del cinto de Alicia. Pero Amy y los demás seguían ilesos, creía. Tenían que intentarlo, al menos.

Alicia desprendió dos granadas y las depositó en sus manos.

—Recuerda nuestro trato —dijo.

Se refería a que tenía que matarla, llegado el caso. La respuesta le salió con tal facilidad que le sorprendió.

—Yo también. No quiero ser como ellos.

Alicia asintió. Había desprendido una granada y quitado el seguro, dispuesta a arrojarla.

—Antes de que hagamos esto sólo quiero decirte que me alegro de que seas tú.

—Lo mismo digo.

Alicia se secó los ojos con la muñeca.

—Joder, Peter, ya me has visto llorar dos veces. No se lo digas a nadie; te lo prohíbo.

—No lo haré; te lo prometo.

Un destello de luz lo cegó. Por un instante, creyó que había pasado algo y ella había lanzado la granada sin querer. Al fin y al cabo, ¿qué era la muerte sino luz y silencio? Pero entonces oyó el rugido de un motor y comprendió que era un vehículo, y que iba hacia ellos.

—¡Subid! —tronó una voz—. ¡Subid al camión!

Se quedaron de piedra.

Los ojos de Alicia se abrieron de par en par, con la granada sin espoleta en la mano.

—¡La leche!, ¿qué hago con esto?

—¡Tírala!

La arrojó por encima del coche. Peter la aplastó contra el suelo cuando la granada estalló con estrépito. Las luces se estaban acercando. Se pusieron a correr cojeando, el brazo de Peter alrededor de la cintura de Alicia. De la oscuridad estaba surgiendo un vehículo cuadrado, con un gigantesco arado que sobresalía de la parte delantera como una sonrisa demente, el parabrisas envuelto en una jaula de alambre. Había una especie de cañón montado en el techo, con una figura situada detrás. Mientras Peter miraba, el cañón cobró vida y disparó una nube de fuego líquido sobre sus cabezas.

Se tiraron al suelo. Peter notó un calor punzante en la nuca.

—¡Al suelo! —tronó de nuevo la voz, y sólo entonces reparó Peter en que el sonido estaba amplificado, y procedía de una bocina montada en el techo de la cabina del camión—. ¡Moved el culo!

—Bueno, ¿qué? —gritó Alicia, cuerpo a tierra—. ¡O una cosa o la otra!

El camión se detuvo a escasos metros de sus cabezas. Peter puso a Alicia en pie, mientras la figura del techo dejaba caer una escalerilla. Una gruesa máscara de alambre ocultaba su cuerpo. Llevaba el cuerpo cubierto de gruesas almohadillas y una escopeta de cañón corto sujeta a la pierna dentro de una funda de cuero. En un lado del camión estaban escritas las palabras: DEPARTAMENTO DE REFORMATORIOS DEL ESTADO DE NEVADA.

—¡A la parte de atrás! ¡Moveos!

Era la voz de una mujer.

—¡Somos ocho! —gritó Peter—. ¡Nuestros amigos siguen ahí fuera!

Pero la mujer no pareció escucharlo, y si lo hizo, le dio igual. Los condujo hasta la parte posterior del camión, con movimientos sorprendentemente ágiles pese a su pesado blindaje. Giró un pomo y la puerta se abrió de par en par.

—¡Sube, Lish!

Era la voz de Caleb. Todos estaban allí, tirados en el suelo del compartimento a oscuras. Peter y Alicia subieron. La puerta se cerró con estrépito a sus espaldas y los encerró en las tinieblas.

El camión empezó a moverse con una sacudida.

46

Aquella espantosa mujer. Aquella espantosa mujer de la cocina, su forma redonda y fofa derramada sobre la silla como algo derretido. El calor asfixiante de la habitación; el sabor de su humo en la nariz y la boca; el olor y el sudor del cuerpo de la mujer, y las arrugas llenas de migas en los pliegues de carne hinchada. El humo que remolineaba a su alrededor, proyectado desde los labios cuando hablaba, como si las palabras adquirieran forma física en el aire, y algo en su interior le decía: «Despierta. Estás dormido y soñando. Despierta, Theo». Pero el influjo del sueño era demasiado fuerte. Cuanto más luchaba, más se zambullía en él. Como si su mente fuera un pozo y estuviera cayendo, cayendo en la oscuridad de su propia mente.

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