Authors: Justin Cronin
Nos cargaron en los autobuses. Todo me parecía diferente con Terrence a mi lado. Me prestó su almohada y me quedé dormida con la cabeza apoyada sobre él. De modo que no puedo decir durante cuánto tiempo estuvimos en los autobuses, aunque no creo que fuera más de un día. Entonces, antes de darme cuenta, Terrence estaba diciendo: «Despierta, Ida, ya hemos llegado, despierta», y al instante noté que el aire olía diferente. Otros soldados nos ayudaron a bajar, y por primera vez vi los muros, y las luces encima de nosotros, que se alzaban sobre los postes, aunque era de día y aún no estaban encendidas. El aire era fresco y luminoso, y tan frío que todos nos pusimos a dar patadas en el suelo, estremecidos. Había ejército por todas partes, y camiones de la FEMA de todos los tamaños llenos de todo tipo de cosas, comida, armas, papel higiénico y ropa, y algunos animales, ovejas, cabras, caballos y pollos enjaulados, e incluso algunos perros. Los Vigilantes nos pusieron en fila como habían hecho antes, tomaron nuestros nombres, nos dieron ropa limpia y nos condujeron al Asilo. La sala que nos asignaron es la que casi todo el mundo conoce, donde todos los Pequeños duermen hasta el día de hoy. Elegí un catre al lado de Terrence y le hice la pregunta que me obsesionaba: «¿Qué es este lugar, Terrence? Tu padre te lo habrá dicho si construyó el tren». Y Terrence se quedó callado un momento y dijo: «A partir de ahora viviremos aquí. Las luces y las murallas nos mantendrán a salvo. A salvo de los brincos, a salvo de todo hasta que la guerra termine. Es como la historia de Noé, y esto es el arca». Le pregunté: «¿Qué arca, de qué estás hablando? ¿Volveré a ver a mi mamá y a mi padre?», y él dijo: «No lo sé, Ida. Pero yo cuidaré de ti, tal como te he dicho». Sentada en la cama del otro lado había una niña que no era mayor que yo, y que no paraba de llorar, y Terrence se acercó a ella y dijo en voz baja: «¿Cómo te llamas? También cuidaré de ti, si quieres», y ella paró de llorar. Era una belleza, estaba más claro que el agua, incluso sucia y exhausta como todos los demás. Tenía una carita de lo más dulce y el pelo tan rubio y lacio como el de un bebé. Asintió y contestó, sí: «Hazlo, por favor, y si no es mucha molestia, cuida también de mi hermano». Y esa chica, Lucy Fisher, se convirtió en mi mejor amiga y Terrence se casó con ella más adelante. Su hermano era Rex, una cosita tan bonita como Lucy, pero en chico, y supongo que ya habrán adivinado que los Fisher y los Jaxon han estado relacionados de una u otra forma desde entonces.
Nadie me dijo que mi trabajo consistiría en recordar todas estas cosas, pero tengo la impresión de que, si no me hubiera puesto manos a la obra, todas se habrían olvidado a estas alturas. No la forma en que acabamos aquí, sino aquel mundo, el mundo del Tiempo de Antes. Comprar guantes y una bufanda por Navidad y recorrer la manzana con mi padre para ir a comprar hielo y sentarse ante una ventana una noche de verano para mirar las estrellas encenderse. Todos están muertos ya, claro, los Primeros. Algunos llevan tanto tiempo muertos, o secuestrados, que nadie se acuerda ya de sus nombres. Cuando pienso en aquellos días no siento tristeza. Sí la siento por la gente desaparecida, como Terrence, que fue secuestrado con veintisiete años, y Lucy, que murió al dar a luz poco después, y Marie Chou, que vivió bastante, pero falleció de una manera que no recuerdo ahora. Apendicitis, creo que era, o cáncer. Lo que cuesta más es pensar en los que se dieron por vencidos, como hicieron muchos a lo largo de los años. Los que se quitaron la vida, por preocupación, tristeza o porque ya no soportaban el peso de aquella vida. Con ellos sueño. Pues dejaron el mundo sin terminar y ni siquiera saben que se han ido. Pero supongo que sentir eso se debe a ser viejo, con un pie aquí y otro allá, todo mezclado en la mente. No queda nadie que conozca mi nombre. La gente me llama Tía, porque nunca pude tener hijos, y supongo que me sienta a la medida. A veces, es como si llevara tanta gente dentro de mí que nunca estoy sola. Y cuando me vaya, me los llevaré conmigo.
Los centinelas nos dijeron que el ejército volvería con más niños y soldados, pero no lo hicieron. Los camiones y autobuses se marcharon, y cuando cayó la oscuridad cerraron las puertas, y entonces se encendieron las luces, brillantes como el día, tan brillantes que ocultaron las estrellas. Era digno de verse. Terrence y yo habíamos salido a mirar, los dos temblando de frío, y supe entonces que había dicho la verdad. Era allí donde viviríamos a partir de aquel momento. Estuvimos juntos, la Primera Noche, cuando las luces se encendieron y las estrellas desaparecieron. Y en todos los años transcurridos desde entonces, años y años y años, nunca he vuelto a ver aquellas estrellas, ni una sola vez.
En una noche de verano, durante las últimas horas de su antigua vida, Peter Jaxon (hijo de Demetrius y Prudence Jaxon, de las Primeras Familias; descendiente de Terrence Jaxon, signatario de la Ley Única; bisnieto de la mujer conocida como Tía, la Última de los Primeros; Pescador de Almas, el Hombre de los Días y El Que Aguantó) ocupó su puesto en la pasarela que corría sobre la Puerta Principal, a la espera de matar a su hermano.
Tenía veintiún años, y era centinela, alto aunque no creía que lo fuera, de rostro estrecho, frente despejada, dientes fuertes y la piel del color de la miel tardía. Había heredado los ojos de su madre, verdes con motas doradas. Su pelo, que era el pelo de los Jaxon, áspero y oscuro, lo llevaba retirado de la frente al estilo de la Guardia, sujeto en la base del cráneo con una sola cinta de cuero. Una red de delgadas arrugas se proyectaba desde el rabillo de sus ojos, que escudriñaban la luz amarillenta. En el margen de su sien izquierda asomaba una sola franja gris. Llevaba unos pantalones de tercera mano, con refuerzos en las rodillas y el fondillo, y sujeto a su esbelta cintura un jersey de lana mullida, bajo el cual sentía la capa de sudor sucio que irritaba su piel. Había cogido los pantalones del almacén tres estaciones antes, en Comercio y Manufacturas. Le habían costado un octavo. Había regateado con Walt Fisher a partir de un cuarto, un precio ridículo por un par de pantalones, pero Walt hacía las cosas así, el precio nunca era el precio, y las perneras eran demasiado largas, le venían un palmo grandes, se amontonaban sobre sus pies, calzados con sandalias de lona cortada y neumáticos viejos. Siempre llevaba sandalias cuando hacía calor, o bien iba descalzo, y reservaba su par de botas buenas para el invierno. Apoyada en ángulo contra el borde de la muralla, descansaba su arma, una ballesta. De su cintura, en su funda de piel blanda, colgaba un cuchillo.
Peter Jaxon, de veintiún años, miembro de la Guardia. Caminaba por la muralla como habían hecho su hermano, su padre, y el padre de su padre. Preparado para servir a la Misericordia.
Era el día 63 del verano. Los días todavía eran largos y secos bajo amplios cielos azules, y el aire transportaba el aroma de enebros y pinos. El sol se alzaba dos palmos. El primer toque nocturno había sonado en el Asilo, convocando al turno de noche a la muralla y llamando al rebaño que se hallaba en el Campo de Arriba. La plataforma sobre la que se alzaba (una de las 15 distribuidas a lo largo de la pasarela que circunvalaba la parte superior de la muralla) era conocida como plataforma de tiro 1. Por lo general estaba reservada al comandante de la Guardia, Soo Ramírez, pero esa noche no. Esa noche, así como cada una de las seis últimas noches, era sólo para Peter. Cinco metros cuadrados, rodeada por una red colgante de cable de acero. A la izquierda de Peter, con una altitud de unos treinta metros, se alzaba uno de los doce ensamblajes de luces, hileras de bombillas de vapor de sodio que formaban una parrilla, apagadas ahora en el ocaso del día. A su derecha, suspendida sobre las redes, estaba la grúa con su bloque, aparejo y cuerdas. Peter la utilizaría para descender a la base de la muralla, en el caso de que su hermano regresara.
Detrás de él, formando una confortable nube de ruido, olores y actividad, se hallaba la Colonia en sí, sus casas, establos, campos, invernaderos y cañadas. Era el lugar donde Peter había vivido siempre. Incluso ahora, vuelto hacia el rebaño que volvía a casa, podía recorrer de memoria cada metro de ella, un plano mental tridimensional con acompañamiento sensorial completo: el Sendero Largo desde la puerta al Asilo, que pasaba por delante del arsenal con su música de martillos sobre metal y el calor del horno; los campos con sus hileras de trigo y judías, las espaldas de los trabajadores inclinadas sobre la tierra negra, mientras labraban y cavaban, y colindantes con los huertos, los invernaderos, el interior oculto por una niebla húmeda; el Asilo, con sus ventanas enladrilladas y filas de alambradas que no conseguían apagar las voces de los Pequeños que jugaban en el patio; el Solárium, una ancha plaza semicircular de losas calcinadas por el sol, donde se celebraban los días de mercado y las asambleas abiertas del Hogar; los corrales, establos, pastos y gallineros, donde destacaban los sonidos y olores de los animales; el almacén, donde Walt Fisher presidía los estantes abarrotados de ropa, comida, herramientas y combustible; la granja, los telares, la central depuradora y el zumbante colmenar; el antiguo aparcamiento de caravanas, donde ya no vivía nadie, y al otro lado, dejando atrás las últimas casas del Barrio Norte y la nave de Maquinaria Pesada, en la base del Cortacircuitos que hay entre la muralla septentrional y la oriental, en una zona de sombras perpetuas, la hilera de baterías, tres bultos grises de metal zumbante envuelto en rollos de cable y tubería, que todavía descansaban sobre las ruedas hundidas de los semirremolques que los habían subido montaña arriba en el Tiempo de Antes.
El rebaño había llegado a la loma. Peter lo contempló desde arriba mientras se acercaba, una masa que balaba y avanzaba a trompicones, como un líquido que ascendiera la colina, seguida por los jinetes, seis en total, alzados sobre sus monturas. El rebaño atravesó al unísono el hueco del cortafuegos, y sus cascos levantaron una nube de polvo. Cuando los jinetes pasaron bajo su puesto, cada uno saludó a Peter con un cabeceo, tal como habían hecho las seis últimas noches.
No intercambiaron palabras. Peter sabía que hablar a alguien que esperaba con la misión de dispensar la Misericordia daba mala suerte.
Uno de los jinetes se desvió: Sara Fisher. Era enfermera, y la propia madre de Peter la había instruido en el oficio. Pero al igual que mucha gente, tenía más de un trabajo. Y la constitución de Sara era ideal para montar a caballo: esbelta pero fuerte, con una presencia física atenta en la silla, y un estilo ágil y veloz con las riendas. Iba vestida, como todos los jinetes, con un jersey holgado sujeto a la cintura sobre mallas de tela vaquera. El pelo, rubio y largo hasta los hombros, estaba peinado hacia atrás, y un solo mechón oscilaba sobre sus ojos, hundidos y oscuros. Un protector de cuero le envolvía el brazo izquierdo desde el codo a la muñeca. El arco, de un metro de largo, iba cruzado en diagonal sobre su espalda, como una sola ala que se agitara. Decían que su caballo, un ejemplar castrado de quince años conocido como
Dash
, la prefería por encima de los demás, de modo que erguía las orejas y meneaba la cola si alguien intentaba montarlo. Pero a Sara no. Bajo la autoridad de Sara se movía con una elegancia receptiva, y daba la impresión de que caballo y amazona compartían los pensamientos, hasta transformarse en un solo ser.
Mientras Peter miraba, ella atravesó de nuevo la puerta, a contracorriente, y salió a terreno descubierto. Peter descubrió el motivo: un solo cordero, una cría nacida a finales de primavera, se había desviado de su camino, atraído por una parcela de hierba de verano que había nada más cruzar el cortafuegos. Sara dirigió su caballo hacia el diminuto animal, descabalgó y con un hábil movimiento colocó al animal de espaldas y ató sus patas tres veces. Los últimos miembros del rebaño estaban cruzando la puerta, una ola de caballos, ovejas y jinetes que se encaminaban hacia los rebaños, siguiendo la curva de la muralla occidental. Sara se incorporó y alzó la cabeza hacia el lugar donde Peter estaba parado sobre la pasarela. Sus ojos se encontraron un momento sobre el espacio. En cualquier otra ocasión, pensó que ella habría sonreído. Mientras Peter miraba, Sara abrazó el cordero contra el pecho y lo depositó sobre la grupa del caballo, sujetándolo con mano firme mientras se volvía en la silla. Sus ojos se encontraron por segunda vez, el tiempo suficiente para comunicar una frase: «Yo también espero que Theo no venga». A continuación, y antes de que Peter pudiera meditar sobre el mensaje, Sara espoleó al caballo, atravesó la puerta y lo dejó solo.
Peter se preguntó por qué lo hacían, como había hecho todas las noches desde que empezara la guardia. ¿Por qué volvían a casa los que habían sido secuestrados? ¿Qué fuerza alimentaba el misterioso impulso de regresar? ¿Un último recuerdo melancólico de la persona que había sido? ¿Volvían para despedirse? Decían que un viral era un ser sin alma. Cuando Peter cumplió ocho años y lo dejaron salir del Asilo, fue Profesora, cuyo trabajo consistía en eso, quien se lo había explicado todo. En la sangre de aquel ser moraba un bicho diminuto, llamado virus, que le robaba el alma. El virus penetraba a través de una mordedura, por lo general en el cuello, aunque no siempre, y una vez se instalaba dentro de una persona, el alma desaparecía y dejaba el cuerpo atrás, condenado a caminar sobre la tierra para siempre. La persona que era antes ya no existía. Eran las verdades del mundo, la única verdad de la que se derivaban todas las demás verdades. Era como si Peter se estuviera preguntando qué provocaba la caída de la lluvia. Y no obstante, parado en la pasarela mientras descendía el ocaso (la séptima y última noche de la Misericordia, después de la cual su hermano sería declarado muerto, su nombre grabado en la Lápida, sus pertenencias trasladadas al almacén para ser zurcidas, reparadas y redistribuidas en Comercio y Manufacturas), pensó en ello. ¿Por qué regresaban los virales si no tenían alma?
El sol se alzaba un palmo sobre el horizonte, y estaba precipitándose velozmente hacia la línea ondulada donde la falda de la montaña descendía hacia el fondo del valle. Incluso en pleno verano, daba la impresión de que los días concluían así, en una especie de zambullida. Peter se protegió los ojos del resplandor. En algún lugar (pasado el cortafuegos, con su revoltijo de árboles caídos, los pastos del Campo de Arriba, el vertedero, con su pozo y pilas de escombros, y más allá las colinas boscosas) se alzaban las ruinas de Los Ángeles, y todavía más allá, el mar inimaginable. Cuando Peter era pequeño y vivía todavía en el Asilo, había descubierto su existencia en la biblioteca. Aunque hacía mucho tiempo habían decidido que casi todos los libros abandonados por los Constructores carecían en su mayoría de valor, y podían provocar confusión en los Pequeños, que no debían saber nada de los virales ni de lo que había acaecido en el mundo del Tiempo de Antes, permitieron que algunos se quedaran. A veces, Profesora les leía historias sobre niños, hadas y animales parlantes que vivían en un bosque detrás de las puertas de un armario, o les dejaban escoger un libro, mirar las ilustraciones y aprender a leer.
Los océanos que nos rodean
era el libro favorito de Peter, el que siempre elegía. Era un volumen descolorido, cuyas páginas olían a humedad y eran frías al tacto, la cubierta agrietada sujeta por fragmentos de celo amarillento arrollado. En la portada estaba el nombre del autor, Ed Time Life, y dentro, página tras página de imágenes maravillosas, fotos y mapas. Un mapa se llamaba El Mundo, que era todo, y casi todo el Mundo era agua. Peter pidió a Profesora que lo ayudara a leer los nombres: Atlántico, Pacífico, Índico y Ártico. Se sentaba hora tras hora sobre su esterilla de la Sala Grande, con el libro acunado sobre el regazo, pasaba las páginas, con la vista clavada en aquellos espacios azules de los mapas. El Mundo, dedujo, era redondo, una gran bola de agua (una gota de rocío que surcaba los cielos), y toda el agua estaba comunicada. Las lluvias de primavera y las nieves de invierno, el agua que salía de las bombas, hasta las nubes que veían sobre sus cabezas, todo eso también formaba parte de los océanos. «¿Dónde está el océano?», preguntó Peter a Profesora un día. ¿Podría verlo alguna vez? Pero Profesora se limitó a reír, como hacía siempre que le formulaba demasiadas preguntas, y desechó sus preocupaciones con un movimiento de cabeza. «Puede que exista un océano y puede que no. Sólo es un libro, pequeño Peter. No te preocupes por océanos y esas cosas.»