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Authors: Justin Cronin

El pasaje (39 page)

El señor Hale vivía arriba con su esposa durante los veranos, en una especie de apartamento. Eso era lo que Wolgast andaba buscando. Atravesó una puerta giratoria para salir de la zona común y se encontró en la cocina: armaritos de madera rústicos, un tablero del que colgaban ollas y cacerolas oxidadas, un fregadero con una bomba anticuada, y un horno y una nevera con la puerta entreabierta, todo alrededor de una amplia mesa chapada en pino. Todo estaba cubierto de una gruesa capa de polvo. El horno era un antiguo aparato comercial de metal blanco, con un reloj delante, cuyas manecillas se habían detenido en las tres y seis minutos. Giró uno de los mandos y oyó el silbido del gas.

De la cocina salía una estrecha escalera que conducía al segundo piso, una madriguera de diminutas habitaciones encajadas bajo el alero. Casi todas estaban vacías, pero en dos de ellas descubrió un par de catres, con los colchones vueltos hacia la pared. Y eso no era todo. En una de las habitaciones, sobre una mesa de caballete situada junto a la ventana, descubrió un aparato lleno de cuadrantes e interruptores; lo tomó por una radio de onda corta.

Regresó al coche. Amy continuaba durmiendo, acurrucada bajo la manta. La sacudió con dulzura para despertarla.

La niña se levantó y se frotó los ojos.

—¿Dónde estamos?

—En casa —contestó Wolgast.

Pensó mucho en Lila durante aquellos primeros días en la montaña. Por extraño que pudiera parecerle, en sus pensamientos no tenía cabida la curiosidad acerca del mundo y de lo que estaría pasando en aquellos momentos. Dedicaba los días a las tareas domésticas, restaurar el orden en la casa y cuidar de Amy, pero su mente, que tenía libertad para viajar adonde deseara, prefirió trasladarse al pasado, flotando sobre él como un ave encima de una enorme extensión de agua, sin costa a la vista, con la única compañía del distante reflejo de sí mismo en la reluciente superficie.

No era cierto que se hubiera enamorado de Lila nada más conocerla. Pero eso era más o menos lo que había ocurrido. La había conocido un domingo de invierno, cuando entró en urgencias llevado a hombros por dos amigos que olían a sudor de gimnasio. Wolgast no era un gran jugador de baloncesto, no jugaba desde el instituto, pero se había dejado convencer para participar en un torneo de caridad: tres contra tres, media pista, nada excesivo. De manera milagrosa habían superado dos rondas antes de que Wolgast saltara para encestar, y al descender oyera un chasquido en el tendón de Aquiles izquierdo, y luego, deshecho en el suelo (al tiempo que la pelota rebotaba en el aro, lo que hacía más humillante la lesión), un estallido de dolor le inundara los ojos de lágrimas.

El médico de urgencias que lo examinó anunció que se había roto el tendón, y le envió arriba, al traumatólogo. Era Lila. Ella entró en la habitación, mientras con una cuchara introducía los restos de un yogur en su boca, lo tiró al cubo de la basura y se volvió hacia el lavabo para lavarse las manos, todo ello sin que le echara ni un solo vistazo.

—Bien. —Se secó las manos y consultó un momento su tablilla, y después miró a Wolgast, sentado en la mesa. No era lo que Wolgast habría descrito como una belleza clásica, aunque algo en ella le provocó una sensación de
déjà vu
. Tenía el pelo, que era del color del cacao, recogido en un moño mediante una especie de varilla. Llevaba gafas negras, que resbalaban sobre la pendiente de su estrecha nariz—. Soy la doctora Kyle. ¿Se ha lesionado jugando al baloncesto?

Wolgast asintió contrito.

—No soy un gran deportista —admitió.

En aquel momento, la PDA zumbó en la cintura de la mujer. Ella le dirigió una mirada y frunció el ceño. Después, con serena precisión, apoyó un solo dedo extendido sobre el lugar situado detrás del tercer dedo del pie izquierdo.

—Apriete aquí.

Wolgast lo hizo, o al menos lo intentó. El dolor fue tan intenso que creyó que estaba enfermo.

—¿A qué se dedica usted?

Wolgast tragó saliva.

—Soy policía —logró articular—. Dios, cómo duele.

Ella estaba escribiendo algo en su libreta.

—Policía —repitió—. ¿Qué tipo de policía?

—Del FBI.

Buscó un destello de interés en sus ojos, pero no vio ninguno. Observó que no llevaba alianza en la mano izquierda. Aunque eso no tenía por qué significar nada. Tal vez se la quitara cuando visitaba a sus pacientes.

—Voy a pedir que le hagan una exploración —dijo—, pero estoy segura en un noventa por ciento de que se le ha roto el tendón.

—¿Qué significa eso?

Ella se encogió de hombros.

—Que necesitará cirugía. No le voy a mentir. No es divertido. Llevará un inmovilizador durante ocho semanas, y necesitará seis meses para recuperarse por completo. —Sonrió—. Lamento comunicarle que sus días de baloncestista han terminado.

Le administró algo para el dolor que lo adormeció al instante. Despertó justo cuando lo trasladaban en camilla a hacerse la resonancia magnética. Cuando volvió a abrir los ojos, Lila se encontraba de pie junto a su cama. Alguien lo había tapado con una manta. Consultó el reloj y vio que iban a dar las nueve de la mañana. Llevaba casi seis horas en el hospital.

—¿Sus amigos siguen aquí?

—Lo dudo.

La operación estaba programada para las siete de la mañana siguiente. Tendría que firmar algunos formularios, y después lo llevarían a una habitación donde pasaría la noche. Ella le preguntó si tenían que llamar a alguien.

—Pues no. —Aún notaba la cabeza turbia a causa del Vicodin—. Me parece un poco patético. Ni siquiera tengo gato.

Ella le estaba mirando expectante, como esperando a que dijera algo más. Wolgast estaba a punto de preguntarle si se conocían de antes, cuando ella rompió el silencio con una repentina y brillante sonrisa.

—Bien, estupendo —dijo.

La primera cita tuvo lugar dos semanas después de la operación, y consistió en una comida en la cafetería del hospital. Wolgast, con muletas, la pierna izquierda envuelta en un artilugio de plástico y velcro desde la rodilla hasta el dedo gordo del pie, se vio obligado a esperar en la mesa como un inválido, mientras ella iba a buscar su comida. Ella iba en pijama (tenía guardia aquella noche, explicó, y dormiría en el hospital), pero se había aplicado un poco de maquillaje y rímel, y se había cepillado el pelo.

La familia de Lila era del este, de cerca de Boston. Después de estudiar en la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston (una experiencia horrible, dijo, los cuatro peores años de su vida, de la vida de cualquiera, como si un coche te arrastrara), se había trasladado a Colorado para trabajar de residente en traumatología. Pensó que iba a odiar aquella enorme y anónima ciudad, tan lejos de casa, pero sucedió lo contrario: sólo sintió alivio. Le gustaban la extensión descuidada de Denver, su caótica maraña de autovías e hileras de casas, la amplitud de sus elevadas llanuras y las montañas indiferentes, la forma de hablar de la gente, espontánea y sin pretensiones, y el hecho de que casi todo el mundo procedía de otra parte. Todos eran exiliados, como ella.

—Todo me parecía de lo más normal. —Estaba untando un
bagel
con crema de queso. Era su desayuno, aunque eran casi las ocho de la noche—. Creo que no sabía lo que era la normalidad. Era justo lo que necesitaba una chica nerviosa de Wellesley —explicó.

Wolgast se sentía desesperadamente aventajado, y así se lo dijo. Ella rió, avergonzada, y le tocó la mano un momento.

—No deberías —dijo.

Ella trabajaba mucho. Les resultaba imposible verse de una forma normal, ir a restaurantes o al cine. Wolgast estaba inválido y pasaba los días sentado en su apartamento, nervioso. Después iba en coche al hospital, y los dos cenaban en la cafetería. Ella le dijo que se había criado en Boston, hija de profesores universitarios, le habló del colegio, de sus amigos y estudios, del año que había pasado en Francia, cuando quería ser fotógrafa. Wolgast se formó la idea de que ella había estado esperando que apareciera alguien en su vida para quien todo eso resultara nuevo. Le encantaba escuchar, ser esa persona.

Tardaron casi un mes en cogerse de la mano. Acababan de terminar de cenar, cuando Lila se quitó las gafas, se inclinó sobre la mesa y lo besó. Fue un beso largo y tierno. Su aliento olía a la naranja que acababa de comer.

—Ya está —dijo—. ¿De acuerdo? —Paseó la vista a su alrededor de forma teatral y bajó la voz—. O sea, técnicamente, soy tu médico.

—Mi pierna ya se siente mejor —dijo Wolgast.

Cuando se casaron, él tenía treinta y cinco años, y Lila treinta y uno. Era un día de septiembre. La ceremonia se celebró en Cape Cod, en un pequeño club náutico que dominaba una tranquila bahía, con veleros que oscilaban bajo un cielo azul límpido de otoño. Casi todos los asistentes eran miembros de la familia de Lila, que era gigantesca, como una enorme tribu, tantas tías, tíos y primos que Wolgast fue incapaz de contarlos, ni de recordar sus nombres. Tuvo la impresión de que la mitad de las mujeres habían sido compañeras de piso de Lila en uno u otro momento, y estaban ansiosas por contarle diversas escapadas juveniles que, a la postre, se le antojaron todas iguales. Wolgast nunca se había sentido tan feliz. Bebió demasiado champán y se encaramó sobre una silla para lanzar un brindis largo y sensiblero, aunque totalmente sincero, que culminó cantando, desafinando, una estrofa de «Embraceable You». Todos aplaudieron y rieron, antes de arrojarles una tormenta de arroz. Si alguien sabía que Lila estaba embarazada de cuatro meses, no soltó prenda. Wolgast lo achacó a la reserva de Nueva Inglaterra, pero después descubrió que no le importaba a nadie. Todo el mundo se sentía feliz por ellos.

Con el dinero de Lila (pues, en comparación con los ingresos de ella, los de él eran risibles) compraron una casa en Cherry Creek, un barrio de rancio abolengo con árboles, parques y buenos colegios, y esperaron a que naciera la niña. Sabían que sería niña. Eva era el nombre de la abuela de Lila, un personaje de armas tomar que, según la leyenda familiar, había navegado en el
Andrea Doria
y salido con un sobrino de Al Capone. A Wolgast le gustaba el nombre, y en cualquier caso, una vez Lila lo sugirió, quedó aceptado. El plan consistía en que Lila trabajara hasta la fecha del parto. Después del nacimiento de Eva, Wolgast se quedaría en casa con ella durante un año, y después Lila trabajaría a media jornada en el hospital cuando él regresara a la Agencia. Era un plan demencial, plagado de problemas en potencia que ambos preveían pero sobre los que no meditaban. De alguna manera, conseguirían sacarlo adelante.

Durante la trigésimo cuarta semana, la presión arterial de Lila subió, y su ginecóloga le ordenó que guardara cama y reposara. Dijo a Wolgast que no se preocupara. No era tan alta como para que la niña corriera peligro. Al fin y al cabo, Lila era médico. Si existía un problema real, se lo diría. A Wolgast le preocupaba el que trabajara demasiado, que pasara tantas horas de pie en el hospital, y se alegró de que se quedara en casa, atendida como una reina, que bajaba las escaleras para comer, ver películas y leer libros.

Entonces, una noche, tres semanas antes de la fecha prevista, Wolgast llegó a casa y la descubrió llorando, sentada en el borde de la cama con la cabeza entre las manos, presa del dolor.

—Algo va mal —anunció.

En el hospital, dijeron a Wolgast que la tensión era de 160/95, un estado conocido como preeclampsia. Ése era el origen de sus jaquecas. Estaban preocupados por la posibilidad de que sufriera una apoplejía, por los riñones de Lila y por los daños que pudiera sufrir el feto. Todo el mundo estaba muy serio, sobre todo Lila, pálida de preocupación. Tendrían que provocar el parto, dijo el médico. Un parto vaginal era lo mejor en casos como aquél, pero si no paría en seis horas, tendrían que proceder a una cesárea.

La sujetaron a un gotero de Pitocin, y a otro de sulfato de magnesio, para impedir apoplejías. Ya pasaba de la medianoche. El magnesio, dijo la enfermera con insultante jovialidad, sería incómodo. Wolgast le preguntó qué quería decir aquello. La enfermera dijo que era difícil de explicar, pero que no le gustaba. La conectaron a un monitor fetal, y después esperaron.

Fue espantoso. Lila, en la cama, gemía de dolor. Wolgast nunca había vivido nada semejante. Le conmovió hasta lo más hondo. Lila dijo que era como si tuviera diminutas hogueras en todo el cuerpo. Como si su cuerpo la odiara. Nunca se había sentido tan desdichada. Si era obra del magnesio o del Pitocin, eso Wolgast lo ignoraba, y nadie quiso contestar a sus preguntas. Empezaron las contracciones, pero la enfermera dijo que no había dilatado lo suficiente. Dos centímetros, como mucho. Pero el ritmo cardíaco del feto era casi inexistente. Wolgast se preguntó hasta cuándo podría prolongarse. Habían asistido a las clases, y obedecido todas las instrucciones. Nadie había dicho que sería así, como ver un accidente de coche a cámara lenta.

Por fin, poco antes del amanecer, Lila dijo que tenía que empujar. Tenía que. Nadie creía que estuviera preparada, pero el doctor la examinó y descubrió, milagrosamente, que estaba en diez centímetros. Todo el mundo empezó a correr de un lado a otro, reordenando la habitación con todos sus objetos sobre ruedas, calzándose guantes limpios, y plegando una sección de la cama bajo la pelvis de Lila. Wolgast asistía impotente a aquello, un barco sin timón en alta mar. Tomó la mano de Lila mientras empujaba, una, dos y tres veces. Después, todo terminó.

Alguien extendió unas tijeras en ángulo, para que Wolgast cortara el cordón umbilical. La enfermera colocó a Eva en un calentador y le practicaron el test de Apgar. Después puso un gorro sobre la diminuta cabeza de la recién nacida, la envolvió en una manta y se la entregó a Wolgast. ¡Qué asombroso! De repente, todo quedó atrás, el pánico, el dolor y la preocupación, y había una flamante recién nacida en la habitación. Nada en la vida lo había preparado para aquello, el tacto de un bebé, su hija, en sus brazos. Eva era muy pequeña, apenas dos kilos. Su piel era tibia y rosácea (el rosa de los melocotones madurados por el sol), y cuando acercó su cara a la de él, proyectó un olor ahumado, como si la hubieran sacado de una hoguera. Le estaban dando puntos a Lila. Aún estaba aturdida a causa de los fármacos. Wolgast se sorprendió al ver sangre en el suelo, una mancha ancha y oscura debajo de ella. Con la confusión, no se había fijado. Pero Lila estaba bien, dijo el médico. Wolgast le enseñó a su hija, y después abrazó a Eva durante mucho rato, mientras repetía su nombre una y otra vez, antes de que la enfermera se la llevara a la
nursery
.

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