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Authors: Justin Cronin

El pasaje (95 page)

Doblaron una esquina y vieron una gran multitud, congregada bajo un amplio techo que estaba abierto por los lados y era sostenido por gruesas vigas de acero. El espacio estaba iluminado por llamas humeantes que surgían de los barriles abiertos que rodeaban la zona. A un lado había largas mesas y sillas. Unas figuras vestidas con monos estaban trasladando ollas de comida desde un edificio adyacente.

Todo el mundo se quedó de piedra.

Entonces los miró un mar de rostros; primero una voz, y después otra, se elevaron con un zumbido de emoción.

—¡Aquí están! ¡Los viajeros! ¡Los que vienen de lejos!

Cuando los rodeó la muchedumbre, Peter experimentó la sensación de que lo engullían. Y durante un breve momento, subsumido en una oleada de humanidad, olvidó todas sus preocupaciones. Allí había gente, centenares de personas, hombres, mujeres y niños, al parecer tan alegres por su presencia que estuvo en un tris de considerarse el milagro que Olson afirmaba que eran. Los hombres le daban palmadas en el hombro y le estrechaban las manos. Algunas mujeres le acercaban bebés, y los exhibían como si fueran regalos. Otras se limitaban a tocarlo un momento, y al instante siguiente se alejaban a toda prisa, ya fuera por vergüenza, miedo o la emoción (eso Peter lo ignoraba). De manera casi inconsciente, Olson instruía a la gente para que mantuviera la calma y no se apresurara, pero la advertencia parecía innecesaria.

—Nos alegramos mucho de veros —decía todo el mundo—. Estamos muy contentos de que hayáis venido.

Esta situación se prolongó unos minutos, tiempo suficiente para que Peter empezara a sentirse agotado, las sonrisas y las caricias, las palabras repetidas de bienvenida. La idea de conocer gente nueva, no digamos ya una multitud de varios cientos, era tan nueva y extraña para él que su mente apenas podía asimilarla. Esos hombres y mujeres tenían algo infantil, pensó, con sus monos naranja deshilachados y el rostro preocupado, pero al mismo tiempo inocente, casi obediente. El afecto de la gente era innegable, y no obstante todo se le antojaba ensayado, no se trataba de una reacción espontánea, sino de algo que había sido concebido para despertar la misma respuesta que Peter había experimentado: una fascinación absoluta.

Todos esos cálculos desfilaban por su mente mientras intentaba no perder de vista a los demás, lo cual era difícil. El efecto de la avalancha de gente había sido separarles, y sólo vislumbraba de vez en cuando a los demás: el cabello rubio de Sara que sobresalía por encima de la cabeza de una mujer que llevaba un bebé, o la risa de Caleb, a quien no veía. A su derecha, un círculo de mujeres había rodeado a Mausami, que era objeto de su aprobación. Peter vio que una tocaba el estómago de Mausami.

De pronto, Olson se materializó a su lado. Lo acompañaba su hija, Mira.

—Esa chica, Amy —dijo Olson, y fue la primera vez en que Peter vio al hombre fruncir el ceño—. ¿No sabe hablar?

Amy estaba al lado de Alicia, rodeada por un grupo de niñas, que señalaban a Amy y se llevaban las manos a la boca al tiempo que reían. Mientras Peter miraba, Alicia levantó una de las muletas para alejarlas, un gesto medio en serio medio en broma que consiguió dispersarlas. Sus ojos se encontraron un momento con los de Peter. «Socorro», parecieron comunicar. Pero hasta ella estaba sonriendo.

Se volvió hacia Olson.

—Qué raro. Nunca había visto nada semejante. —Miró a su hija antes de fijarse de nuevo en Peter, quien se dio por aludido—. Por lo demás, ¿está... bien?

—¿Bien?

El hombre hizo una pausa.

—Tendrás que perdonar mi franqueza, pero una mujer capaz de engendrar hijos es un bien muy preciado. Nada es más importante, puesto que quedamos muy pocos. He visto que una de vuestras hembras está embarazada. La gente se hará preguntas.

«Vuestras hembras», pensó Peter. Una extraña elección de palabras. Miró a Mausami, que todavía estaba rodeada de mujeres. Cayó en la cuenta de que muchas estaban embarazadas también.

—Supongo.

—¿Y las demás? Sara y la pelirroja, Lish.

El interrogatorio era tan peculiar, tan inesperado, que Peter vaciló, sin saber qué decir. Pero Olson lo miraba fijamente, como si exigiera una respuesta.

—Supongo.

La respuesta pareció satisfacerlo. Olson concluyó con un brusco cabeceo, y la sonrisa regresó a sus labios.

—Bien.

«Hembras», pensó Peter de nuevo. Era como si Olson estuviera hablando de ganado. Tuvo la inquietante sensación de haber hablado demasiado, de haber sido manipulado para revelar una información crucial. Mira, parada al lado de su padre, clavaba la mirada en la multitud, que se estaba alejando. Peter cayó en la cuenta de que no había dicho ni una sola palabra.

Todo el mundo había empezado a congregarse alrededor de las mesas. El volumen de la conversación se transformó en un murmullo, a medida que pasaban la comida, cuencos de guisado que servían con un cucharón de gigantescas ollas, bandejas con pan, tarros de mantequilla y jarras de leche. Mientras Peter contemplaba la escena, todo el mundo hablando y sirviéndose, algunos ayudando a los niños, mujeres con bebés en el regazo o mamando de un seno al aire, se dio cuenta de que estaba viendo más que un grupo de supervivientes: era una familia. Por primera vez desde que abandonaran la Colonia, sintió una punzada de nostalgia por el hogar, y se preguntó si se había equivocado al sospechar. Quizá allí se encontraban verdaderamente a salvo.

Pero algo fallaba, no lo podía negar. La multitud estaba incompleta, faltaba algo. No sabía qué era, pero su ausencia, a un nivel casi consciente, parecía más profunda cuanto más miraba. Vio que Alicia y Amy estaban con Jude, quien las acompañaba hacia sus asientos. Erguido en toda su estatura con sus botas de cuero (casi todo el mundo iba descalzo), el hombre daba la impresión de que se alzaba sobre ellas a una gran altura. Mientras Peter miraba, Jude se inclinó sobre Alicia, le tocó un brazo y le dijo algo al oído. Ella respondió con una carcajada.

Esos pensamientos fueron interrumpidos cuando Olson apoyó la mano sobre el hombro de Peter.

—Espero que decidáis quedaros con nosotros —dijo—. Todos lo deseamos. La unión hace la fuerza.

—Tendremos que hablarlo —logró articular Peter.

—Por supuesto —dijo Olson, dejando la mano donde estaba—. No hay prisa. Tomaos todo el tiempo que necesitéis.

49

Era sencillo. No había adolescentes.

O casi. Alicia y Hollis afirmaban haber visto una pareja. Pero cuando Peter los interrogó más a fondo, ambos se vieron obligados a confesar que no estaban seguros de haberlos vistos o no. Con el pelo corto que llevaban todos los Pequeños, era difícil afirmarlo, y no habían visto niños mayores.

Era la tarde del cuarto día, y Michael despertó por fin. Los cinco se habían reunido en la más grande de las dos cabañas. Mausami y Amy estaban en la de al lado. Peter y Hollis acababan de regresar de su excursión a los campos con Olson. El auténtico propósito de la excursión había sido echar un segundo vistazo al perímetro, porque habían decidido marchar en cuanto Michael se valiera por sí mismo. Era absurdo decírselo a Olson. Aunque Peter admitía que aquel hombre le caía bien, y no encontraba motivos para desconfiar de él, en el Refugio había demasiadas cosas que no cuadraban, y los acontecimientos de la noche anterior habían conseguido que Peter se sintiera más inseguro que nunca con respecto a las intenciones de Olson. Éste había pronunciado un breve discurso de bienvenida, pero a medida que avanzaba la noche, Peter había empezado a considerar opresivo (e incluso inquietante) el afecto vacío de la muchedumbre. La uniformidad de la gente era excesiva, y por la mañana Peter no pudo recordar a nadie en particular: todos los rostros y voces parecían confundirse en su mente. Ni una persona, recordó, había hecho ni una sola pregunta sobre la Colonia, o sobre cómo habían llegado allí, un hecho que, cuantas más vueltas le daba, más ilógico le parecía. ¿No sería lo más natural interesarse por otro poblado? ¿Preguntarles sobre su viaje y lo que habían visto? Era como si Peter y los demás se hubieran materializado de la nada. Para empezar, ninguno de ellos le había dicho cómo se llamaba.

Tendrían que robar un vehículo; todos se mostraron de acuerdo al respecto. El combustible era el siguiente interrogante. Seguirían la vía del tren hacia el sur, en busca del depósito de combustible, o si tenían bastante, volverían hacia el aeropuerto de Las Vegas, antes de desviarse hacia el norte de nuevo por la autopista 15. Probablemente, los seguirían. Peter dudaba de que Olson se desprendiera de una camioneta sin luchar. Para evitarlo, se dirigirían hacia el oeste, atravesando el polígono de pruebas, pero sin carreteras ni ciudades, Peter dudaba de conseguirlo, y si el terreno era parecido al de los alrededores del Refugio, no era el tipo de lugar donde le gustaría quedarse tirado.

Quedaba la cuestión de las armas. Alicia creía que tenía que haber un arsenal en alguna parte (desde el principio había mantenido que las armas que veían estaban cargadas, dijera lo que dijera Olson), y se había esforzado por tantear a Jude al respecto la noche anterior. Jude no se había separado de ella en toda la noche (del mismo modo que Olson se había pegado a Peter), y por la mañana la había acompañado en una furgoneta para enseñarle el resto del recinto. A Peter no le hizo gracia, pero debían aprovechar cualquier oportunidad de obtener información, y hacerlo de una forma que no fuera detectada. Pero si había un arsenal, Jude no había dicho nada. Tal vez Olson estaba diciendo la verdad, pero no podían correr ese riesgo. Y aunque la dijera, las armas que llevaban consigo tenían que estar en alguna parte. Según las cuentas de Peter, tres rifles, nueve cuchillos, al menos seis cargadores y la última granada.

—¿Y la prisión? —sugirió Caleb.

Peter ya lo había pensado. Con sus muros propios de una fortaleza, parecía el lugar idóneo para ocultar algo. Pero hasta el momento, ninguno se había acercado lo suficiente para ver si era factible entrar. En la práctica, el lugar parecía abandonado, tal como Olson había dicho.

—Creo que deberíamos esperar a que oscurezca para reconocer el terreno —dijo Hollis—. De otro modo, no podremos estar seguros de a qué nos enfrentamos.

Peter se volvió hacia Sara.

—¿Cuánto tiempo crees que falta para que Michael pueda viajar?

Ella frunció el ceño, vacilante.

—Ni siquiera sé lo que le pasa. Puede que fuera un golpe de calor, pero no lo creo.

Ya había expresado aquellas reservas con anterioridad. Sara había dicho que un golpe de calor lo bastante fuerte como para causarle una apoplejía lo habría matado casi con toda seguridad, porque eso supondría que el cerebro se le hubiese hinchado. Como consecuencia, se produciría una pérdida de conciencia, pero ahora que estaba despierto no había detectado la menor señal de lesiones cerebrales. El habla y la coordinación motriz eran correctas. Sus pupilas eran normales y reaccionaban a los estímulos. Era como si se hubiera sumido en un sueño profundo, pero por lo demás normal, del cual se hubiera despertado al fin.

—Aún está muy débil —continuó Sara—. En parte, se debe a la deshidratación, pero es posible que no podamos moverlo hasta dentro de dos días, quizá más.

Alicia se dejó caer en su catre con un gemido.

—No creo que pueda aguantar esto tanto tiempo.

—¿Cuál es el problema?

—Jude es el problema. Ya sé que tenemos que seguirles la corriente, pero me estoy preguntando hasta dónde puedo llegar.

Estaba claro lo que quería decir con aquello.

—¿Crees que puedes..., no sé, mantenerlo a raya?

—No te preocupes por mí. Sé cuidar de mí misma. Pero no le va a gustar. —Hizo una pausa. De repente dudaba—. Hay algo más, que no tiene nada que ver con Jude. Ni siquiera estoy segura de si debo sacarlo a colación. ¿Alguien se acuerda de Liza Chou?

Peter sí, al menos del nombre. Liza era la sobrina de Old Chou. Su familia y ella, un hermano y los padres, habían desaparecido la Noche Oscura, asesinados o secuestrados, no se acordaba. Peter recordaba a Liza vagamente, de los días que habían pasado juntos en el Asilo. Era una de las niñas mayores, una adulta para él.

—¿Qué pasa con ella? —preguntó Hollis.

Alicia vaciló.

—Creo que la he visto hoy.

—Eso es imposible —resopló Sara.

—Sé que es imposible. Todo en este lugar es imposible. Pero Liza tenía una cicatriz en la mejilla, de eso me acuerdo. Un accidente, no recuerdo qué fue. Y era la misma cicatriz.

Peter se inclinó hacia adelante. Esta nueva información parecía importante, parte de una pauta emergente que su mente aún no podía discernir.

—¿Dónde fue?

—En las vaquerizas. Estoy bastante segura de que ella también me vio. Jude estaba conmigo, no podía alejarme. Cuando volví a mirar, ya había desaparecido.

Era concebible, supuso Peter, que hubiera escapado y acabado allí. Pero ¿cómo podía una muchacha de la edad que tenía Liza en aquel tiempo recorrer una distancia tan grande?

—No lo sé, Lish. ¿Estás segura?

—No, no estoy segura. No tuve la oportunidad de asegurarme. Sólo estoy diciendo que se parecía un montón a Liza Chou.

—¿Estaba embarazada? —preguntó Sara.

Alicia pensó durante un momento.

—Ahora que lo pienso, sí. Lo estaba.

—Hay muchas mujeres embarazadas —intervino Hollis—. Es lógico, ¿no? Un Pequeño es un Pequeño.

—Pero ¿sin adolescentes? —continuó Sara—. Y si hay tantas mujeres embarazadas, ¿no tendría que haber más niños?

—¿No los hay? —preguntó Alicia.

—Bien, eso pensaba yo también, pero anoche no conté más de media docena. Y todos los niños que veo parecen iguales.

—Hollis, dijiste que había chicos por ahí —dijo Peter.

El hombretón asintió.

—Juegan en la pila de neumáticos.

—Ve a comprobarlo, Zapatillas.

Caleb se levantó del catre y se acercó a la puerta, que abrió unos centímetros.

—Deja que lo adivine —dijo Sara—. El de los dientes torcidos y su amiga, la rubita.

Caleb se volvió desde la puerta.

—Tiene razón. Son los que están ahí.

—Es lo que os estaba diciendo —insistió Sara—. Siempre son los mismos. Es como si estuvieran siempre allí para que pensáramos que hay más de los que existen.

—¿De qué estamos hablando? —intervino Alicia—. De acuerdo, lo de los chicos es raro. Pero esto... No sé, Sara...

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