El pasaje (87 page)

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Authors: Justin Cronin

Peter miró a Amy, que estaba parada con los demás. Aún se tocaba con la gorra del almacén. Sara también le había dado una camisa de hombre de manga larga, raída en el cuello y las mangas, con el fin de evitar las quemaduras del sol, y un par de gafas para el desierto que habían encontrado en el parque de bomberos. El pelo le caía por la cara, un nimbo de marañas oscuras que aleteaba bajo el ala de la gorra.

—¿De veras crees que lo hizo? —preguntó Hollis—. Ahuyentarlos.

Peter se volvió hacia su amigo. Pensó en la revista del cuarto de baño, la escueta palabra de la portada.

—¿Quieres que te diga la verdad, Hollis? No lo sé.

—Bien, confiemos en que sí. Después de Kelso, todo es campo abierto hasta la frontera de Nevada.

Desenvainó el cuchillo y lo secó en el dobladillo del jersey. Cuando continuó hablando lo hizo en voz baja y tono confidencial.

—Antes de irme, oí hablar a la gente. Decían cosas de ella. La Chica de Ninguna Parte, la última caminante. La gente decía que era una señal.

—¿De qué?

Hollis frunció el ceño.

—Del fin, Peter. El fin de la Colonia, el fin de la guerra. La raza humana, o lo que queda de ella. No estoy diciendo que tuvieran razón. Debían de ser más mamonadas de Sam y Milo.

Sara se acercó a ellos. La hinchazón de la cara había disminuido durante la noche. Las peores contusiones habían adoptado un tono púrpura verdoso.

—Deberíamos dejar montar a Maus —dijo.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Peter.

—Un poco deshidratada. En su estado, ha de mantener elevado el nivel de líquidos. No creo que deba caminar con este calor. También estoy preocupada por Amy.

—¿Qué le pasa?

Sara se encogió de hombros.

—El sol. Creo que no está acostumbrada a su luz. Ya tiene una quemadura grave. Las gafas y la camisa le serán de ayuda, pero con este calor no podrá mantenerse cubierta mucho tiempo. —Ladeó la cabeza y miró a Hollis—. ¿Qué me ha dicho Michael acerca de un vehículo?

Continuaron su camino.

Las montañas quedaron a su espalda. A mediodía, se habían adentrado en el desierto. La carretera era poco más que una insinuación, pero todavía podían seguir su curso, el bulto que marcaba en el suelo, a través de un paisaje de pedruscos dispersos y extraños árboles chaparros, bajo un sol ardiente y un cielo sin límites desprovisto de todo color. La brisa, más que desaparecer, se había extinguido. El aire estaba tan inmóvil que parecía zumbar, el calor vibraba a su alrededor como alas de insectos. Todos los elementos del paisaje parecían cercanos y lejanos al mismo tiempo, y el horizonte incalculable distorsionaba el sentido de la perspectiva. Sería facilísimo, pensó Peter, extraviarse en aquel lugar, vagar sin rumbo hasta que cayera la noche. Pasada la ciudad de Mojave Junction (que no era una ciudad, sino tan sólo unos cimientos vacíos y un nombre en el plano), ascendieron una pequeña elevación y descubrieron una larga hilera de vehículos abandonados, encarados hacia la dirección de la que venían. La mayoría eran coches particulares, pero también había algunos camiones, con sus chasis herrumbrados y erosionados hundidos en la arena. Daba la impresión de que habían topado con una tumba abierta, una tumba de máquinas. Muchos tejados habían desaparecido, y las puertas estaban arrancadas de sus goznes. El interior de los coches parecía fundido. Si alguna vez habían albergado cadáveres, éstos se habían evaporado, esparcidos por los vientos del desierto. De vez en cuando, entre los restos indiferenciados, Peter reconocía un objeto de escala humana: unas gafas, una maleta abierta, una muñeca de plástico. Pasaron en silencio, sin atreverse a hablar. Peter contó un millar de vehículos antes de que acabaran en una última columna de chatarra, donde se reanudaban las indiferentes arenas del desierto.

Era media tarde cuando Hollis anunció que había llegado el momento de abandonar la carretera y desviarse hacia el norte. Peter había empezado a dudar de que llegarían al búnker. El calor era insoportable. Un viento abrasador soplaba desde el este y empujaba polvo hacia sus caras y ojos. Desde la hilera de coches, nadie había dicho gran cosa. Michael parecía ser el que peor estaba. Había empezado a cojear. Cuando Peter le preguntó por ello, Michael se quitó la bota sin hacer comentarios y le enseñó una ampolla sanguinolenta en el tacón.

Pararon a descansar a la escasa sombra de un bosquecillo de yucas.

—¿Cuánto falta? —preguntó Michael. Se había quitado la bota para que Sara curase la ampolla. Hizo una mueca de dolor cuando la perforó con un pequeño escalpelo procedente del kit médico que habían encontrado en la central eléctrica. De la incisión brotó una sola gota de sangre.

—Desde aquí, unos quince kilómetros —dijo Hollis. Estaba parado al borde de la sombra—. ¿Ves aquella línea de montañas? Eso es lo que vamos buscando.

Caleb y Mausami se habían dormido con las cabezas apoyadas contra sus mochilas. Sara envolvió el pie de Michael con un vendaje. Volvió a introducirlo en la bota con una mueca de dolor. Sólo Amy parecía muy desmejorada. Estaba sentada alejada de los demás, con sus esqueléticas piernas dobladas bajo ella. Y los observaba con cautela desde detrás de sus gafas oscuras.

Peter se acercó a Hollis.

—¿Nos dará tiempo? —preguntó en voz baja.

—Por los pelos.

—Vamos a concederle a todo el mundo medio palmo.

—Yo no les daría más.

La primera cantimplora de Peter estaba vacía. Se permitió un sorbo de la segunda, y se juró que reservaría el resto. Se acostó con los demás a la sombra. Era como si acabara de cerrar los ojos, cuando oyó que le llamaban y vio a Alicia a su lado.

—Dijiste medio palmo.

—Exacto. Hora de irse. —Se apoyó sobre los codos.

Pasó otro palmo antes de que vieran el letrero, que se alzaba del calor tembloroso. Primero, una larga valla alta de tela metálica, con rollos de alambre de espino en la parte superior, y después, a cien metros de la puerta abierta, la pequeña garita del centinela y el letrero al lado.

ESTÁN ENTRANDO EN EL CENTRO DE COMBATE AEROTERRESTRE DEL CUERPO DE MARINES DE TWENTYNINE PALMS. PELIGRO. PROYECTILES SIN ESTALLAR. NO ABANDONEN LA CARRETERA.

—Proyectiles sin estallar. —Michael entornó los ojos con fuerza—. ¿Qué significa eso?

—Significa que debes mirar por dónde pisas, Circuito. —Alicia se dirigió a los demás—. Podrían ser bombas o minas. Poneos en fila india, e intentad seguir las pisadas del que vaya delante.

—¿Qué es eso? —Mausami estaba señalando con una mano, mientras con la otra se tapaba los ojos para protegerlos del resplandor—. ¿Son edificios?

Eran autobuses: treinta y dos, aparcados en dos hileras muy apretadas, con la pintura amarilla casi desprendida por completo. Peter se encaminó al autobús más cercano, en la parte de atrás de la hilera. La brisa había desaparecido. El único sonido existente procedía de sus pasos sobre el suelo. Bajo ventanillas cubiertas de grueso alambre se leían las palabras DESERT CENTER UNIFIED SCHOOL DISTRICT. Trepó por la duna de arena aplastada contra el vehículo y echó un vistazo al interior. Había penetrado más arena, que había sepultado los bancos. Se habían posado pájaros en el techo, que habían manchado las paredes con la pintura blanca de sus deyecciones.

—¡Eh! ¡Mirad esto! —gritó Caleb.

Siguieron su voz hasta el otro lado. Hundido, al lado de ellos, encontraron el armazón de una especie de aparato aéreo pequeño.

—Es un helicóptero —dijo Michael.

Caleb estaba parado sobre el fuselaje. Antes de que Peter pudiera decir algo, Caleb abrió la puerta, similar a una escotilla, y se dejó caer dentro.

—¡Cuidado, Zapatillas! —gritó Alicia.

—¡No pasa nada! ¡Está vacío! —Le oyeron remover en el interior. Un momento después, asomó la cabeza por la escotilla—. No hay nada, sólo un par de flacuchos. —Se deslizó sobre el fuselaje y les enseñó lo que había encontrado—. Llevaban estas cosas.

Un par de collares, deslustrados por la exposición a los elementos. A cada uno iba sujeto un disco plateado. Peter utilizó un poco de agua para limpiar las chapas.

SULLIVAN, JOSEPHD. O+ 098879254 USMC CAT. ROM.

GÓMEZ, MANUEL R.AB 859720152 USMC NO PREF.

—USMC, eso es el Cuerpo de Marines —dijo Hollis—. Deberías devolverlos a su sitio, Caleb.

Caleb cogió los collares de la mano de Peter y los apretó contra el pecho como si los estuviera protegiendo.

—Ni hablar. Me los guardo. Yo los encontré. Son míos con todas las de la ley.

—Eran soldados, Zapatillas.

La voz de Caleb adoptó un tono chillón.

—¿Y qué? No volvieron, ¿verdad? Dijeron que los soldados volverían a buscarnos, y no lo hicieron.

Durante un momento no habló nadie.

—Así que éste es el lugar, ¿verdad? —dijo Sara con suavidad—. Tía contaba historias al respecto. Cuando los Primeros llegaron de las ciudades y subieron a la montaña en autobuses.

Peter también había oído aquellas historias. Siempre había pensado que eran sólo eso, historias. Pero Sara tenía razón, se trataba de aquel lugar. Más que los autobuses, o el helicóptero caído con los soldados muertos dentro, se lo decía el silencio. Era algo más que la simple ausencia de sonido. Era el silencio de algo parado.

En aquel momento, una sensación de inquietud se apoderó de él. Algo no iba bien.

—¿Dónde está Amy?

Se desplegaron entre las hileras de autobuses, llamándola. Cuando Michael la encontró, Peter estaba frenético. Nunca había pensado que fuera capaz de desaparecer así.

Michael estaba parado al lado de uno de los autobuses hundidos, mirando a través de una ventanilla abierta.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Sara.

—Creo que sólo está sentada —dijo Michael.

Peter subió y entró. El viento había empujado la arena hasta la parte posterior del vehículo. Las primeras hileras de bancos estaban al descubierto. Amy estaba sentada en el banco situado justo detrás del asiento del conductor, con la mochila sobre el regazo. Se había quitado las gafas y el sombrero.

—Amy, está a punto de oscurecer. Tenemos que irnos.

Pero la chica no se movió. Daba la impresión de estar esperando algo. Paseó la vista a su alrededor, con los ojos entornados, como si se diera cuenta por primera vez de que el autobús estaba vacío, de que era una ruina. Después se levantó, se colgó la mochila de los hombros y salió por la ventanilla.

El búnker estaba justo donde Hollis había prometido.

Les condujo hasta el punto en que la tercera montaña se alzaba entre las otras dos, se desvió al este de nuevo y paró al cabo de medio kilómetro.

—Ya hemos llegado —anunció.

Estaban delante de una pared de roca. Detrás de ellos, el sol poniente dibujó un último gajo de luz sobre el horizonte.

—Yo no veo nada —dijo Alicia.

—Como debe ser.

Hollis se colgó el rifle y empezó a subir la pared. Peter le miró con una mano sobre los ojos para protegerse del resplandor que se reflejaba. Desapareció diez metros más arriba.

—¿Adónde ha ido? —preguntó Michael.

La cara de la montaña empezó a moverse. Un par de puertas, dedujo Peter, que se fundían con la superficie a modo de camuflaje. Se hundían en la cara de la ladera, revelando una caverna oscura en el interior, y la figura de Hollis parada ante ellas.

Peter tardó un momento en asimilar las dimensiones de lo que estaba viendo: una inmensa bóveda, excavada en la montaña. Hileras de estanterías se perdían en la oscuridad, abarrotadas de palés con cajas que se elevaban sobre sus cabezas. Había una carretilla elevadora aparcada cerca de la entrada, donde Hollis había abierto un panel metálico en la pared. Cuando todo el grupo hubo entrado, accionó un interruptor, y de repente la estancia se llenó de luz, procedente de una red de cables brillantes que colgaban de paredes y techo. Peter escuchó el zumbido de la ventilación mecánica.

—¡Hollis, son de fibra óptica! —dijo Michael, boquiabierto por la sorpresa, mientras contemplaba el techo—. ¿Cuál es la fuente de energía?

Hollis accionó un segundo interruptor. Una baliza de alarma amarilla cobró vida y giró con frenética urgencia sobre las puertas. Con un sonido metálico de engranajes al acoplarse, las puertas metálicas empezaron a salir de sus compartimentos, arrastrando briznas de sombra sobre el suelo.

—No puede verse desde donde hemos venido —explicó Hollis, al tiempo que alzaba la voz para hacerse oír—, pero hay un conjunto de placas solares en la cara sur de la montaña. Fue así como Demo descubrió este lugar.

Se produjo un fuerte estruendo cuando las puertas se cerraron, y el eco resonó en el interior. Ahora estaban a salvo.

—El acumulador ya no soportará mucha más carga, pero los paneles pueden funcionar durante varias horas. También hay algunos generadores portátiles. Existe un depósito de combustible al norte, a escasa distancia a pie. Hay gasolina, diésel y queroseno. Si lo extraes con cuidado, todavía funciona. Hay más del que podríamos utilizar jamás.

Peter avanzó por la sala. Quien hubiera construido ese lugar, pensó, lo había hecho para que perdurara. La sala le recordó a una biblioteca, sólo que los libros eran cajas, y las cajas no contenían palabras, sino armas. Los restos de la última guerra, la guerra perdida, guardados y almacenados para la siguiente guerra.

Se acercó a la estantería más próxima, donde Alicia estaba parada con Amy. Desde el incidente de los autobuses, la chica no se había alejado más de unos metros. Alicia se había subido la manga por encima de la muñeca para limpiar una capa de polvo del lado de una de las cajas.

—¿Qué es un RPG? —preguntó Peter.

—No tengo ni idea —contestó Alicia. Se volvió hacia ellos, sonriendo—.

Pero creo que quiero uno.

44

Del
Diario de Sara Fisher (El Libro de Sara)

Presentado en la III Conferencia Global sobre el Período de Cuarentena en Norteamérica

Centro para el Estudio de las Culturas y Conflictos Humanos

Universidad de Nueva Gales del Sur, República Indoaustraliana

16-21 de abril de 1003 d.V.

[Empieza el extracto]

DÍA 4

Creo que voy a empezar. Hola. Me llamo Sara Fisher, de las Primeras Familias. Te escribo esto desde un búnker del ejército situado al norte de la localidad de Twentynine Palms, en California. Soy una de las ocho almas que viajan desde las montañas de San Jacinto hasta la ciudad de Telluride, en Colorado. Es extraño contar esto a una persona a quien ni siquiera conozco, y que tal vez ni siquiera haya nacido cuando escribo esto. Pero Peter dice que alguien debería documentar lo que nos suceda. Quizá algún día, dijo, alguien querrá saberlo.

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