Authors: Justin Cronin
Y ella dijo:
—Todos. Son todos.
Wolgast dormía ahora en el primer piso de la casa, en una silla de cara a la puerta. «Se desplazan de noche —le había dicho Carl—, en los árboles. Sólo puedes disparar una vez.» ¿Qué eran esas cosas de los árboles? ¿Eran gente, del mismo modo en que Carter había sido una persona en otro tiempo? ¿En qué se habían transformado? Y Amy. Amy, quien soñaba con voces, cuyo pelo no crecía, quien pocas veces parecía dormir (porque era verdad, se había dado cuenta de que sólo lo fingía) o comer. Que sabía leer y nadar como si recordara vidas y experiencias ajenas. ¿Era también una de ellos? El virus estaba inactivo, había dicho Fortes. ¿Y si no era así? ¿Estaría enfermo Wolgast? Pero no lo estaba. Se sentía como siempre, o sea, perplejo, como un hombre en un sueño, perdido en un paisaje de señales carentes de sentido. El mundo tenía una finalidad que él no entendía.
Entonces, una noche de marzo, oyó un motor. La nieve era abundante y profunda. Brillaba la luna llena. Se había quedado dormido en la silla. Cayó en la cuenta de que había estado oyendo, mientras dormía, el sonido de un motor que descendía por el largo camino que conducía a la casa. En su sueño (una pesadilla), ese sonido se había convertido en el rugido de las hogueras del verano, que quemaban el bosque mientras avanzaban en su dirección. Había estado corriendo con Amy a través del bosque, rodeados de humo y fuego, y la había perdido.
Un fogonazo de luz en las ventanas, y pasos en el porche, pesados, irregulares. Wolgast se levantó al instante, todos sus sentidos en estado de alerta. Sujetaba la Springfield en la mano. Quitó el seguro del arma. La puerta se estremeció cuando alguien la golpeó con fuerza tres veces.
—Hay alguien fuera.
La voz de Amy. Wolgast se volvió y la vio parada al pie de las escaleras.
—¡Arriba! —Wolgast le habló con un susurro ronco—. ¡Deprisa!
—¿Hay alguien ahí? —Una voz de hombre en el porche—. ¡Veo humo! ¡Me alejaré!
—¡Arriba, Amy, ya!
Más golpes en la puerta.
—¡Por el amor de Dios, si alguien me oye que abra la puerta!
Amy subió las escaleras. Wolgast se acercó a la ventana y miró. Ni coche ni camioneta, sino una motonieve, con contenedores sujetos al chasis. A la luz de los faros, al pie del porche, había un hombre con parka y botas. Estaba acuclillado, con las manos sobre las rodillas.
Wolgast se encaminó a la puerta y la abrió.
—Retroceda —advirtió—. Déjeme ver las manos.
El hombre levantó los brazos con movimientos débiles.
—No voy armado —dijo. Estaba jadeando, y fue entonces cuando Wolgast vio la sangre, una franja brillante sobre un lado de la parka. Tenía una herida en el cuello.
—Estoy enfermo —dijo el hombre.
Wolgast alzó el arma.
—¡Largo de aquí!
El hombre cayó de rodillas.
—Jesús —gimió—. Hostia.
Después, inclinó la cabeza hacia adelante y vomitó en la nieve.
Wolgast se volvió y vio a Amy, parada en el umbral.
—¡Entra, Amy!
—No pasa nada, cariño —dijo el hombre, al tiempo que levantaba una mano ensangrentada para saludarla. Se secó la boca con el dorso de la mano—. Haz lo que dice tu papá.
—He dicho que entres, Amy, ahora.
Amy cerró la puerta.
—Así está bien —dijo el hombre. Continuaba de rodillas, de cara a Wolgast—. Ella no debería ver esto. Jesús, estoy hecho una mierda.
—¿Cómo nos ha encontrado?
El hombre sacudió la cabeza y escupió en la nieve.
—No vine en su busca, si se refiere a eso. Seis de nosotros estábamos escondidos a unos sesenta kilómetros al oeste de aquí. El campamento de caza de un amigo. Nos habíamos refugiado en octubre, después de que ellos se apoderaran de Seattle.
—¿Quiénes son ellos? —preguntó Wolgast—. ¿Qué pasó en Seattle?
El hombre se encogió de hombros.
—Lo mismo que en todas partes. Todo el mundo está enfermo, muriendo, despedazándose mutuamente, aparece el ejército, y después puf, la ciudad se evapora entre humo. Algunas personas dicen que es la ONU, o los rusos. Por lo que yo sé, podría ser el hombre de la luna. Nos dirigimos hacia el sur, a las montañas, donde pensábamos pasar el invierno allí y después tratar de llegar a California. Entonces llegaron esos cabrones. Ninguno de nosotros logró disparar. Salí cagando leches, pero uno de ellos me mordió. La muy puta surgió de la nada. No sé por qué no me mató como a los demás, pero dicen que hacen eso. —Esbozó una sonrisa débil—. Supongo que fue mi día de suerte.
—¿Lo siguieron?
—Que me aspen si lo sé. Olí su humo a kilómetro y medio de aquí, como mínimo. No sé cómo lo hice. Como beicon en una sartén. —Alzó la cara con una mirada desdichada—. Por el amor de Dios, se lo suplico. Lo haría yo mismo si tuviera una pistola.
Wolgast tardó un momento en comprender lo que le estaba pidiendo el hombre.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
—Bob. —El hombre se humedeció los labios con una lengua reseca y gruesa—. Bob Saunders.
Wolgast hizo un gesto con la Springfield.
—Tenemos que alejarnos de la casa.
Se internaron en el bosque, Wolgast a cinco pasos del hombre. Éste avanzaba despacio en la nieve espesa. A cada pocos pasos hacía una pausa para recuperar el aliento, con las manos sobre las rodillas, y respiraba con dificultad.
—¿Sabe qué es lo más divertido? —preguntó—. Yo era actuario. La vida y las víctimas. Si fuma, si conduce sin el cinturón de seguridad, si come Big Macs todos los días..., podría decirle cuándo va a morir, casi el mes exacto. —Se aferró a un árbol para conservar el equilibrio—. Supongo que nadie tuvo en cuenta jamás esta posibilidad, ¿verdad?
Wolgast no dijo nada.
—Lo hará, ¿verdad? —preguntó Bob. Había desviado la vista hacia los árboles.
—Sí —dijo Wolgast—. Lo siento.
—No pasa nada. No se atormente por eso. —Respiraba con dificultad, mientras se humedecía los labios. Dio media vuelta y se tocó el pecho como había hecho Carl, tantos meses antes, para enseñar a Wolgast dónde tenía que disparar—. Justo aquí, ¿vale? Si quiere, antes me puede disparar en la cabeza, pero no olvide meterme otra bala aquí.
Wolgast se limitó a asentir, sorprendido por la franqueza del hombre, su tono práctico.
—Dígale a su hija que lo ataqué —añadió—. No debería enterarse de esto. Y queme el cadáver cuando haya terminado. Gasolina, queroseno, algo inflamable como eso.
Se estaban acercando a la orilla del río. A la luz de la luna, la escena estaba impregnada de un silencio sobrenatural, bañado en azul. Wolgast oyó, bajo la nieve y el hielo, el gorgoteo sereno del río. Un lugar tan bueno como cualquier otro, pensó.
—Dese la vuelta —dijo—. De cara a mí.
Pero el hombre, Bob, no pareció haberlo oído. Avanzó dos pasos más en la nieve y se detuvo. Había empezado a desnudarse, se quitó la parka ensangrentada y la tiró a la nieve, y después se bajó los tirantes de sus pantalones de nieve para levantar la sudadera sobre la cabeza.
—He dicho que se dé la vuelta.
—¿Sabe lo que me jode? —dijo Bob. Se había quitado la camiseta afelpada y arrodillado para desanudarse las botas—. ¿Cuántos años tiene su hija? Siempre quise tener hijos. ¿Por qué no lo hice?
—No lo sé, Bob. —Wolgast alzó la Springfield—. Levántese y póngase de cara a mí, ya.
Bob se levantó. Estaba pasando algo. Estaba toqueteando la herida ensangrentada del cuello. Otro espasmo lo sacudió, pero la expresión de su rostro era plácida, casi sexual. A la luz de la luna, su piel parecía brillar. Arqueó la espalda como un gato, con los ojos nublados de placer.
—Caramba, es estupendo —dijo Bob—. Es algo... muy bueno.
—Lo siento —dijo Wolgast.
—¡Espere! —Bob había abierto los ojos de pronto. Extendió las manos—. ¡Espere un momento!
—Lo siento, Bob —repitió Wolgast, y apretó el gatillo.
El invierno terminó con lluvia. La lluvia cayó sin cesar durante días y días, inundó los bosques, alimentó las aguas del río y el lago, y barrió lo que quedaba de la carretera.
Había quemado el cadáver, siguiendo las instrucciones de Bob. Lo había empapado de gasolina y, cuando las llamas se extinguieron, vertió lejía sobre las cenizas y lo enterró todo bajo un túmulo de piedras y tierra. A la mañana siguiente, registró la motonieve. Los contenedores sujetos al chasis eran latas de gasolina vacías, pero en una bolsa de piel colgada del manillar encontró el billetero de Bob. Un permiso de conducir con la foto de Bob y una dirección de Spokane, las tarjetas de crédito habituales, algunos dólares en metálico, y un carnet de biblioteca. También había una fotografía de estudio: Bob, en camiseta, posaba con una bonita rubia, sin duda embarazada, y dos niños pequeños, una niña con mallas y vestido de terciopelo verde, y un bebé en pijama. Todos sonreían con entusiasmo, hasta el bebé. En el dorso de la fotografía estaba escrito, con letra femenina, «Primera Navidad de Timothy». ¿Por qué había dicho Bob que no tenía hijos? ¿Se había visto obligado a verlos morir, una experiencia tan dolorosa que su mente los había borrado de su memoria? Wolgast enterró el billetero en la ladera de la colina y señaló el lugar con una cruz, que improvisó con un par de palos atados con bramante. No era gran cosa, pero fue lo único que se le ocurrió.
Wolgast esperaba que llegaran más. Suponía que Bob no era más que el primero. Únicamente abandonaba la casa para llevar a cabo las tareas más imprescindibles, y sólo de día. Siempre llevaba encima la Springfield, y conservaba el.38 de Carl, cargado, en la guantera del Toyota. Cada pocos días ponía en marcha el motor para mantener cargada la batería. Bob había dicho algo acerca de California. ¿Aún se estaba a salvo allí? ¿Había algún lugar seguro? Tenía ganas de preguntar a Amy: «¿Los oyes acercarse? ¿Sabes dónde están?». No tenía un mapa con el que enseñarle dónde estaba California, pero subió con ella al tejado de la casa una noche, poco después del ocaso.
—¿Ves aquella cordillera? —dijo, y señaló hacia el sur—. Sigue mi mano, Amy. Las Cascadas. Si me pasa algo, sigue esa cordillera. Corre y no pares de correr.
Pero pasaban los meses y seguían solos. Dejó de llover, y Wolgast salió de la casa una mañana, para que lo recibieran el sabor y el olor de la luz del sol, y la sensación de que algo había cambiado. Los pájaros cantaban en los árboles. Miró hacia el lago y vio agua donde antes sólo había un sólido disco de hielo. Una dulce neblina verde vestía el aire, y en la base de la casa, una hilera de azafrán brotaba de la tierra. Tal vez el mundo estuviera saltando en pedazos, pero allí estaba el regalo de la primavera, la primavera en las montañas. Desde todas direcciones llegaban sonidos y olores de vida. Wolgast no sabía en qué mes estaban. ¿Abril o mayo? Pero no tenía calendario, y la pila de su reloj, que no llevaba desde otoño, se había agotado.
Aquella noche, sentado en su silla junto a la puerta con la Springfield en la mano, soñó con Lila. En parte sabía que era un sueño sexual, sobre hacer el amor, pero no lo parecía. Lila estaba embarazada, y los dos jugaban al Monopoly. Aquel sueño no transcurría en ningún lugar en concreto. La zona situada más allá de donde ellos se encontraban estaba oculta por la oscuridad, como las regiones escondidas de un escenario. El temor irracional de que su actividad fuera a perjudicar al feto embargaba a Wolgast. «Tenemos que parar —le dijo con vehemencia—, esto es peligroso.» Pero ella no pareció oírle. Wolgast tiró los dados y movió su ficha, para luego descubrir que había aterrizado en la casilla con la imagen del policía, que soplaba su pito. «Ve a la cárcel, Brad —dijo Lila, y rió—. Ve directamente a la cárcel.» Entonces se levantó y empezó a desnudarse. «No pasa nada, puedes besarme si quieres. A Bob no le importará.» «¿Por qué no le importará?», preguntó Brad. «Porque está muerto —contestó Lila—. Todos estamos muertos.»
Se despertó sobresaltado, presintiendo que no estaba solo en la habitación. Ladeó la silla y vio a Amy, que le daba la espalda, de cara a los ventanales que dominaban el lago. A la luz de la estufa, vio que levantaba una mano y tocaba el cristal. Se levantó.
—¿Qué pasa, Amy?
Estaba a punto de dar un paso, cuando una luz cegadora, inmensa y pura, abrasó el cristal, y en aquel instante la mente de Wolgast pareció congelar el tiempo. Como el obturador de una cámara, su mente plasmó y retuvo una imagen de Amy, con las manos alzadas hacia la luz, la boca abierta de par en par para lanzar un grito de horror. Una ráfaga de viento estremeció la cabaña, y después, con un estruendo ensordecedor, las ventanas estallaron hacia dentro, y Wolgast se sintió levantado del suelo y arrojado al otro lado de la habitación.
Un segundo después, o cinco, o diez, el tiempo se reordenó. Wolgast se descubrió a cuatro patas, aplastado contra la pared del fondo. Había cristales por todas partes, un millar de fragmentos en el suelo, y sus bordes centelleaban como estrellas destrozadas a la luz alienígena que bañaba la habitación. Fuera, un resplandor bulboso estaba hinchando el horizonte hacia el oeste.
—¡Amy!
Se acercó a la niña, tendida en el suelo.
—¿Te has quemado? ¿Te has cortado?
—¡No veo, no veo!
Se sacudía con violencia, agitaba los brazos ante su cara presa del pánico. Estaba cubierta de fragmentos de cristal, pegados a la piel de su cara y brazos. Y también de sangre, que empapaba su camiseta cuando se inclinó sobre ella y trató de calmarla.
—¡Quédate quieta, Amy, por favor! Déjame ver si estás herida.
La niña se relajó en sus brazos. Le quitó con suavidad los fragmentos de cristal. No tenía cortes. Se dio cuenta de que la sangre era de él. ¿De dónde salía? Bajó la vista y vio una larga astilla, curvada como una cimitarra, sepultada en su pierna izquierda, a mitad de camino entre la rodilla y la ingle. Dio un tirón: el cristal salió limpiamente, sin dolor. Ocho centímetros de cristal en su pierna. ¿Por qué no lo había sentido? ¿Había sido la adrenalina? Pero en cuanto pensó en ello, llegó el dolor, un tren que entraba en la estación con retraso. Las motas de luz le enturbiaban la visión. Lo sacudió una oleada de náuseas.
—¡No veo, Brad! ¿Dónde estás?
—Estoy aquí, estoy aquí. —Le dolía espantosamente la cabeza. ¿Podías desangrarte hasta morir a causa de una herida como aquélla?—. Intenta abrir los ojos.
—¡No puedo! ¡Me duele!
Tenía quemaduras producidas por el destello, pensó. En la retina, por haber mirado hacia el núcleo de la explosión. Ni Portland, ni Salem, ni siquiera Corvallis. La explosión se había producido hacia el oeste. Una bomba nuclear extraviada, pensó, pero ¿de quién? ¿Cuántas más habían lanzado? ¿Qué pretendían conseguir? Que él supiera, la respuesta era que nada. No era más que otro violento espasmo de la dolorosa extinción del mundo. Cayó en la cuenta de que cuando salió al sol y saboreó la primavera se había permitido el lujo de pensar que habían dejado atrás lo peor, que todo saldría bien. Qué idiota había sido.