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Authors: Justin Cronin

El pasaje (98 page)

—¿Sí? ¿Qué le pasa?

Michael se lo devolvió con un encogimiento de hombros.

—Yo no veo nada raro.

Gus miró a Billie con el ceño fruncido.

—Tiene razón.

—Ya te lo dije.

—Ella dice que entiendes de sistemas eléctricos. Árboles de cables, generadores y unidades de controladores.

Michael volvió a encogerse de hombros. No tenía ganas de hablar demasiado, pero algo, algún instinto, le decía que podía confiar en aquel par. No le habían llevado hasta allí para nada.

—Déjame ver que tenéis.

Se encaminaron hacia el cobertizo cruzando las vías. Michael oyó dentro el estruendo de generadores portátiles, el ruido metálico de herramientas. Entraron por la misma puerta de la que había salido el hombre. El interior del cobertizo era inmenso, y el espacio estaba iluminado por focos montados sobre altos postes. Unos hombres cubiertos con monos grasientos estaban trabajando.

Lo que Michael vio le hizo parar en seco.

Era un tren. Una locomotora diésel. Y no se trataba de una reliquia oxidada. Daba la impresión de que el maldito trasto era capaz de funcionar. Estaba recubierta de una plancha protectora metálica de unos dos centímetros de acero de espesor. Un gigantesco arado sobresalía de la parte delantera. Había más planchas de acero clavadas sobre el parabrisas, dejando sólo una rendija de cristal para que el conductor tuviera algo de visibilidad. Detrás había tres compartimentos cuadrados.

—Todos los elementos mecánicos y neumáticos funcionan —dijo Gus—. Cargamos las baterías de 8 voltios utilizando los portátiles. El problema es el árbol de cables. No podemos extraer suficiente corriente de las baterías.

La sangre corría acelerada por las venas de Michael. Tomó aliento para calmarse.

—¿Tenéis los planos?

Gus lo guió hasta un escritorio improvisado donde había extendido los planos, anchas hojas de papel quebradizo cubierto de tinta azul. Michael los examinó.

—Esto es un laberinto —dijo al cabo de un momento—. Podría tardar en localizar el problema.

—No nos quedan semanas —contestó Billie.

Michael alzó los ojos para mirarlos.

—¿Desde cuándo trabajáis en esto?

—Cuatro años —dijo Gus—. Lo tomas o lo dejas.

—¿De cuánto tiempo dispongo?

Billie y Gus intercambiaron una mirada de preocupación.

—Unas tres horas —dijo Billie.

53

—Theo.

Se encontraba en la cocina de nuevo. El cajón estaba abierto, el cuchillo brillaba dentro. Descansando en el cajón como un bebé en su cuna.

—Ánimo, Theo. Ya te lo he dicho, lo único que tienes que hacer es levantarlo y clavárselo. Si se lo clavas, todo terminará.

La voz. La voz que sabía cómo se llamaba, que parecía reptar dentro de su cabeza, al despertarse y al dormirse. Parte de su mente estaba en la cocina, mientras otra se encontraba en la celda, la celda donde llevaba encerrado días y días, combatiendo el sueño, combatiendo la pesadilla.

—¿Tan difícil es, joder? ¿Es que no me he expresado con claridad?

Abrió los ojos. La cocina se había desvanecido. Estaba sentado en el borde del catre. La celda, con su puerta y el agujero apestoso que engullía su pipí y su mierda. Quién sabía qué hora era, qué día, qué mes, o qué año. Siempre había estado allí.

—¿Me estás escuchando, Theo?

Se humedeció los labios, que sabían a sangre. ¿Se habría mordido la lengua?

—¿Qué quieres?

Un suspiro al otro lado de la puerta.

—Debo decir, Theo, que me has impresionado. Nadie aguanta así. Creo que estás batiendo un récord.

Theo no dijo nada. ¿De qué iba a servir? La voz nunca contestaba a sus preguntas. Si es que existía la voz. A veces, pensaba que eran imaginaciones suyas.

—Seguro —continuó la voz—. En algunos casos, podría decirse que cuesta un huevo apuñalar a la vieja bruja. —Una risita oscura, como algo procedente del fondo de un pozo—. Créeme, he visto a gente hacer cosas horripilantes.

Theo pensó en cuán terrible era la manera en que la falta de sueño podía afectarte. Si aguantabas lo bastante, tu mente se ponía en pie y empezaba a pasear día tras día tras día, por cansado que te sintieras. Hacías abdominales y flexiones sobre el duro suelo de piedra hasta que los músculos te ardían, y luego te arañabas, te abofeteabas y te arrancabas la piel con las uñas ensangrentadas para mantenerte despierto. Al cabo de poco tiempo ya no sabías si estabas despierto o dormido. Todos los sentidos se confundían. Era una sensación como de dolor, pero peor, pues no era un dolor corporal. El dolor era la mente y la mente eras tú. Tú eras el dolor.

—Hazme caso, Theo. No creo que quieras pasar por eso. No fue una historia con final feliz.

Notó que su conciencia se rendía de nuevo, y llevaba al sueño. Se hundió las uñas en la palma de la mano. «Mantente-despierto-Theo.» Porque sabía que existía algo peor que mantenerse despierto.

—Tarde o temprano, todo el mundo se rinde, Theo, ya te lo he dicho.

—¿Por qué utilizas mi nombre?

—¿Perdón? Theo, ¿me preguntabas algo?

Tragó saliva, y notó de nuevo el sabor de la sangre, el mal aliento de su boca. Tenía la cabeza apoyada en las manos.

—Mi nombre. No paras de utilizarlo.

—Sólo intento llamar tu atención. No eres tú mismo desde hace bastantes días, si no te importa que lo diga.

Theo no dijo nada.

—Muy bien —prosiguió la voz—. No quieres que utilice tu nombre. No sé por qué, pero lo asumo. Cambiemos de tema. ¿Qué opinas de Alicia? Porque creo que esa chica es especial.

¿Alicia? ¿La voz estaba hablando de Alicia? No era posible. Pero nada lo era, ésa era la cuestión. La voz siempre estaba diciendo cosas imposibles.

—Por la forma en que la describiste, pensaba que era Mausami —continuó la jovial voz—. Cuando sostuvimos nuestra pequeña conversación. Estaba razonablemente convencido de que mis gustos se inclinarían por ella. Pero las pelirrojas me ponen a cien.

—No sé de qué me hablas. Ya te lo he dicho. No conozco a nadie que se llame así.

—Qué suerte tienes, Theo. ¿Intentas decirme que también te tiras a Alicia? ¿En el estado en que se halla Mausami?

Tuvo la impresión de que la celda se inclinaba.

—¿Qué has dicho?

—Oh, lo siento. ¿No me has oído? Me sorprende que no te lo dijera. Tu Mausami, Theo. —La voz adoptó un tono cantarín—. Lleva un pastelito en el horno.

Estaba intentando concentrarse. Aislar las palabras para extraer su significado. Pero tenía el cerebro pesado, muy pesado, como una enorme piedra resbaladiza sobre la cual continuaban patinando las palabras.

—Lo sé, lo sé —continuó la voz—. A mí también me sorprendió. Pero volvamos a Lish. Si no te importa que te lo pregunte, ¿qué aspecto tiene? Creo que es un coñazo de tía. ¿Qué opinas, Theo? Corrígeme si me equivoco.

—No... lo sé. Deja de utilizar mi nombre.

Una pausa.

—De acuerdo. Como quieras. Probemos un nombre nuevo, ¿eh? ¿Qué te parece Babcock?

Su mente sintió algo parecido a un rechinar de dientes. Creyó que iba a vomitar. Y lo habría hecho si hubiera tenido algo en el estómago.

—Ya estamos llegando a algo. Conoces a Babcock, ¿verdad, Theo?

Eso era lo que había al otro lado, al otro lado del sueño. Uno de los Doce. Babcock.

—¿Qué... es?

—Vamos, eres un chico listo. ¿De veras no lo sabes? —Una pausa expectante—. Babcock... eres tú.

«Yo soy Theo Jaxon —pensó, repitiendo las palabras en su mente como una oración—. Yo soy Theo Jaxon, yo soy Theo Jaxon. Hijo de Demetrius y Prudence Jaxon. Primera Familia. Yo soy Theo Jaxon.»

—Él es tú. Él es yo. Él es todos, al menos por estos pagos. Me gusta pensar que es como nuestro dios local. No como los dioses antiguos. Un dios nuevo. Un sueño de dios que todos soñamos juntos. Repítelo conmigo, Theo. «Yo-soy-Babcock.»

«Soy Theo Jaxon. Soy Theo Jaxon. No estoy en la cocina. No estoy en la cocina con el cuchillo.»

—Cierra el pico, cierra el pico —suplicó—. Todo lo que dices es absurdo.

—Dale que dale otra vez, intentando encontrar un significado a todo. Debes dejarlo correr, Theo. Este viejo mundo nuestro hace cien años que carece de sentido. Babcock no tiene sentido. Babcock es, así de sencillo. Como los Nosotros. Como los Muchos.

Las palabras llegaron a los labios de Theo.

—Los Muchos.

La voz estaba más aplacada ahora. Flotó hacia él desde detrás de la puerta en oleadas de suavidad, invitándolo a dormir. A dejarlo correr y dormir.

—Exacto, Theo. Los Muchos. Los Nosotros. Los Nosotros de Babcock. Tienes que hacerlo, Theo. Tienes que ser un buen chico, cerrar los ojos y coser a puñaladas a esa vieja bruja.

Estaba cansado, muy cansado. Era como si se estuviera fundiendo desde fuera, el cuerpo licuándose a su alrededor, alrededor de la única y abrumadora necesidad de cerrar los ojos y dormir. Tenía ganas de llorar, pero ya no le quedaban lágrimas. Quería suplicar, pero no sabía qué. Intentó pensar en el rostro de Mausami, pero sus ojos se habían cerrado de nuevo. Había permitido que sus párpados descendieran, y estaba cayendo, cayendo en el sueño.

—No es tan malo como crees. Al principio te resistirás un poco. A la vieja aún le quedan agallas, eso lo admito. Pero al final, ya verás.

La voz estaba encima de él, flotaba a través de la cálida luz amarillenta de la cocina. El cajón, el cuchillo. El calor y el olor y la opresión en su pecho, el silencio que ahogaba su garganta, el punto blando de su cuello en que la voz sacudía los rollos de carne. «Te lo digo yo, ese chico no sólo es mudo. Se ha quedado sin habla.» Theo extendía la mano hacia el cuchillo, tenía el cuchillo en la mano.

Pero ahora había aparecido un nuevo personaje en el sueño. Una niña. Estaba sentada a la mesa y sostenía sobre el regazo un objeto pequeño de aspecto blando: un animal de peluche.

—Éste es Peter —dijo la voz de la niña, sin mirarlo—. Es mi conejo.

—Ése no es Peter. Yo conozco a Peter.

Pero no era una niña, sino una hermosa mujer, alta y adorable, con trenzas de pelo negro que se curvaban como manos ahuecadas alrededor de su rostro, y Theo ya no estaba en la cocina. Estaba en la biblioteca, en aquella terrible estancia que olía a muerte, con las filas de catres bajo las ventanas, y en cada catre el cadáver de un niño, y los virales se acercaban. Estaban subiendo las escaleras.

—No lo hagas —dijo la chica, que ahora era una mujer. La mesa de la cocina a la que estaba sentada se había desplazado hasta la biblioteca, y Theo vio que no era hermosa. En su lugar se sentaba una anciana, marchita y desdentada, su pelo de un blanco espectral.

—No la mates, Theo.

«No.»

Despertó sobresaltado, y el sueño estalló como una burbuja.

—No... lo haré.

La voz se convirtió en un rugido.

—Maldita sea, ¿crees que esto es un juego? ¿Crees que puedes decidir el desenlace?

Theo no dijo nada. ¿Por qué no le mataban de una vez?

—Muy bien, socio. A tu aire. —La voz exhaló un profundo suspiro de decepción—. Tengo noticias para ti. No eres el único huésped de este hotel. Creo que no te va a gustar nada la siguiente parte. —Theo oyó que las botas arañaban el suelo, se volvían para marchar—. Esperaba más de ti, pero supongo que da igual. Porque vamos a apoderarnos de ellos, Theo. De Maus, de Alicia y del resto.

Sea como sea, nos apoderaremos de todos.

54

Peter se dio cuenta de que era luna nueva, mientras avanzaban en la oscuridad. Era luna nueva, y no había ni un alma a la vista.

Burlar a los guardias había sido la parte fácil. Fue Sara quien había trazado el plan. «Dejemos que lo haga Lish», había dicho, al tiempo que salía por la puerta en dirección al otro lado de la plaza, hacia los dos hombres, Hap y Leon, apostados junto a un barril de pólvora, que la vieron acercarse. Se plantó entre ellos y la puerta de la cabaña. Siguió una breve negociación. Hap, el más pequeño, dio media vuelta y se alejó. Sara se pasó una mano por el pelo. La señal. Hollis salió, se agachó a la sombra del edificio, y después Peter. Dieron un rodeo hacia la parte norte de la plaza y ocuparon posiciones en el callejón. Un momento después, Sara apareció, seguida del guardia restante, cuyos pasos apresurados les revelaron lo que ella le había prometido. Cuando pasó ante ellos, Hollis saltó de su escondite, detrás de un barril vacío, blandiendo la pata de una silla.

—Eh —dijo Hollis, y dio un golpe tan fuerte al hombre llamado Leon que éste se fundió.

Arrastraron el cuerpo al callejón. Hollis lo registró. Sujeto a la pierna del hombre, en una funda de cuero, oculto bajo el mono, había un revólver de cañón corto. Caleb apareció con un rollo de hilo para tender la colada. Ataron los pies y manos del hombre, y le embutieron un trapo en la boca.

—¿Está cargado? —preguntó Peter.

Hollis había abierto el tambor.

—Tres balas.

Lo cerró con un movimiento de muñeca y entregó el arma a Alicia.

—Peter, creo que esos edificios están vacíos —dijo.

Era verdad. No se veía ninguna luz.

—Será mejor que nos demos prisa.

Se acercaron a la prisión desde el sur, atravesando un campo vacío. Hollis creía que la entrada del edificio se hallaba situada al otro lado, de cara a la puerta principal del recinto. Dijo que había una especie de túnel, con la entrada de piedra arqueada y encajada en la pared. Probarían por allí en caso necesario, pero se hallaba a plena vista de las torres de observación. El plan consistía en descubrir una forma menos arriesgada de entrar. Las furgonetas y camionetas estaban cobijadas en un garaje del lado sur del edificio. Lo lógico sería que Olson y sus hombres guardaran juntos sus vehículos, y en cualquier caso, tenían que mirar primero en algún sitio.

El garaje estaba cerrado, las puertas bajadas y protegidas con un pesado candado. Peter miró por una ventana, pero no vio nada. Detrás del garaje había una larga rampa de hormigón que conducía a una plataforma, con un saliente y un par de puertas metálicas empotradas en el muro de la prisión. Una mancha oscura ascendía por el centro de la rampa. Peter se arrodilló y la tocó. Sus dedos se humedecieron. Los acercó a la nariz: aceite de motor.

Las puertas carecían de tiradores, y no había ningún mecanismo que las abriera. Los cinco formaron una hilera y apretaron las manos contra la lisa superficie, en un intento de levantarlas. No encontraron una gran resistencia, tan sólo el peso de las puertas, que eran demasiado pesadas como para levantarlas sin algún asidero. Caleb bajó por la rampa en dirección al garaje. Un estruendo de cristales y regresó un momento después, provisto de una palanca para desmontar neumáticos.

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