Authors: Justin Cronin
—No deberías fumar.
—¿Quién eres, mi madre?
—Léete las instrucciones, cabeza de chorlito. Llevas suficiente armamento para volarnos hasta Marte.
Una risa despectiva desde el asiento del pasajero.
—Allá tú. ¿Has visto a alguien en la carretera?
—¿Te refieres a un civil?
—No, me refiero al abominable hombre de las nieves. Sí, un civil. Una mujer negra, como de 1,65, con falda.
Una pausa.
—Estás de coña, ¿no? —Hizo una pausa—. No hemos visto a nadie. Está oscuro. Yo qué sé.
El centinela bajó del estribo.
—Espera mientras hecho un vistazo a la parte de atrás.
«No te muevas, Lacey —dijo la voz—. No te muevas.»
La lona se abrió, se cerró y se abrió de nuevo. Un rayo de luz iluminó la parte posterior del camión.
«Cierra los ojos, Lacey.»
Obedeció. Notó que el rayo de la linterna barría su cara una, dos, tres veces.
«Mas tú, Yavé, escudo que me ciñes...»
Oyó dos golpes fuertes en el costado del camión, justo al lado de su oído.
—¡Adelante!
El camión se alejó.
Richards no estaba nada contento. La monja loca... ¿Qué cojones estaba haciendo allí?
Decidió no decírselo a Sykes. Al menos, hasta que hubiera recabado más información. Había enviado seis hombres. ¡Seis! ¡Sólo para cargársela! Pero habían vuelto con las manos vacías. Los había enviado otra vez, para que rodearan el perímetro.
—¡Encontradla! ¡Pegadle un tiro! ¿Tanto cuesta?
El rollo de Wolgast y la niña se había prolongado demasiado. Y Doyle... ¿Por qué seguía con vida? Richards consultó su reloj: eran las 00:03. Recuperó su arma del cajón inferior de su escritorio, comprobó que estaba cargada y la encajó contra su columna vertebral. Abandonó su despacho y bajó por la escalera de atrás hasta el nivel 1, para salir a través de la plataforma de carga.
Doyle estaba retenido en una vivienda civil, la habitación había estado ocupada por uno de los barrenderos muertos. El centinela apostado en la puerta dormitaba en su silla.
—Levántate —ordenó Richards.
El soldado despertó sobresaltado. Sus ojos delataban incomprensión. Daba la impresión de que no sabía dónde estaba. Cuando vio a Richards de pie sobre él, se puso firmes al instante.
—Lo siento, señor.
—Abre la puerta.
El soldado tecleó el código y se apartó.
—Ya puedes irte —dijo Richards.
—¿Señor?
—Si vas a dormir, hazlo en los barracones.
Una expresión de alivio.
—Sí, señor. Lo siento, señor.
El soldado se alejó corriendo por la pasarela. Richards abrió la puerta. Doyle estaba sentado en un extremo de la cama, con las manos enlazadas sobre el regazo, contemplando el cuadrado vacío de la pared donde había estado la televisión. Una bandeja de comida sin tocar descansaba sobre el suelo, y proyectaba un olor a pescado podrido. Cuando Doyle alzó la vista, una sonrisa se insinuó en sus labios.
—Richards. Hijo de puta.
—Vámonos.
Doyle suspiró y se dio unas palmadas en las rodillas.
—¿Sabes una cosa? Él tenía razón sobre ti. Wolgast, quiero decir. Estaba aquí, sentado, pensando: «¿Cuándo vendrá a verme mi viejo amigo Richards?».
—Si de mí hubiera dependido, habría venido antes.
Tuvo la impresión de que Doyle reprimía una carcajada. Nunca había visto de tan buen humor a un hombre que estuviera a punto de morir. Doyle meneó la cabeza, sonriendo en todo momento.
—Tendría que haber intentado apoderarme de aquellas escopetas.
Richards desenfundó su arma y quitó el seguro.
—Te habría ahorrado tiempo, sí.
Guió a Doyle a través del recinto, hacia las luces del Chalé. Era posible que Doyle se pusiera a correr, pero ¿hasta dónde llegaría? Richards se preguntó por qué no había preguntado por Wolgast o la niña.
—Dime una cosa —dijo Doyle cuando llegaron a la zona de aparcamiento. Todavía había unos cuantos coches, pertenecientes a la gente del turno de noche del laboratorio—. ¿Ya ha llegado?
—¿Quién?
—Lacey.
Richards se detuvo.
—De modo que sí —dijo Doyle, y rió entre dientes—. Deberías verte la cara, Richards.
—¿Qué sabes al respecto?
Una fría luz azul emanaba de los ojos de Doyle. Incluso bajo el resplandor ambiental del aparcamiento, Richards la distinguió. Era como mirar a una cámara justo cuando el obturador se abría.
—Es curioso, ¿sabes? —dijo Doyle, y alzó la cara hacia las formas oscuras de los árboles—. La oí venir.
«Grey.»
Estaba en el nivel 4. En el monitor se veía la forma reluciente de Cero.
«Grey. Ha llegado el momento.»
Entonces, por fin, lo recordó todo: sus sueños y todas aquellas noches que había pasado en Contención, vigilando a Cero, escuchando su voz, escuchando las historias que contaba. Recordó Nueva York y a la chica y a todas las demás, cada noche una nueva, y la sensación de la oscuridad que se movía a través de él y la dulce alegría de su mandíbula cuando volaba sobre ellos. Era Grey y no era Grey, era Cero y no era Cero, estaba en todas partes y en ninguna. Se levantó y miró el cristal.
«Ha llegado el momento.»
Era curioso, pensó Grey. Más que curioso, el concepto de tiempo era extraño. Había pensado que era una cosa, pero en realidad era otra. No era una línea, sino un círculo, y más que eso: era un círculo hecho de círculos hecho de círculos, cada uno montado sobre el otro, de modo que cada momento era el siguiente a cada momento, y todos a la vez. Y en cuanto lo sabías, ya no podías dejar de saberlo. Ahora veía los acontecimientos que iban a tener lugar, como si ya hubieran sucedido, porque en cierto modo así era.
Abrió la esclusa de aire. Su traje colgaba flácido de la pared. Tenía que cerrar la primera puerta para abrir la segunda, y la segunda para abrir la tercera, pero nada decía que tuviera que ponerse el traje, o que tuviera que estar solo.
«La segunda puerta, Grey.»
Entró en la cámara interior. Sobre su cabeza, la alcachofa de la ducha colgaba como una flor monstruosa. La cámara lo estaba mirando, pero no había nadie al otro lado. Lo sabía. Y ahora estaba oyendo otras voces, no sólo la de Cero, y supo quiénes eran ellos también.
«La tercera puerta, Grey.»
Oh, qué felicidad, pensó. Qué alivio. Ese dejarse llevar. Esa entrega, ese dejarse ir. Día tras día había notado lo que estaba sucediendo, la unión del Grey bueno y el Grey malo, que formaban algo nuevo. Algo inevitable. El siguiente Grey, el que sería capaz de perdonar.
«Yo te perdono, Grey.»
Giró el ancho pomo. La puerta estaba abierta. Cero se desenroscó ante él en la oscuridad. Grey notó su aliento en la cara, sobre los ojos, la boca y la barbilla. Notó su corazón martilleante. Grey pensó en su padre, y en la nieve. Estaba llorando, llorando de felicidad, llorando de terror, llorando, llorando y llorando, y cuando el mordisco de Cero encontró el lugar blando de su cuello donde la sangre se movía, supo por fin cuál era el décimo conejo.
El décimo conejo era él.
Todo ocurrió muy deprisa. En tan sólo treinta y dos minutos, murió un mundo y nació otro.
—¿Qué has dicho? —preguntó Richards, y entonces oyó (ambos oyeron) el sonido de la alarma. La que nunca jamás debía sonar, un gran zumbido atonal que resonó en todo el recinto, de forma que parecía proceder de todas partes a la vez.
Fallo de seguridad. Contención de sujeto, nivel 4.
Richards se volvió al instante para mirar hacia el Chalé. Una veloz decisión: se volvió para apuntar el arma hacia el lugar donde Doyle había estado.
Doyle se había esfumado.
Maldita sea, pensó, y después lo dijo: «¡Maldita sea!». Ahora eran dos los que andaban sueltos. Inspeccionó el aparcamiento a toda prisa. Había luces encendidas por todas partes, y bañaban el recinto de una fuerte luz diurna artificial. Oyó gritos en los barracones, y soldados que corrían.
No había tiempo para encargarse de Doyle.
Subió corriendo las escaleras del Chalé, dejó atrás al centinela que le estaba chillando algo acerca del ascensor, y bajó al nivel 2. Los pies apenas tocaban los escalones. La puerta de su despacho estaba abierta. Examinó los monitores a toda prisa.
La habitación de Cero estaba vacía.
La habitación de Babcock estaba vacía.
Todas las habitaciones estaban vacías.
Conectó el audio.
—Centinelas, nivel 4, soy Richards. Informen.
Nada, ni una palabra de respuesta.
—Laboratorio principal, informen. Que alguien me diga qué cojones está pasando aquí.
Se oyó una voz aterrorizada. ¿Fortes?
—¡Los han dejado salir!
—¿Quién? ¿Quién los ha dejado salir?
Un estallido de estática, y Richards oyó los primeros chillidos por el audio, y disparos, y más chillidos... Los chillidos que lanzaban los hombres cuando morían.
—¡Hostia puta! —Otro estallido de estática—. ¡Todos andan sueltos! ¡Los cabrones de los barrenderos los han dejado escapar!
Richards conectó enseguida el monitor del puesto de vigilancia del nivel 3. Un gran mural de sangre cubría la pared. El centinela, Davis, estaba derrumbado en el suelo, con el rostro apretado contra las losas, como si estuviera buscando en el suelo un contacto perdido. Apareció un segundo soldado, y Richards vio que era Paulson, esgrimiendo un.45. Detrás de él, las puertas del ascensor estaban abiertas. Paulson miró a la cámara cuando enfundó el arma y extrajo una granada del bolsillo, y después dos más. Tiró de la anilla con los dientes y las arrojó dentro del ascensor. Después miró de nuevo a Richards, quien vio sus ojos vacíos, desenfundó el.45, lo alzó hasta la sien y apretó el gatillo.
Richards lanzó la mano hacia el interruptor que aislaba el nivel, pero era demasiado tarde. Oyó la explosión, que arrasó el hueco del ascensor, y después un segundo estallido, cuando lo que quedaba de la cabina se precipitó al fondo, y todas las luces se apagaron.
Al principio, Wolgast no comprendió lo que estaba oyendo. El sonido de la alarma fue tan repentino, tan absolutamente extraño, que por un momento arrasó todos sus pensamientos. Se levantó de la silla y probó la puerta, pero no tenía pomo. Estaban aislados dentro. La alarma sonaba y sonaba. ¿Se trataba de un incendio? No, razonó, aquello era otra cosa, algo peor. Miró la cámara que colgaba en la esquina.
—¡Fortes! ¡Sykes, maldita sea! ¡Abrid la puerta!
Oyó el sonido de armas automáticas, ahogado por las gruesas paredes. Por un instante, pensó esperanzado en que iban a rescatarlos. Pero eso estaba descartado, por supuesto. ¿Quién los iba a rescatar?
Y entonces, antes de que se le ocurriera otra idea, se oyó un enorme estrépito, un terrible estruendo que terminó con un segundo estrépito, más violento que el primero, el cual trajo consigo un temblor sonoro y profundo, como un terremoto, y la habitación se sumió en la oscuridad.
Wolgast se quedó helado. La negra oscuridad era total, una abrumadora ausencia de luz que le desorientó por completo. Las alarmas también habían enmudecido. Experimentó una ciega urgencia de huir, pero no tenía a donde ir. Daba la impresión de que la habitación se expandía y cerraba sobre él al mismo tiempo.
—Amy, ¿dónde estás? ¡Ayúdame a encontrarte!
Silencio. Wolgast respiró hondo y contuvo el aire.
—Dime algo, Amy. Di lo que sea.
Detrás de él oyó un leve gemido.
—Eso es. —Dio la vuelta, con el oído atento, intentando calcular la distancia y la dirección—. Hazlo otra vez. Te localizaré.
Comenzó a centrarse, y su pánico inicial dio paso a la determinación de llevar a cabo la tarea inmediata. Wolgast avanzó un paso con cautela hacia la voz, y luego otro. Un segundo gemido, apenas audible. La habitación era pequeña, no tendría ni seis metros cuadrados, de modo que no entendía cómo era posible que Amy se le antojara tan lejana en la oscuridad. No volvió a oír disparos, y no llegaba ningún ruido del exterior. Sólo las suaves notas de la respiración de Amy, que lo llamaban.
Wolgast había llegado al pie de la cama y estaba tanteando la barandilla metálica, cuando las luces de emergencia se encendieron, dos rayos procedentes de las esquinas del techo que flanqueaban la puerta. Apenas suficiente para ver algo, pero suficiente. La habitación seguía igual. Lo que estaba sucediendo fuera todavía no los había afectado.
Se sentó al lado de la cama de Amy y le tocó la frente. Todavía tenía fiebre, pero había bajado, y tenía la piel un poco húmeda. Con la electricidad cortada, la bomba del gotero se había parado. Se preguntó qué debía hacer, y decidió desconectarla. Tal vez era una equivocación, pero él no lo creía así. Había visto muchas veces a Fortes y a los otros cambiar el gotero, y conocía el ritual. Ajustó la abrazadera, cortó el paso de líquido y retiró la larga aguja del tope de goma situado en lo alto del tubo hundido en la piel de su mano. Con el gotero desconectado no había motivos para dejarlo puesto, de modo que se lo extrajo con delicadeza. La herida no sangró, pero por si acaso la cubrió con gasa y esparadrapo del carrito de suministros. Después esperó.
Pasaban los minutos. Amy se revolvió en la cama, como si estuviera soñando. Wolgast tuvo la curiosa intuición de que, si pudiera ver lo que ella soñaba, sabría qué estaba pasando fuera. Pero también se preguntó si eso importaba. Estaban bajo tierra, aislados. Era como si estuvieran encerrados en una tumba.
Wolgast se disponía a renunciar a todo y abandonarse a su suerte cuando oyó un silbido detrás de él: la presión estaba igualándose. Recuperó las esperanzas. A fin de cuentas, había llegado alguien. La puerta se abrió y reveló la presencia de una figura solitaria, en la penumbra, la cara oculta por las sombras, y vestido con ropa de calle. Cuando el hombre se apartó del reflejo de las luces de emergencia, Wolgast vio quién era. Aquel hombre no le sonaba de nada. El extraño tenía el cabello largo, desarreglado e indómito, surcado por algunos flecos canosos. Una incipiente y tosca barba trepaba por sus mejillas. Su bata de laboratorio estaba arrugada y llena de manchas. El hombre se acercó al lado de la cama de Amy con el mismo aire de preocupación que tendría la víctima de un accidente, o el testigo de alguna terrible catástrofe. Durante un tiempo no hizo ademán de darse por enterado de la presencia de Wolgast.
—Ella lo sabe —murmuró mientras contemplaba a Amy—. ¿Cómo es posible que ella lo sepa?