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Authors: Justin Cronin

El pasaje (40 page)

Amy iba recuperando las fuerzas día tras día, pero su sensibilidad a la luz no remitía. Wolgast descubrió que en uno de los edificios anexos había pilas de madera contrachapada y una escalerilla, además de un martillo, una sierra y clavos. Tuvo que cortar y medir a mano las tablas, y después subirlas por las escaleras y sujetarlas mientras las clavaba, con el fin de aislar las ventanas del segundo piso. Pero después de la larga ascensión en el recinto (una hazaña que, en comparación, se le antojaba inverosímil), esa tarea doméstica sin importancia no parecía gran cosa.

Amy se pasaba casi todo el día descansando, y se despertaba al anochecer para comer. Le preguntó dónde estaban (en Oregón, explicó él, en las montañas, un lugar donde había acampado de niño), pero nunca por qué. O ya lo sabía, o le daba igual. El tanque de propano de la casa estaba casi lleno. Wolgast preparaba comidas sencillas en la cocina, sopas y guisos de lata, galletitas saladas y cereales con leche en polvo. La provisión de agua del campamento era algo sulfurosa, pero potable, y salía de la bomba de la cocina tan helada que le daba escalofríos. Se dio cuenta enseguida de que apenas había llevado comida. Tendría que bajar pronto de las montañas. Había encontrado en el sótano cajas con libros antiguos, novelas clásicas encuadernadas, mohosas debido a la edad y la humedad, y por la noche se las leía a la luz de una vela:
La isla del tesoro
,
Oliver Twist
o
Veinte mil leguas de viaje submarino
.

A veces, Amy salía de día, si estaba nublado, y lo miraba mientras llevaba a cabo las tareas, cortar leña, reparar un agujero del tejado bajo el alero, o intentar insuflar vida a un antiguo generador de gasolina que había encontrado en uno de los cobertizos. Ella se sentaba en un tocón a la sombra, con gafas y gorra, y una toalla larga sujeta bajo la cinta del pelo para proteger el cuello. Pero esas visitas nunca duraban mucho rato: una hora, y su piel se teñía de un color rosa rabioso, como si se hubiera escaldado con agua caliente, y él la enviaba arriba de nuevo.

Una noche, cuando llevaban casi tres semanas en el campamento, la llevó al lago a bañarse. Aparte de los breves ratos en que ello lo miraba mientras él trabajaba, la niña no había salido de la casa, y nunca muy lejos. Al pie del sendero había un muelle destartalado, que se extendía nueve metros sobre la orilla herbosa. Wolgast se quedó en ropa interior y dijo a Amy que le imitara. Había llevado toallas, champú y una pastilla de jabón.

—¿Sabes nadar?

Amy negó con un movimiento de cabeza.

—Muy bien. Te voy a enseñar.

La tomó de la mano y la condujo hasta el lago. El agua estaba helada. Entraron juntos en las aguas profundas, hasta que a Amy le llegaron al pecho. Wolgast la levantó, la sostuvo en horizontal y le dijo que moviera brazos y piernas.

—Suéltame —dijo ella.

—¿Estás segura?

La respiración de Amy se había acelerado.

—Ajá.

La soltó. Amy se hundió como una piedra. A través de las aguas transparentes, Wolgast vio que había dejado de moverse. Tenía los ojos abiertos y paseaba la vista a su alrededor, como un animal que examinara un nuevo hábitat. Después, con un gracejo sorprendente, extendió los brazos y los movió a su alrededor, giró los hombros y surcó las aguas con diestros movimientos de rana. Un perfecto estilo crol. Un instante después estaba deslizándose sobre el fondo arenoso, fuera de su vista. Wolgast estaba a punto de zambullirse cuando ella emergió a tres metros de distancia, en una zona donde no hacía pie, sonriente y jubilosa.

—Fácil —dijo, mientras movía las piernas—. Como volar.

Wolgast, estupefacto, sólo pudo reír.

—Ve con cuidado —dijo, pero antes de que pudiera terminar la frase, Amy había llenado los pulmones de aire y desaparecido bajo el agua de nuevo.

Le lavó el pelo y procuró explicarle lo demás. Cuando hubieron terminado, el cielo estaba oscuro, virado del púrpura al negro. Las estrellas se podían contar por cientos, y sus luces parpadeantes se reflejaban en la superficie inmóvil del lago. No se oía nada, salvo sus voces, y el latido primigenio del agua del lago contra la orilla. Recorrieron el sendero a la luz de la linterna. Cenaron sopa y galletitas saladas en la cocina, y después la acompañó a su habitación. Sabía que pasaría horas despierta. La noche era su territorio, y también se estaba convirtiendo en el de él. A veces se quedaba levantado la mitad de la noche y le leía.

—Gracias —dijo Amy, mientras Wolgast se acomodaba con un libro:
Ana de las Tejas Verdes
.

—¿Por qué?

—Por enseñarme a nadar.

—Me pareció que ya sabías. Alguien te habrá enseñado.

Ella recibió aquella afirmación con una expresión de perplejidad.

—No creo —dijo.

Wolgast no supo qué conclusión extraer. Amy constituía un misterio. Parecía encontrarse bien; mejor que bien, de hecho. Con independencia de lo que hubiera sucedido en el recinto, fuera lo que fuera el virus, daba la impresión de haberlo superado. No obstante, el problema de la luz era extraño. Y había más cosas. Por ejemplo, ¿por qué motivo no le crecía el pelo? El cabello de Wolgast le caía por debajo del cuello. Pero Amy, cuando la miraba, parecía siempre igual. Tampoco le cortaba nunca las uñas, ni ella lo hacía. Y, por supuesto, estaba el más profundo de los misterios: ¿qué había matado a Doyle y a todos los demás en Colorado? ¿Cómo era posible que Carter se hubiera plantado sobre el capó del coche, sin ser Carter por completo? ¿Qué había querido decir Lacey cuando anunció que Amy era de él, y que ya sabría lo que debía hacer? La verdad era que lo había sabido hacer. Pero no podía explicar nada de todo aquello.

Más tarde, cuando terminó de leer, le dijo que bajaría la montaña por la mañana. Pensó que Amy se encontraba lo bastante bien como para quedarse sola en la casa. Sólo tardaría una o dos horas. Volvería antes de que ella se diera cuenta, incluso antes de que despertara.

—Lo sé —dijo ella, y Wolgast tampoco supo qué deducir de ello.

Se fue poco después de las siete. Después de tantas semanas de inactividad, recogiendo el polen de los árboles, el Toyota emitió un largo resuello de protesta cuando intentó ponerlo en marcha, pero al final el motor resistió. La niebla matutina que se elevaba del lago comenzaba a disiparse. Empezó el largo descenso por el camino.

La ciudad digna de ese nombre que tenían más cerca se encontraba a 45 kilómetros, pero Wolgast no quería ir tan lejos. Si el Toyota se averiaba, se quedaría aislado, y también Amy. En cualquier caso, el depósito de gasolina estaba casi vacío. Recorrió a la inversa el camino de llegada, y se detuvo en cada bifurcación para poner a prueba su memoria. No vio otros vehículos, lo cual no le sorprendió, en un lugar tan alejado. No obstante, esa ausencia le inquietaba. El mundo al que estaba regresando, aunque fuera durante un breve período de tiempo, se le antojó un lugar diferente que el de hacía tres semanas.

Entonces lo vio: ARTÍCULOS DE CONFECCIÓN / PERM. CAZA Y PESCA MILTON. En la oscuridad, aquella primera noche, le pareció más grande. De hecho, no era más que una pequeña casa de dos pisos, de tablillas maltratadas por la intemperie. Una cabaña en el bosque, como salida de un cuento de hadas. No había más coches en el aparcamiento, aunque sí había aparcada en la hierba de la parte de atrás una vieja furgoneta de mediados de la década de 1990. Wolgast salió del Toyota y se acercó a la puerta principal.

En el porche había media docena de expendedores automáticos de periódicos, todos vacíos, salvo uno:
USA Today
. Vio el titular en letras grandes a través de la puerta polvorienta, que estaba abierta. Cuando retiró un ejemplar, descubrió que el periódico consistía en dos hojas dobladas. Se paró en el porche y leyó.

CAOS EN COLORADO

El estado de las Montañas Rocosas, asolado por un virus asesino.

Se cierran las fronteras.

Se informa de brotes en Nebraska, Utah y Wyoming.

El presidente pone al ejército en estado de alerta y pide a la nación que mantenga la calma ante una «amenaza terrorista sin precedentes»

Washington, 18 de mayo - El presidente Hughes juró anoche tomar «todas las medidas necesarias» para contener la expansión del virus de la llamada «fiebre de Colorado» y castigar a los responsables, y afirmó que «La justa ira de los Estados Unidos de América caerá sin vacilar sobre aquellos que odian la libertad y los gobiernos ilegales que les dan cobijo».

El presidente hablaba desde el Despacho Oval, en su primer discurso a la nación desde el inicio de la crisis, hace ocho días.

«Existen pruebas irrefutables de que esta epidemia devastadora no es un fenómeno de la naturaleza, sino la obra de extremistas antiestadounidenses, que operan dentro de nuestras fronteras, aunque apoyados por enemigos del exterior —dijo el señor Hughes a una nación angustiada—. Se trata de un crimen, no sólo contra el pueblo de Estados Unidos, sino contra toda la humanidad.»

Su discurso llegaba un día después de que se informara sobre los primeros casos de la enfermedad en estados vecinos, pocas horas después de que el señor Hughes ordenara cerrar las fronteras de Colorado y pusiera al Ejército de la Nación en estado de máxima alerta. Todos los desplazamientos aéreos nacionales e internacionales habían sido suspendidos por orden presidencial, lo cual provocó el caos en los centros neurálgicos de transporte, mientras miles de viajeros buscaban otros medios de volver a casa.

Con el objetivo no sólo de tranquilizar a la nación, sino también de replicar a las crecientes críticas de que el gobierno había sido lento a la hora de reaccionar contra la crisis, el señor Hughes dijo a la nación que se preparara para una lucha formidable.

«Esta noche les pido su confianza, su resolución y sus oraciones —dijo el presidente al país—. Haremos todo lo humanamente posible. La justicia será rápida.»

El presidente no especificó qué grupos o naciones eran objetivo del escrutinio federal. También declinó extenderse sobre la naturaleza de las pruebas de que disponía la administración que indicaran que la epidemia era obra de terroristas.

Cuando se preguntó al portavoz presidencial, Tim Romer, acerca de una posible respuesta militar, dijo a los reporteros: «En este momento no descartamos nada».

Con arreglo a los informes de funcionarios estatales, hasta el momento han fallecido cincuenta mil personas. No quedó claro cuántas víctimas habían sucumbido a la enfermedad, y cuántas habían muerto debido a los ataques violentos de los infectados. Entre los primeros síntomas de contagio se cuentan los mareos, vómitos y fiebre elevada. Tras un breve período de incubación (apenas seis horas), aparece la enfermedad, acompañada en algunos casos de un notable aumento de la fuerza física y la agresividad.

«Los pacientes enloquecen y matan a todo el mundo —dijo un funcionario del Departamento de Sanidad de Colorado, que pidió conservar el anonimato—. Los hospitales parecen zonas de guerra.»

Shannon Freeman, portavoz del Centro de Control de Enfermedades de Atlanta, calificó estos informes de «histeria», pero admitió que las comunicaciones con las autoridades sanitarias de la zona en cuarentena se habían interrumpido.

«Lo que sabemos es que la enfermedad conlleva un índice de mortandad muy elevado, de hasta un 50 por ciento —dijo Freeman—. Aparte de eso, no sabemos qué está sucediendo allí. Lo mejor que se puede hacer en este momento es quedarse en casa.»

Freeman confirmó los informes acerca de la existencia de brotes en Nebraska, Utah y Wyoming, pero declinó extenderse más.

«Da la impresión de que está sucediendo algo —y añadió—. Cualquiera que sospeche haberse contagiado ha de presentarse en la comisaría de policía o el servicio de urgencias del hospital más cercanos. Es lo que aconsejamos a la gente en este momento.»

Las ciudades de Denver, Colorado Springs y Fort Collins, que están bajo la ley marcial desde el martes, se encontraban casi vacías esta noche, cuando los residentes hicieron caso omiso de las órdenes del gobernador de Colorado, Fritz Millay, de «evacuar el lugar» y huyeron de las ciudades en oleadas. Corren rumores de que el Departamento de Seguridad Nacional había ordenado utilizar la fuerza para alejar a los refugiados de la frontera, pero no han sido confirmados, así como los informes de que unidades de la Guardia Nacional de Colorado habían empezado a evacuar a los enfermos de los hospitales para trasladarlos a un lugar que no se ha revelado.

Había más. Wolgast leyó y releyó los artículos. Estaban rodeando a los enfermos y los ametrallaban. Eso parecía claro, aunque hubiera que leerlo entre líneas. El 18 de mayo, pensó Wolgast. El periódico era de hacía tres días (no, cuatro). Amy y él habían llegado al campamento la mañana del 2 de mayo.

Todo lo que narraba el periódico había sucedido en tan sólo dieciocho días.

Oyó movimientos en la tienda que había detrás de él. Lo estaban observando. Encajó el periódico bajo el brazo, se volvió y atravesó la puerta mosquitera. Era un lugar pequeño, que olía a polvo y a viejo, atestado hasta las vigas de todo tipo de mercancías: útiles de acampada, ropa, herramientas, productos enlatados. Una gran cabeza de ciervo estaba suspendida sobre la puerta, protegida por una cortina de cuentas, que conducía a la parte de atrás. Wolgast recordó los tiempos en que iba allí a comprar caramelos y tebeos. En aquella época, un expositor giratorio se alzaba junto a la puerta:
Tales from the Crypt
,
Los 4 Fantásticos
, y la serie del
Caballero Oscuro
, la favorita de Wolgast.

Detrás del mostrador, sentado en un taburete, había un hombre grande, calvo, con una camisa de franela a cuadros, los vaqueros sujetos por unos tirantes rojos. En la cadera llevaba un revólver del.38, dentro de una funda de cuero. Intercambiaron saludos con la cabeza cautelosos.

—El periódico son dos pavos —dijo el hombre.

Wolgast sacó un par de billetes del bolsillo y los dejó sobre el mostrador.

—¿Tiene algo más reciente que esto?

—Es lo último que he visto —dijo el hombre, al tiempo que guardaba los billetes en la caja registradora—. El repartidor no se deja ver desde el martes.

Lo cual significaba que era viernes. El viernes previo al fin de semana del Memorial Day.
[2]

Tampoco es que importara demasiado.

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