Authors: Justin Cronin
—¿Quién demonios es usted? ¿Qué está pasando aquí?
El hombre seguía aparentando que no lo oía. De su persona parecía irradiar un aire que no podía ser de este mundo, una tranquilidad casi fantástica.
—Es extraño —dijo al cabo de un momento. Suspiró y se tocó la barba, mientras barría la sala de aislamiento con la mirada—. Todo esto. ¿Era esto... lo que yo quería? Quería que hubiera uno. Pero en cuanto
vi
y
supe
cuáles eran sus planes, cómo terminaría todo, quise que hubiera al menos uno.
—¿De qué está usted hablando? ¿Dónde está Sykes?
El extraño pareció advertir por fin la presencia de Wolgast. Lo miró de cerca, el rostro surcado por un repentino fruncimiento de ceño.
—¿Sykes? Ah, está muerto. A decir verdad, creo que todos están muertos, ¿no le parece?
—¿Qué quiere usted decir con que están muertos?
—Que están muertos, que se han ido, tal vez hechos trizas. Eso, los más afortunados, en cualquier caso. —Asintió con un leve deje de esperanza—. Debería haberlo visto, el modo en que caían en picado de los árboles. Como murciélagos. Lo cierto es que deberíamos haber visto venir todo esto.
Wolgast estaba totalmente perdido.
—Perdone, no tengo ni idea... ¿De qué me está hablando?
El extraño se encogió de hombros.
—Bueno, ya se enterará. Antes de lo que cree, siento decirlo. —Volvió a mirar a Wolgast—. ¡Vaya modales los míos! Tendrá que perdonarme, agente Wolgast. Ha pasado mucho tiempo. Soy Jonas Lear. —Le lanzó una sonrisa compungida—. Podría decirse que soy la persona que está al mando de todo esto. O no. Dadas las circunstancias, creo que ya no hay nadie al mando.
Lear. Wolgast trató de hacer memoria, pero el nombre no le decía nada.
—Oí una explosión...
—Sí —interrumpió Lear—. Debe de haber sido en el ascensor. Me imagino que fue uno de los soldados. Pero yo estaba encerrado en el congelador, de modo que no vi esa parte. —Lear suspiró con fuerzas y barrió la habitación con la mirada otra vez—. Encerrarme en el congelador... No fue lo que se dice un momento de gran heroísmo, ¿verdad, agente Wolgast? Ojalá hubiera otra silla aquí, ¿sabe? Me gustaría sentarme. No sé cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que me senté.
Wolgast se puso en pie al instante.
—Tome la mía, por Dios. Pero dígame qué está pasando, por favor.
Pero Lear sacudió la cabeza, y su pelo grasiento onduló.
—No nos queda tiempo, me temo. Tenemos que irnos. Se acabó, ¿verdad, Amy? —Miró de nuevo la forma dormida y le tocó con suavidad la mano vendada—. Por fin ha terminado.
Wolgast fue incapaz de contenerse.
—¿Qué es lo que ha terminado?
Lear alzó la vista. Tenía los ojos anegados en lágrimas.
—Todo —contestó.
Lear los guió por el pasillo. Wolgast cargaba en brazos a Amy. El aire olía a quemado, a plástico fundido. Cuando doblaron la esquina en dirección al ascensor, Wolgast vio el primer cadáver.
Era Fortes. No quedaba gran cosa de él. Su cuerpo parecía destrozado, como si lo hubiera arrastrado algún ser enorme. La sangre coagulada brillaba bajo el latido de las luces de emergencia. Más allá de Fortes había otro, o al menos eso pensó Wolgast. Tardó un momento en comprender que estaba viendo otros fragmentos de Fortes.
Amy tenía los ojos cerrados, pero Wolgast hizo lo posible por taparlos, y le apretó la cara contra su pecho. Después de Fortes había dos cadáveres más, o tres, era difícil precisarlo. El suelo estaba resbaladizo por la sangre, y notó que sus pies patinaban en ella y en la grasa de los restos humanos.
Habían volado el ascensor y sólo quedaba el hueco, su oscuro interior iluminado por chispas danzarinas de cables rotos. Las pesadas puertas metálicas habían sido lanzadas al otro lado del pasillo y atravesado la pared opuesta. Bajo la luz que caía en ángulo desde los focos de emergencia, Wolgast vio dos hombres muertos más, soldados, aplastados por fragmentos de la puerta. Un tercero estaba apoyado contra la pared, sentado como un hombre que estuviera haciendo la siesta, salvo por el hecho de que descansaba sobre un charco de su propia sangre. Su rostro se veía demacrado y reseco, y el uniforme le colgaba suelto sobre el cuerpo, como si fuera de una talla demasiado grande.
Wolgast apartó la vista.
—¿Cómo vamos a salir de aquí?
—Por aquí —dijo Lear. Su estupor se había disipado. Ahora se mostraba perentorio y decidido—. Deprisa.
Siguieron otro pasillo. Todas las puertas estaban abiertas, pesadas puertas metálicas, idénticas a las del cuarto de Amy. Y en el suelo del corredor, más cadáveres, pero Wolgast no quiso (ni pudo) contarlos. Las paredes estaban sembradas de agujeros de bala, el suelo repleto de cartuchos, cuyos casquillos metálicos centelleaban.
Entonces un hombre salió de una puerta. Dando tumbos. Un hombre grande y fofo, como los que habían llevado la comida a Wolgast, aunque no reconoció su cara. Con una mano se tapaba un profundo corte del cuello, y la sangre le corría por los dedos, apretados contra la carne. Su camisa, una bata de hospital blanca como el pijama de Wolgast, era un reluciente peto de sangre.
—Hola —dijo—. Hola.
Miró a los tres, y después a un lado y otro del pasillo. Daba la impresión de que no se había fijado en la sangre, o que no le importara.
Wolgast no supo qué decir. Con una herida como ésa, el hombre debería estar muerto ya. Wolgast no podía creer que siguiera en pie.
—¡Aaay! —dijo el hombre, y se tambaleó—. Tengo que sentarme.
Se deslizó pesadamente hasta el suelo y dio la impresión de que su cuerpo se replegaba sobre sí mismo, como una tienda sin varillas. Respiró hondo y miró a Wolgast. Su cuerpo se estremeció.
—¿Estoy... dormido?
Wolgast no dijo nada. La pregunta se le antojó absurda.
Lear le tocó el hombro.
—Déjelo, agente. No hay tiempo.
El hombre se humedeció los labios. Sus ojos habían empezado a cerrarse, sus manos estaban caídas sobre el suelo, como guantes vacíos, a ambos lados.
—Porque he venido a decirles que he tenido el peor sueño de mi vida. Me dije: «Grey, estás teniendo el peor sueño de la historia».
—No creo que fuera un sueño —dijo Wolgast.
El hombre reflexionó y sacudió la cabeza.
—Me lo temía.
El hombre se estremeció de nuevo, con un violento espasmo, como si le hubiera alcanzado un rayo. Lear tenía razón: no podían hacer nada por él. El hombre, Grey, estaba agonizando. La sangre de su cuello había virado a un tono negroazulado intenso.
—Lo siento —dijo Wolgast—. Tenemos que irnos.
—Usted cree que lo siente —dijo el hombre, y dejó que su cabeza cayera contra la pared.
—Agente...
Pero la mente de Grey parecía estar en otra parte.
—No fui yo solo —dijo, y cerró los ojos—. Fuimos todos.
Continuaron a toda prisa, hasta una habitación con taquillas y bancos. Un callejón sin salida, pensó Wolgast, pero Lear extrajo una llave del bolsillo y abrió una puerta que anunciaba: MAQUINARIA.
Wolgast entró. Lear se puso de rodillas y utilizó una navaja para forzar un panel metálico. Éste se soltó de un par de goznes, y Wolgast se agachó para mirar dentro. La abertura no tendría más de un metro cuadrado.
—Sigan recto unos nueve metros, y encontrarán un cruce. Una tubería conduce arriba. Hay unas escaleras de mantenimiento dentro. Llega hasta la superficie.
Eran por lo menos quince metros, y tenía que subir unas escaleras en la oscuridad más absoluta cargado con Amy en brazos. Wolgast no creyó que pudiera conseguirlo.
—Tiene que haber otra forma.
Lear negó con un movimiento de cabeza.
—No la hay.
El hombre sostuvo a Amy mientras Wolgast entraba en el conducto. Sentado, con la cabeza agachada, podría tirar de Amy sosteniéndola por la cintura. Se enderezó hasta colocar las piernas rectas, y Lear colocó a Amy entre ellos. Daba la impresión de estar a punto de despertarse. A través de su delgada bata, Wolgast notó el calor de la fiebre que proyectaba su piel.
—Recuerde lo que he dicho. Diez metros.
Wolgast asintió.
—Tenga cuidado.
—¿Qué mató a esos hombres?
Pero Lear no contestó.
—No se aparte de ella —dijo—. Ella es fundamental. Ahora, váyase.
Wolgast empezó a avanzar, sujetando por la cintura a Amy con una mano, y con la otra internándose en el conducto. Sólo cuando el panel se cerró a su espalda cayó en la cuenta de que Lear no había tenido la menor intención de acompañarlos.
Los fluorescentes estaban por todas partes. Invadían todo el recinto. Richards oyó chillidos y disparos. Sacó más cargadores de su escritorio y subió corriendo las escaleras que conducían al despacho de Sykes.
La habitación estaba vacía. ¿Dónde estaba Sykes?
Tenían que establecer un perímetro. Repeler a los fluorescentes al interior del Chalé y echar el cerrojo. Richards salió del despacho de Sykes con el arma en alto.
Algo se movía en el pasillo.
Era Sykes. Cuando Richards lo alcanzó, se había desplomado en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared. Su pecho subía y bajaba como el de un corredor de fondo, y su rostro estaba perlado de sudor. Presentaba un amplio desgarrón en el brazo, justo por encima de la muñeca, del que manaba abundante sangre. Su pistola, una.45, estaba caída en el suelo, cerca de su palma vuelta hacia arriba.
—Están por todas partes —dijo Sykes, y tragó saliva—. ¿Por qué no me mató? El hijo de puta me miró.
—¿Cuál era?
—¿Y qué coño importa eso? —Sykes se encogió de hombros—. Tu amigo. Babcock. ¿Qué os lleváis entre manos? —Un profundo temblor lo recorrió—. No me encuentro muy bien —dijo, y vomitó.
Richards dio un salto atrás, pero demasiado tarde. El aire olía a bilis, y a algo más, elemental y metálico, como tierra removida. Richards notó la humedad a través de sus pantalones, sus calcetines. Sabía sin mirar a Sykes que el vómito iba acompañado de sangre.
—¡Joder!
Apuntó con su arma a Sykes.
—Por favor —dijo Sykes, una negativa, o tal vez una afirmación, pero en cualquier caso Richards pensó que le estaba haciendo un favor cuando apuntó el cañón al centro de su pecho, el punto preciso, y después apretó el gatillo.
Lacey vio al primero salir por una ventana de arriba. ¡Qué velocidad! ¡Como la mismísima luz! ¡Se movía como lo haría un hombre si estuviera hecho de luz! Todo terminó en un instante, saltó desde el tejado, surcó el aire por encima del recinto y aterrizó sobre un bosquecillo situado a cien metros de distancia. Un destello de luminiscencia temblorosa del tamaño de un hombre, como una estrella fugaz.
Había oído la alarma cuando el camión penetró en el recinto. Los dos hombres de la cabina habían discutido un momento (¿deberían largarse?), y Lacey había aprovechado aquel momento para salir disparada al bosque. Fue entonces cuando vio al demonio que volaba desde la ventana. Las copas de los árboles sobre los que había aterrizado absorbieron su peso con un estremecimiento.
Lacey vio lo que estaba a punto de suceder.
El conductor del camión abrió la puerta posterior del vehículo. Armamento, había dicho el centinela. ¿Pistolas? El camión iba lleno de pistolas.
Las copas de los árboles se movieron de nuevo. Una franja verde cayó hacia él.
«¡Oh! —pensó Lacey—. ¡Oh! ¡Oh!»
Entonces surgieron más. Salieron del edificio, a través de sus ventanas y puertas, se lanzaron al aire. Diez, once y doce. Y también había soldados por todas partes, que corrían, chillaban y disparaban, pero sus balas no conseguían nada. Los demonios eran demasiado veloces, o bien las balas no les hacían nada. Uno a uno, los demonios cayeron sobre los soldados y éstos murieron.
Para eso había venido: para salvar a Amy de los demonios.
«Deprisa, Lacey. Deprisa.»
Salió de la linde del bosque.
—¡Alto!
Lacey se quedó de piedra. ¿Debería levantar las manos? Apareció un soldado procedente del bosque, donde se había escondido, pensó. Era un buen chico, que cumplía lo que consideraba su deber. Procuraba no tener miedo, aunque era evidente que estaba asustado. Notaba el miedo que proyectaba, como oleadas de calor. No sabía lo que estaba a punto de pasarle. Sintió una tierna compasión.
—¿Quién eres?
—No soy nadie —dijo Lacey, y entonces el demonio cayó sobre él (antes de que pudiera apuntar su arma, antes de que pudiera pronunciar la palabra empezada mientras moría), y Lacey corrió hacia el edificio.
Cuando llegó a la base del tubo, Wolgast estaba sudando y su respiración era agitada. Una tenue luz caía sobre ellos. Muy arriba, distinguió los haces gemelos de la luz de emergencia, y todavía más arriba, las palas inmóviles de un ventilador gigante. El pozo de ventilación central...
—Amy, cariño —dijo—. Amy, tienes que despertarte.
Los ojos de la niña se abrieron y volvieron a cerrarse. Wolgast le guió los brazos alrededor de su cuello y se levantó. Notó que los pies de Amy se ceñían alrededor de su cintura. Pero notó que carecía de fuerzas.
—Tienes que agarrarte, Amy. Por favor. Es necesario que lo hagas.
Su cuerpo se tensó en respuesta. Pero de todos modos, Wolgast tuvo que utilizar uno de sus brazos para aguantar su peso. Eso sólo le dejaba una mano libre para subir las escaleras, para izarlos a ambos. Jesús.
Se volvió hacia las escaleras y apoyó el pie en el primer peldaño. Era como un problema de un test psicotécnico:
Brad Wolgast está sujetando a una niña. Ha de subir una escalerilla, de quince metros, dentro de un pozo de ventilación mal iluminado. La niña está semiinconsciente, en el mejor de los casos. ¿Cómo salvará Wolgast ambas vidas?
Entonces comprendió cómo podría hacerlo. De escalón en escalón, utilizaría la mano derecha para izarlos, encajaría ese mismo codo a través de la escalerilla, apoyaría el peso de Amy sobre su rodilla al tiempo que cambiaba de mano y ascendía otro peldaño. Después, la mano izquierda, luego la derecha, y así sucesivamente, trasladando el peso de Amy entre ellas, escalón a escalón hasta llegar al final.
¿Cuánto pesaba Amy? ¿Veinte kilos? Suspendidos, en el momento en que cambiara de manos, de la fuerza de un solo brazo.
Wolgast empezó a subir.
Richards dedujo que los chillidos y los disparos significaban que los fluorescentes estaban fuera.
Sabía lo que le había sucedido a Sykes. Era muy probable que le pasara a él también, puesto que Sykes había vomitado sobre él su maldita sangre infectada. Dudaba de vivir lo suficiente para que eso le importara.