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Authors: Justin Cronin

El pasaje (92 page)

«¿Qué estás mirando, eh? ¡Pedazo de mierda! —La mujer le miraba y reía—. El chico no sólo es mudo. Os lo digo, se ha quedado sin habla.»

Se despertó sobresaltado, impelido desde el sueño a la fría realidad de su celda. Tenía la piel cubierta de un sudor frío que olía a rancio. Era el sudor de una pesadilla que ya no podía recordar. Sólo perduraba una sensación, como una mancha oscura que salpicaba su conciencia.

Se levantó del catre y arrastró los pies hasta el agujero. Hizo lo posible por apuntar, y escuchó el chapoteo que hacía su orina abajo. Empezaba a atesorar aquel sonido, tan impaciente como si estuviera esperando la visita de un amigo. Había estado esperando a que sucediera algo. Había estado esperando a que alguien dijera algo, le dijera por qué estaba aquí y qué querían. Le dijera que no estaba muerto. Había llegado a darse cuenta, con el correr de los días vacíos, de que estaba esperando dolor. La puerta se abriría, entrarían hombres, y empezaría el dolor. Pero las botas iban y venían (podía distinguir sus puntas rayadas a través de la ranura que había al pie de la puerta), le entregaban la comida, se llevaban los platos vacíos y no decían nada. Golpeó la puerta, una hoja de frío metal, una y otra vez. «¿Qué queréis de mí, qué queréis?»Pero sus súplicas sólo recibían silencio.

No sabía cuántos días llevaba allí. Fuera de su alcance, una sucia ventana daba a la nada. Un retazo de cielo blanco y, de noche, las estrellas. Lo último que recordaba era a los virales cayendo del tejado, y todo vuelto del revés. Recordaba la cara de Peter alejándose, el sonido de su nombre cuando lo llamaban, y el latigazo y el chasquido de su cuello cuando lo subieron hasta el tejado. Un último sabor del viento y el sol en la cara, y la pistola alejándose. Su lenta caída en espiral hacia el suelo.

Y después, nada. El resto era un espacio negro en su memoria, como las encías huecas de un diente perdido.

Estaba sentado en el borde de la cama cuando oyó pasos que se aproximaban. La ranura de la puerta se abrió y un cuenco se deslizó a su través. La misma sopa aguada que había tomado comida tras comida. A veces había algún trozo de carne, a veces sólo un hueso con tuétano para que lo chupara. Al principio había tomado la decisión de no comer, para ver qué harían ellos, fueran quienes fueran. Pero aquello sólo había durado un día, hasta que no pudo resistir el hambre.

—¿Cómo te encuentras?

Theo sintió la lengua pegada a la boca.

—Vete a la mierda.

Una risita seca. Las botas se movieron y arañaron el suelo. No sabía si era una voz joven o vieja.

—Ése es el espíritu, Theo.

Al oír su nombre, un escalofrío recorrió su espina dorsal. Theo no dijo nada.

—¿Estás cómodo aquí?

—¿Cómo sabes quién soy?

—¿No te acuerdas? —Una pausa—. Supongo que no. Me lo dijiste. Cuando llegaste aquí. Oh, sostuvimos una charla muy agradable.

Se devanó los sesos, pero todo era negrura. Se preguntó si la voz era real. Esta voz que parecía conocerlo. Quizá sólo eran imaginaciones suyas. En un lugar como ése, tarde o temprano tenía que ocurrir. La mente se rendía a los deseos.

—No tienes ganas de hablar, ¿eh? No pasa nada.

—Lo que vayáis a hacer, hacedlo de una vez.

—Ah, pero si ya lo hemos hecho. Lo estamos haciendo ahora. Mira a tu alrededor, Theo. ¿Qué ves?

No pudo evitarlo. Examinó su celda. El catre, el agujero, la ventana sucia. Frases escritas en las paredes, grabados en la piedra que le habían intrigado durante días. La mayoría eran figuras absurdas, ni palabras ni imágenes que reconociera. Pero una de ellas, situada al nivel de los ojos, estaba clara: RUBEN ESTUVO AQUÍ.

—¿Quién es Ruben?

—¿Ruben? Vaya, creo que no conozco a ningún Ruben.

—No me vengas con jueguecitos.

—Ah, te refieres a Ru-
ben
. —Otra carcajada silenciosa. Theo habría dado la vida por atravesar la pared con el puño y machacar la cara de quien hablaba—. Olvídate de Ru-
ben
, Theo. Las cosas no le fueron muy bien a Ru-
ben
. Como tú dirías, Ru-
ben
es agua pasada. —Una pausa—. Dime, ¿qué tal duermes?

—¿Cómo?

—Ya me has oído. ¿Te gusta esa tía gorda?

Por un momento le falló la respiración.

—¿Qué has dicho?

—La tía gorda, Theo. Vamos, colabora conmigo. Todos hemos pasado por eso. La tía gorda que está dentro de tu cabeza.

El recuerdo estalló en su cerebro como una pieza de fruta podrida. La tía gorda de la cocina. Había una voz al otro lado de la puerta, y sabía qué soñaba.

—Debo decir que a mí tampoco me cayó muy bien nunca —decía la voz—. Blablablá todo el día. Y aquel olor. ¿Qué coño es eso?

Theo tragó saliva e intentó calmar su mente. Daba la impresión de que las paredes se estaban cerrando a su alrededor y lo aplastaban. Apoyó la cabeza en las manos.

—No conozco a ninguna tía gorda —articuló Theo.

—Oh, claro que no. Todos hemos pasado por ello. No eres el único. Deja que te pregunte algo. —La voz se convirtió en un susurro—. ¿Ya la has cosido a puñaladas, Theo? ¿Con el cuchillo? ¿Has llegado a esa parte?

Un remolino de náuseas. Contuvo el aliento. El cuchillo, el cuchillo.

—Así que no. Bien, ya lo harás. Todo a su tiempo. Créeme, cuando llegues a esa parte te sentirás muchísimo mejor. Es una especie de punto de inflexión, como quien dice.

Theo levantó la cara. La ranura del pie de la puerta estaba abierta todavía, revelando la punta de una sola bota, un cuero tan rayado que parecía blanco.

—¿Me estás escuchando, Theo?

Los ojos clavados en la bota, con la fuerza de una idea que se está imponiendo. Se levantó con sigilo de la cama y avanzó hacia la puerta, rodeando el cuenco de sopa. Se acuclilló.

—¿Me oyes? Porque estoy hablando de un alivio muy importante.

Theo se lanzó. Demasiado tarde: su mano agarró aire. Una brillante explosión de dolor. Algo se desplomó con mucha fuerza sobre su muñeca. El tacón de una bota. Aplastó los huesos, y comprimió la mano contra la puerta. Machacó y retorció. Empujó la cara contra el frío metal de la puerta.

—¡Joder!

—Duele, ¿eh?

Estaba viendo las estrellas. Intentó retirar la mano, pero la fuerza que la sujetaba era demasiado fuerte. Estaba atrapado, con una mano atorada en la ranura. Pero el dolor significaba algo. Significaba que la voz era real.

—Vete... al... infierno.

El tacón retorció de nuevo. Theo lanzó un aullido de dolor.

—Ésa me ha gustado, Theo. ¿Dónde creías que estabas? El infierno es tu nueva dirección, amigo mío.

—Yo no soy... tu amigo —jadeó.

—Oh, puede que no. De momento, no. Pero lo serás. Tarde o temprano, lo serás.

Entonces, la presión sobre la mano de Theo se relajó, una ausencia de tormento tan repentina que fue como una bendición. Theo sacó el brazo de la ranura y se derrumbó contra la pared, con la respiración entrecortada, acunando la muñeca en el regazo.

—Porque, lo creas o no, hay cosas peores que yo —dijo la voz—. Que duermas bien, Theo.

Y entonces, la ranura se cerró.

VIII
El refugio
47

Llevaban muchas horas en la carretera. Sin nada sobre lo que tenderse, salvo un suelo de duro metal, era casi imposible dormir. Daba la impresión de que, cada vez que Michael cerraba los ojos, el camión saltaba sobre un bache, o daba un viraje brusco, de forma que enviaba su cuerpo contra la pared.

Levantó la cabeza y vio el resplandor del amanecer al otro lado de la única ventanilla del compartimento, una pequeña portilla de cristal reforzado que estaba empotrada en la puerta. Tenía la boca seca. Sentía contusiones por todo el cuerpo, como si alguien lo hubiera golpeado con un martillo toda la noche. Se sentó, apoyó la espalda contra la pared del compartimento y se frotó los ojos para quitarse la mugre. Los demás miembros del grupo estaban apoyados contra sus mochilas, en diversas posturas incómodas. Aunque todos estaban hechos polvo, Alicia parecía llevar la peor parte. Descansaba de cara a él, con la espalda apoyada contra la pared del compartimento, el rostro pálido y mojado, y los ojos abiertos pero desprovistos de energía. Mausami había hecho todo lo posible por limpiar y vendar la pierna herida de Alicia, pero Michael sospechaba que la herida era grave. Sólo Amy parecía dormir. Estaba acurrucada en el suelo a su lado, con las rodillas apoyadas contra el pecho. Un abanico de pelo oscuro le caía sobre la mejilla, que los botes del camión movían de un lado a otro.

El recuerdo lo golpeó como una bofetada.

Sara, su hermana, había desaparecido.

Recordó haber corrido a la máxima velocidad posible, atravesar la cocina y salir a la zona de carga y descarga, y luego a la calle con los demás, sólo para acabar rodeados (había pitillos por todas partes, la calle era como una puta fiesta de pitillos), y entonces el camión con su enorme azada lanzado hacia ellos, escupiendo su chorro de llamas. «Sube, sube», le estaba gritando la mujer que iba encima. Y menos mal que lo hizo, porque Michael había descubierto en aquel momento que estaba paralizado de miedo. Clavado en el suelo. Hollis y los demás le estaban gritando: «Vamos, vamos», pero Michael era incapaz de mover un músculo. Como si se hubiera olvidado de hacerlo. El camión se hallaba a no más de diez metros de distancia, pero parecía como si fueran mil. Se volvió y, en ese instante, uno de los virales lo miró a los ojos, ladeó la cabeza de aquella forma suya tan peculiar, y todo pareció desarrollarse con una lentitud que no era muy prometedora. «Oh, chico —decía una voz en la cabeza de Michael—, oh chico oh chico oh chico oh chico», y fue entonces cuando la mujer roció al viral con el lanzallamas, cubriéndolo de una capa de fuego líquido. Se achicharró como una bola de grasa. De hecho, Michael oyó el crujido. Después, alguien le tiró de la mano (nada menos que Amy, cuya fuerza era sorprendente, más de lo que delataba su menudo cuerpo) y lo metió a empujones en el camión.

Había amanecido. Michael se sintió lanzado hacia adelante cuando el vehículo aminoró la velocidad. A su lado, los ojos de Amy se abrieron al instante. Se sentó, apoyó las rodillas contra el pecho una vez más, con la mirada clavada en la puerta.

El camión se detuvo. Caleb se arrastró hacia la ventanilla y miró fuera.

—¿Qué ves?

Peter estaba acuclillado. Tenía el pelo enmarañado de sangre seca.

—Una especie de edificio, pero está demasiado lejos.

Pasos en el techo, el ruido de la puerta del conductor, que se abrió y cerró de nuevo.

Hollis alargó la mano hacia su rifle.

Peter extendió la mano para detenerle.

—Espera.

—Aquí vienen... —dijo Caleb.

La puerta se abrió, y la luz del sol les cegó. Dos figuras iluminadas desde atrás se alzaban ante ellos, armadas con escopetas. La mujer era joven, de pelo oscuro muy corto. El hombre, mucho mayor, tenía una cara ancha y suave, una nariz a la que parecía que le hubieran dado un puñetazo y barba de unos cuantos días. Los dos iban encerrados en su pesada armadura, de modo que sus cabezas parecían extrañamente pequeñas.

—Entreguen las armas.

—¿Quiénes coño son ustedes? —preguntó Peter.

La mujer amartilló la escopeta.

—Todo. Los cuchillos también.

Se desarmaron, lanzaron las pistolas y cuchillos sobre el suelo en dirección a la puerta. Michael no llevaba encima más que un destornillador. Había perdido el rifle durante la huida del hotel, sin haber disparado el maldito trasto ni una sola vez, pero también lo entregó. No deseaba que le dispararan por un destornillador. Mientras la mujer recogía las armas, la segunda figura, que aún no había pronunciado palabra, seguía apuntándoles con su arma. A lo lejos, Michael distinguió la forma de un edificio largo y bajo, situado contra un fondo de colinas áridas.

—¿Adónde nos lleváis? —preguntó Peter.

La mujer levantó un cubo metálico del suelo y lo dejó en el suelo del camión.

—Si alguien quiere mear, que utilice esto.

Después, cerró la puerta de golpe.

Peter golpeó la pared del camión.

—¡Joder!

Continuaron viaje. La temperatura aumentaba cada vez más. El camión aminoró la velocidad de nuevo y se desvió hacia el oeste. Durante mucho tiempo sufrió tremendas sacudidas. Después empezaron a subir. El calor de la cabina era intolerable. Bebieron los últimos restos de agua. Nadie había utilizado el cubo.

Peter golpeó la pared que les separaba de la cabina del camión.

—¡Aquí nos estamos asando!

Transcurrió el tiempo, y luego un poco más. Nadie dijo nada. El mero hecho de respirar ya suponía un esfuerzo. Daba la impresión de que les habían gastado una broma terrible. Los habían rescatado de los virales para que murieran asados en la parte trasera de un camión. Michael había caído en un estado que parecía sueño, pero que en realidad no lo era. Hacía muchísimo calor. En un momento dado cayó en la cuenta de que estaban bajando, aunque ese detalle se le antojó trivial, como si le estuviera ocurriendo a otra persona.

Poco a poco, Michael tomó conciencia de que el vehículo se había detenido. Se había extraviado en una visión de agua, agua fría. Caía sobre él, y estaba su hermana, y Elton también, con aquella sonrisa torcida. Todos estaban con él, Peter, Mausami, Alicia e incluso sus padres, todos estaban nadando juntos en el azul reparador, y por un momento Michael obligó a su mente a volver a aquel hermoso sueño de agua.

—Dios mío —dijo una voz.

Michael abrió los ojos a una luz blanca áspera y al olor inconfundible de excrementos animales. Volvió la cabeza hacia la puerta y vio un par de figuras (que sabía que había visto antes, pero no recordaba cuándo), y entre ellos, iluminado por atrás de forma que parecía flotar, se encontraba un hombre alto de pelo gris acero, vestido con lo que parecía un mono naranja.

—Dios mío, Dios mío —estaba diciendo el hombre—. Son siete. Es increíble. —Se volvió hacia los demás—. No os quedéis parados ahí. Necesitamos camillas. Deprisa.

La pareja se puso a correr. El cerebro de Michael alumbró la idea de que algo iba muy mal. Daba la impresión de que todo estaba ocurriendo al final de un túnel. No habría podido afirmar dónde estaba ni por qué, aunque también presentía que aquel conocimiento se le había escapado hacía poco, una sensación de
déjà vu
al revés. Era una especie de broma, pero la broma no era divertida, en absoluto. Tenía en la boca un objeto grande y seco, gordo como un puño, y se dio cuenta de que era su propia lengua, que lo estaba asfixiando. Oyó la voz de Peter, un graznido forzado.

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