Authors: Justin Cronin
—Creo que tal vez hayamos perdido la carretera —le dijo Peter—. Además, los dos necesitamos combustible.
—¿Hay algún aeropuerto por aquí?
Peter cogió el plano y lo examinó.
—Sí. Si aún estamos siguiendo la autopista 15, debería estar delante de nosotros, hacia el este. —Gritó a Alicia—. ¿Ves algo parecido a un aeropuerto?
—¿Cómo coño quieres que sepa a qué se parece un aeropuerto?
—Dile que busque depósitos de combustible —intervino Hollis por la radio—. Grandes.
—Lish, ¿ves depósitos de combustible?
Alicia se dejó caer en la cabina. Tenía la cara cubierta de polvo. Se mojó la boca con la cantimplora y escupió por la ventanilla.
—Justo delante, a unos cinco clics.
—¿Estás segura?
Ella asintió.
—Hay un puente delante. Creo que podría ser el paso elevado de la autopista 215. Si estoy en lo cierto, el aeropuerto está al otro lado.
Peter levantó la radio de nuevo.
—Lish dice que cree verlo. Sigamos adelante.
—Ojo avizor, primo.
Peter avanzó. Estaban en las afueras del sur de la ciudad, una llanura despejada invadida de malas hierbas. Hacia el oeste, unas montañas de color púrpura se recortaban contra el cielo del desierto como los lomos de unos enormes animales que se levantaran de la tierra. Peter vio que el conjunto de edificios del corazón de la ciudad empezaba a tomar forma al otro lado de su parabrisas, hasta resolverse en una pauta de edificios diferenciados, bañados en una luz dorada. Era imposible saber si eran muy grandes o estaban muy lejos. En el asiento trasero, Amy se había quitado las gafas y contemplaba el paisaje que desfilaba ante su ventanilla. Sara había hecho un buen trabajo y eliminado las greñas. Lo que quedaba de su pelo, aquella maraña salvaje, era un casco oscuro y estilizado, que seguía las líneas de sus mejillas.
Llegaron al paso elevado. El puente había desaparecido, derrumbado en láminas de hormigón roto. Abajo, la autopista era un barranco repleto de coches y cascotes, imposible de atravesar. Lo único que podían hacer era intentar dar un rodeo. Peter guió el Humvee hacia el este, siguiendo la autopista de abajo. Pocos minutos después, llegaron a un segundo puente, que parecía intacto. Era un riesgo, pero se les estaba acabando el tiempo.
Llamó por la radio a Sara.
—Voy a intentar cruzar. Espera hasta que lleguemos al otro lado.
La suerte no los abandonó. Lo cruzaron sin incidentes. Peter se detuvo al otro lado, a la espera de que Sara se reuniera con ellos, y cogió el plano de nuevo. Si estaba en lo cierto, se hallaban en Las Vegas Boulevard South. El aeropuerto, con sus depósitos de combustible, debía de encontrarse al este.
Continuaron adelante. El paisaje empezó a cambiar, aumentaron los edificios y los vehículos abandonados. La mayoría estaban apuntados hacia el sur, para huir de la ciudad.
—Son camiones del ejército —indicó Caleb.
Un minuto después, vieron el primer carro de combate. Estaba volcado en el centro de la carretera, como una gran tortuga vuelta del revés. Las orugas se habían desprendido de las ruedas.
Alicia se acuclilló para asomar la cabeza en la cabina.
—Tira adelante —dijo—. Despacio.
Peter giró el volante para rodear el tanque volcado. Era evidente lo que les aguardaba: el perímetro defensivo de la ciudad. Estaban atravesando un inmenso campo de escombros, procedentes de tanques y otros vehículos. Peter vio, al otro lado, una hilera de sacos de arena apoyados contra una barrera de hormigón, rematada con rollos de alambre.
—¿Qué quieres hacer ahora? —preguntó Sara por la radio.
—Tendremos que dar un rodeo como sea. —Soltó el botón de hablar y habló a Alicia, que estaba mirando con los prismáticos—. Lish, ¿este u oeste?
Ella se agachó de nuevo.
—Oeste. Creo que hay una brecha en el muro.
Se estaba haciendo tarde. El ataque de la noche anterior los había dejado a todos impresionados. Los últimos rayos de luz del día eran como un embudo que les arrastrara hacia la noche. A cada minuto que pasaba, las decisiones que tomaban eran más irrevocables.
—Alicia dice que al oeste —informó por radio Peter.
—Eso nos alejará del aeropuerto.
—Lo sé. Ponme con Hollis otra vez. —Esperó a que Hollis contestara, y después continuó—. Creo que tendremos que utilizar la gasolina para encontrar cobijo en vistas de la noche. Tiene que haber algo útil entre todos esos edificios que se ven delante. Ya volveremos al aeropuerto por la mañana.
La voz de Hollis era serena, pero Peter detectó cierta preocupación subyacente.
—Como quieras.
Miro por el retrovisor a Alicia, quien asintió.
—Vamos a dar un rodeo —dijo Peter.
La brecha en el perímetro era un hueco dentado de unos veinte metros de anchura. Los restos de un tanque carbonizado, derrumbado de lado, se veían cerca de la abertura. Peter pensó que tal vez el conductor intentara romper el cerco.
Siguieron adelante. El paisaje estaba cambiando de nuevo. Había cada vez más edificios a medida que se adentraban en la ciudad. Nadie hablaba. El único sonido que se oía era el rugido grave del motor y los arañazos de las malas hierbas en la panza del Humvee. Habían regresado a Las Vegas Boulevard. Había un letrero agrietado, que todavía colgaba de sus cables sobre la calle, y era empujado por el viento. Los edificios eran más grandes allí, todos ellos de tamaño monumental, y se alzaban sobre la carretera con sus grandes fachadas en ruinas. Algunos estaban quemados, jaulas vacías de vigas metálicas, otros estaban medio derrumbados, y sus fachadas caídas revelaban el laberinto de compartimentos del interior, aderezados con jardines colgantes de cables. Algunos estaban cubiertos de bosques de enredaderas, mientras que otros se hallaban desnudos e inhóspitos, con los letreros todavía intactos, que ostentaban misteriosos nombres. MANDALAY BAY. THE LUXOR. NEW YORK, NEW YORK. Cascotes de todo tipo sembraban los espacios que separaban los edificios, lo cual obligaba a Peter a avanzar a paso de tortuga. Había más Humvees y tanques ante barricadas de sacos de arena. Allí se había librado una batalla. Por dos veces tuvo que detenerse por completo y buscar una ruta alternativa para rodear un obstáculo.
—Esto está demasiado denso —dijo Peter por fin—. No conseguiremos pasar. Caleb, busca una ruta para salir de aquí.
Caleb lo guió hacia el oeste, hacia Tropicana. Pero la carretera desaparecía cien metros más adelante, sumergida otra vez bajo una montaña de escombros. Peter dio marcha atrás, regresó al cruce y se dirigió hacia el norte de nuevo. En esa ocasión los detuvo un segundo perímetro de barricadas de hormigón.
—Esto es como un laberinto.
Probó una ruta más, en dirección este. Tampoco pudo pasar. Las sombras se estaban alargando. Tal vez les quedaba medio palmo de luz buena. Comprendió que había sido un error guiarlos por el corazón de la ciudad. Estaban atrapados.
Levantó la radio del tablero de instrumentos.
—¿Alguna idea, Sara?
—Podemos regresar por donde vinimos.
—Ya estará oscuro cuando salgamos de aquí. No quiero quedar atrapado al raso, sobre todo con todos estos puntos elevados.
Alicia bajó del techo.
—Hay un edificio que parece resistente —dijo enseguida—. Retrocede por esta carretera unos cien metros. Pasamos por delante hace un momento.
Peter comunicó la información al segundo Humvee.
—Creo que no nos quedan muchas alternativas.
Fue Hollis quien contestó.
—Vamos allá.
Retrocedieron. Peter se giró para mirar hacia arriba a través del parabrisas, e identificó el edificio que Alicia había indicado: una estrecha torre blanca, de una altura fabulosa, que se alzaba desde las sombras alargadas hacia la luz del sol. Parecía sólida, aunque, por supuesto, no podía ver el otro lado. Cabía la posibilidad de que la parte trasera del edificio hubiera desaparecido. Estaba separada de la carretera por un alto muro de mampostería y una masa espesa de vegetación que, al acercarse, reveló ser una piscina invadida de malas hierbas. Le preocupaba verse obligado a atravesarla, pero llegó a una brecha en la maleza, justo cuando Alicia le hablaba desde arriba.
—Gira aquí.
Consiguió guiar el Humvee hasta la base de la torre, y aparcó bajo una especie de pórtico coronado de enredaderas. Sara frenó detrás de él. La parte delantera del edificio estaba atrancada, y la entrada protegida por una barricada de sacos de arena. Cuando Peter salió del vehículo, notó un escalofrío. La temperatura estaba bajando.
Alicia había abierto el compartimento posterior, y estaba sacando a toda prisa mochilas y rifles.
—Coged sólo lo que necesitéis para esta noche —ordenó—. Lo que podamos cargar. Llevad toda el agua posible.
—¿Qué hacemos con los Humvees? —preguntó Sara.
—No irán solos a ninguna parte. —Alicia se había pasado un cinto de granadas sobre la cabeza y comprobaba que su rifle estuviera cargado—. Zapatillas, ¿has encontrado alguna entrada? Nos estamos quedando sin luz.
Caleb y Michael estaban luchando con denuedo por forzar la tabla que cubría una ventana. Se desprendió del marco con un crujido de madera contrachapada al partirse, y reveló el cristal que había detrás, incrustado de mugre. Un solo golpe de la palanca de Caleb y el cristal se astilló.
—¡Joder! —exclamó, al tiempo que arrugaba la nariz—. ¿Qué es ese hedor?
—Creo que no tardaremos en descubrirlo —dijo Alicia—. Muy bien, chicos, en marcha.
Peter y Alicia fueron los primeros en entrar por la ventana. Hollis se encargaría de la retaguardia, con Amy y los demás en medio. Peter cayó al interior y se encontró en un pasillo oscuro, que corría paralelo a la fachada del edificio. A su derecha se alzaban un par de puertas metálicas, aseguradas con cadenas que pasaban a través de los tiradores. Volvió hacia la ventana abierta.
—Pásame un martillo, Caleb. Y también la palanca.
Utilizó el extremo afilado de la palanca para romper la cadena. La puerta se abrió y reveló un espacio amplio y despejado, más salón que habitación, incólume. Aparte de un olor químico ácido y vagamente biológico, y de una gruesa capa de polvo que cubría todas las superficies, la impresión era menos de ruina que de abandono, como si sus habitantes se hubieran marchado hacía unos días, en vez de haberlo hecho hacía décadas. En el centro del espacio había una gran estructura de piedra, una especie de fuente, y sobre una plataforma alzada en el centro, un piano rodeado de telarañas. A la izquierda había un mostrador largo. Detrás de él se elevaba una hilera de altas ventanas que daban a un patio, cuyos detalles se perdían bajo una alfombra de exuberante vegetación, lo cual dotaba a la luz de la sala de un tono claramente verdoso. Peter alzó la vista hacia el techo, dividido por una trabajada moldura en paneles convexos diferenciados. Cada uno estaba pintado de forma recargada: figuras aladas de ojos tristes e ingenuos en sus caras regordetas, recortadas contra un cielo de espesas nubes.
—¿Es una especie de... iglesia? —susurró Caleb.
Peter no contestó; no lo sabía. Las figuras aladas del techo tenían algo inquietante, incluso ominoso. Se volvió hacia Amy, que estaba parada junto al piano rodeado de telarañas y miraba hacia arriba como los demás.
Hollis se materializó a su lado.
—Será mejor que subamos a terreno más elevado. —Peter se dio cuenta de que también estaba afectado por aquella presencia fantasmal que flotaba sobre ellos—. Intentemos localizar la escalera.
Se internaron en el edificio por un segundo pasillo, más amplio, flanqueado de tiendas (Prada, Tutto, La Scarpa, Tesorini...); todos los nombres carecían de significado, pero eran extrañamente musicales. Vieron que se habían producido más estragos, ventanas destrozadas, astillas de cristal centelleantes diseminadas sobre el suelo de piedra, que crujían bajo las suelas de sus botas. Daba la impresión de que muchas tiendas habían sido saqueadas (con los mostradores destrozados, y todo volcado), mientras que otras parecían incólumes, con sus productos peculiares e imposibles que todavía estaban expuestos en los escaparates, tales como zapatos con los que nadie podía caminar, o bolsas demasiado pequeñas para cargar con nada. Pasaron ante letreros que anunciaban NIVEL SPA y PASEO DE LA PISCINA, con flechas apuntando hacia otros pasillos contiguos e hileras de ascensores, con sus puertas relucientes cerradas, pero nada que indicase ESCALERA.
El pasillo moría en una segunda zona despejada, tan grande como la primera, que desaparecía en la oscuridad. Tenía un aspecto subterráneo, como si hubieran llegado a la puerta de una caverna inmensa. El olor era más fuerte allí. Rompieron sus barritas de cialum y avanzaron, mientras movían los rifles de un lado a otro. Daba la impresión de que la sala estaba llena de máquinas, cosas que Peter no había visto jamás, con pantallas de vídeo, y cantidad de botones, palancas e interruptores. Delante de cada una había un taburete, donde quizá se habrían sentado los operarios y llevado a cabo su función desconocida.
Entonces vieron a los flacuchos.
Primero uno, después otro, y luego más y más, sus figuras petrificadas definiéndose en la penumbra. La mayoría estaban sentados alrededor de una serie de mesas altas, en posturas horriblemente cómicas, como sorprendidas en mitad de un desesperado acto íntimo.
—¿Qué coño es este lugar?
Peter se acercó a la mesa más cercana. La ocupaban tres figuras sentadas. Una cuarta estaba caída en el suelo, al lado de su taburete volcado. Peter alzó la barrita de cialum y se inclinó sobre el cadáver más próximo, una mujer. Se había derrumbado de cara. Tenía la cabeza vuelta a un lado, con el pómulo apoyado sobre la mesa. El pelo, desprovisto de todo color, formaba una maraña de fibras resecas alrededor del bulto de su cráneo. En lugar de dientes tenía una dentadura postiza, cuyas encías de plástico todavía conservaban un tono rosáceo incongruentemente vital. Tenía el cuello rodeado por collares de metal dorado. Los huesos de los dedos, apoyados sobre la mesa (con lo que daba la impresión de que había extendido las manos antes de caer), estaban adornados con anillos, con gruesas piedras de todos los colores. Sobre la mesa, delante de ella, había un par de cartas cara arriba. Un seis y una jota. Pasaba lo mismo con los demás: cada jugador mostraba dos cartas. Había más cartas diseminadas sobre la mesa. En el centro había un montón de joyas, anillos, relojes y brazaletes, así como una pistola y un puñado de cartuchos.