Authors: Justin Cronin
—¿El virus?
—Supongo que ya lo descubrirás —dijo Sykes—. Déjelo entrar bajo mi responsabilidad. Por cierto, agente, una vez hayas entrado, allá tú. Después de eso, no puedo garantizar nada. ¿Queda claro?
Wolgast asintió. Sykes y Fortes se alejaron de la esclusa. Wolgast se dio cuenta de que no habían esperado que aceptara. En el último instante, Wolgast les llamó.
—¿Dónde está su mochila?
Fortes y Sykes intercambiaron otra mirada de complicidad.
—Espera aquí —dijo Sykes.
Regresó al cabo de unos minutos con la mochila de Amy. Las Supernenas. Wolgast nunca la había examinado, al menos con detenimiento. Había tres, hechas de plástico gomoso y pegadas a la tela tosca de la mochila, los puños alzados mientras volaban. Wolgast abrió la cremallera. Faltaban algunas cosas de Amy, como el cepillo de pelo, pero Peter continuaba dentro.
Clavó la vista en Fortes.
—¿Cómo sabré que no está... inactivo?
—Oh, ya se enterará —contestó Fortes.
Cerraron la puerta a su espalda. Wolgast sintió que la presión caía. Encima de la segunda puerta, la luz pasó de roja a verde. Wolgast giró el pomo y entró.
Una segunda habitación, más larga que la primera, con un grueso desagüe en el suelo y una ducha con alcachofa en forma de girasol, activada por una cadena metálica. Un letrero en la pared contenía las instrucciones que Sykes había indicado. Una larga lista de pasos que terminaban en ponerse desnudo y de pie sobre el desagüe, alzar la boca y los ojos, y después carraspear y escupir. Una cámara lo miraba desde una esquina del techo.
Se detuvo ante la segunda puerta. La luz de encima era roja. Había un teclado sujeto a la pared. ¿Cómo pasaría? Entonces, la luz cambió a verde, como había hecho la primera. Sykes, desde fuera, controlaba el sistema.
Hizo una pausa antes de abrir la puerta. Parecía pesada, de acero reluciente. Como una cámara acorazada, o algo de un submarino. No podía decir exactamente por qué había insistido en no ponerse el biotraje, una decisión que ahora se le antojaba precipitada. ¿Por Amy, como había dicho? ¿O para obtener alguna información, por ínfima que fuera, de Sykes? En cualquier caso, creía haber tomado la decisión correcta.
Giró el pomo, y sintió que se le destapaban los oídos cuando la presión descendió de nuevo.
Grey no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Días y días iguales unos a otros. Se había presentado a su turno, y había bajado en el ascensor al nivel 4 (no había pasado nada después de aquella primera noche: Davis lo había cubierto), cambiado en el vestuario y cumplido con su trabajo, limpiado los pasillos y cuartos de baño, entrado en Contención, y salido seis horas después.
Todo había sido de lo más normal, salvo que aquellas seis horas eran como una hoja en blanco, un cajón vacío de su cerebro. Era evidente que había hecho todas sus obligaciones, entregado sus informes, entrado y sacado las jaulas de conejos, e incluso intercambiado algunas palabras con Pujol o los demás técnicos que entraban. Sin embargo, él no podía recordar nada de nada. Había pasado su tarjeta para entrar en la sala de observación, y al instante siguiente se enteró de que su turno había terminado y estaba saliendo al otro lado.
Pero había algunos detalles sin importancia: cosas fugaces, pequeñas pero brillantes, fragmentos de datos grabados que daban la impresión de captar la luz, como confetis que caían a través de su cerebro durante todo el día. No eran imágenes, nada tan claro y directo como eso, nada a lo que poder aferrarse. Pero había estado sentado en la cantina, o en su habitación, o cruzado el patio en dirección al Chalé, y un sabor le subía a la garganta, notaba una sensación líquida en sus dientes. A veces le afectaba con tal fuerza que le obligaba a parar en seco. Y cuando eso sucedía, pensaba en cosas curiosas, sin relación entre sí, muchas de las cuales estaban relacionadas con
Osopardo
. Era como si el sabor que notaba en la boca oprimiera un botón que lo impulsara a pensar en su antiguo perro, en el cual, para ser sincero, no había pensado mucho desde hacía años, hasta la noche en que había tenido aquel sueño en Contención y vomitado la cena en el suelo.
Osopardo
y su aliento fétido.
Osopardo
, que subía una cosa muerta a rastras por los peldaños del porche, tal vez un marsupial o un mapache. En aquella ocasión había atacado una madriguera de conejitos bajo el remolque, diminutas bolas de piel de color melocotón, ni siquiera cubiertas de pelo todavía, y había triturado sus pequeños cráneos entre sus molares uno tras otro, como un niño sentado en un cine con una caja de palomitas de maíz.
Qué curioso: ni siquiera era capaz de afirmar que
Osopardo
hubiera hecho eso.
Se preguntó si estaría enfermo. El letrero que había sobre la entrada del nivel 3 le ponía nervioso, como nunca le había pasado. Daba la impresión de estarle dedicado en exclusiva a él. CUALQUIERA DE ESTOS SÍNTOMAS... Una mañana, cuando volvía de desayunar, notó un picor en la garganta, como el principio de un resfriado. Al instante siguiente se tapó el estornudo con las manos. Desde entonces tuvo muchos mocos. Ya era primavera. Aún hacía frío por las noches, pero por la tarde llegaban a los diez o quince grados, y todos los árboles estaban floreciendo, una tenue neblina verde, como un brochazo de pintura sobre las montañas. Siempre había sufrido alergia.
Y además, estaba el silencio. Grey tardó un poco en darse cuenta de lo que estaba pasando: nadie decía nada. No sólo los barrenderos, los cuales, para empezar, nunca decían gran cosa, sino también los técnicos y los médicos. No ocurrió de golpe, en el curso de un día, o de una semana. Pero poco a poco, con parsimonia, el silencio había caído sobre el lugar, y lo había sellado como una tapadera. Grey siempre había preferido escuchar. Wilder, el loquero de la cárcel, se lo había dicho: «Eres un buen oyente, Grey». Lo había dicho como un cumplido, pero Wilder estaba enamorado de su voz y se alegraba mucho de contar con un público. De todos modos, Grey echaba de menos el sonido de voces humanas. Una noche, en la cantina, había contado hasta treinta hombres encorvados sobre sus bandejas, y ni uno de ellos decía una palabra. Algunos ni siquiera comían, sino que se limitaban a estar sentados, tal vez acunando entre sus manos una taza de café o té, con la vista clavada en la lejanía. Como si estuvieran medio dormidos.
Pero había una cosa: Grey era un dormilón consumado. Durmió y durmió y durmió. Cuando el despertador sonó a las cinco de la mañana, y luego al mediodía, por si hubiera llegado a tiempo al último turno, dio la vuelta en la cama, encendió un cigarrillo del paquete que descansaba sobre la mesita de noche y se quedó inmóvil unos minutos, mientras intentaba decidir si había soñado o no. Decidió que no.
Después, una mañana, estaba sentado a una mesa de la cantina (tostada con mantequilla, un par de huevos, tres salchichas y un cuenco de sémola; si estaba enfermo, no le había afectado al apetito), y cuando levantó el rostro para asestar el primer mordisco, con la tostada a escasos centímetros de sus labios, vio a Paulson. Estaba sentado frente a él, a dos mesas de distancia. Grey lo había visto de lejos una o dos veces desde la conversación de aquella noche, pero nunca tan de cerca. Paulson tenía delante un plato de huevos, que no había tocado. Su aspecto era horrible, y la piel se veía tan tensa sobre su cara que podía verse el contorno de sus huesos. Durante un instante, apenas un instante, sus miradas se cruzaron.
Paulson desvió la mirada.
Aquella noche, cuando entró a trabajar, Grey interrogó a Davis.
—¿Conoces a ese tal Paulson?
Davis no estaba tan jovial como de costumbre. Habían desaparecido los chistes, las revistas guarras y los auriculares. Grey se preguntó qué haría Davis toda la noche en su puesto. Aunque la verdad era que Grey no tenía ni idea de qué hacía él mismo durante toda la noche.
—¿Qué pasa con él?
Pero Grey no hizo más preguntas. No sabía qué más preguntar.
—Nada. Sólo me estaba preguntando si lo conocías.
—Hazte un favor, mantente alejado de ese capullo.
Grey bajó y se puso a trabajar. No fue hasta más tarde, mientras pasaba el cepillo por la taza de un váter del nivel 4, cuando recordó la pregunta que había querido formular.
«¿De qué tiene tanto miedo?
»¿De qué tiene todo el mundo tanto miedo?»
Lo llamaban Número Doce. No Carter, Anthony o Tone, aunque ahora estaba tan enfermo, tumbado solo a oscuras, que se le antojaba que aquellos nombres y la persona a la que se referían pertenecían a otra persona. Una persona que había muerto, dejando tan sólo esta forma enferma y retorcida.
Tenía la impresión de que había estado enfermo siempre. Ésa era la palabra que le sugería. No que fuera a durar siempre, sino que estaba enfermo de tiempo. Como si la idea del tiempo estuviera imbricada en su interior, en cada célula de su cuerpo, y el tiempo no fuera un océano, como alguien había dicho en una ocasión, sino un millón de diminutas llamas encendidas que nunca se apagarían. La peor sensación del mundo. Alguien le había dicho que pronto se encontraría mejor, mucho mejor. Durante un tiempo se aferró a estas palabras. Pero ahora sabía que no eran más que mentiras.
Era vagamente consciente de que había movimientos a su alrededor, de idas y venidas, de que los hombres provistos de trajes espaciales lo palpaban y le daban inyecciones. Quería agua, tan sólo un sorbo para apagar su sed, pero cuando la pidió, no oyó ningún sonido procedente de sus labios, nada, salvo el rugido y el zumbido en sus oídos. Le habían extraído un montón de sangre. Litros y litros, creía. El hombre llamado Anthony había vendido su sangre alguna que otra vez. Apretaba el balón y veía cómo el balón se llenaba de sangre. Le asombraba su densidad, su intenso color rojo, lo viva que parecía. Nunca le extraían más de medio litro antes de que le dieran las galletas y los billetes doblados y lo despidieran. Pero ahora, los hombres de los trajes llenaban bolsa tras bolsa, y la sangre era diferente, aunque no podía explicar por qué. La sangre de su cuerpo estaba viva, pero creía que ya no le pertenecía. Era de otra persona, o de algo.
Habría sido estupendo morir entonces.
La señora Wood lo había sabido. Y no sólo con respecto a ella, sino también con respecto a Anthony, y cuando pensó en eso, por un momento volvió a ser Anthony. Era estupendo morir. Poseía cierta luminosidad, un dejarse llevar, como en el amor.
Intentó aferrarse a ese pensamiento, el pensamiento que todavía lo convertía en Anthony, pero se le escapó poco a poco, como una cuerda que se le escurriera lentamente entre las manos. Ignoraba cuántos días habían transcurrido. Algo le estaba pasando, pero no lo bastante deprisa para los hombres de los trajes. No paraban de hablar del asunto, le palpaban, inyectaban y extraían más sangre. Y también oía algo más ahora, un suave rumor, como de voces, pero éstas no procedían de los hombres de los trajes. Parecían provenir de muy lejos y de su interior al mismo tiempo. Desconocía las palabras, pero eran palabras, lo intuía. Lo que oía era un idioma, pues poseía orden, sentido y mente, pero no sólo una mente, sino doce. No obstante, una era más que las demás; no más potente, sino más todo. Esa voz, y después, debajo, las demás, doce en total. Y le estaban hablando, lo llamaban. Sabían que estaba allí. Estaban en su sangre y también eran eternas.
Quería contestarles algo.
Abrió los ojos.
—¡Baja la puerta! —gritó una voz—. ¡Se está moviendo!
Las ligaduras no eran nada para él, apenas parecían papeles. Los remaches saltaron de la mesa y salieron volando hacia el otro extremo de la habitación. Primero los brazos, y después las piernas. La habitación estaba a oscuras, pero no ocultaba nada a sus ojos, porque ahora la oscuridad era una parte de él. Y dentro de él, muy al fondo, una inmensa hambre devoradora se estaba despertando. Suficiente para comerse todo el mundo. Para engullirlo todo y sentirse saciado. Para transformar el mundo en eterno, como él.
Un hombre corría hacia la puerta.
Anthony cayó sobre él desde arriba, como una exhalación. Un chillido, y el hombre enmudeció, despedazado en el suelo. ¡La hermosa tibieza de la sangre! Bebió y bebió.
Quienquiera que le hubiese dicho que pronto se sentiría mejor estaba en lo cierto, a fin de cuentas.
Anthony Carter nunca se había sentido mejor que entonces.
Pujol, el maldito capullo, estaba muerto.
Treinta y seis días. Eso era lo que había tardado Carter en moverse, el que más se había hecho esperar desde que habían empezado. Pero, en teoría, Carter era el menos malo del grupo, la última fase antes de que el virus alcanzara su forma definitiva. El virus que había contraído la niña.
A Richards la niña le traía sin cuidado. Sobreviviría o no. Viviría eternamente o moriría antes de cinco minutos. En algún momento, la niña se había convertido en irrelevante para Armas Especiales. Wolgast estaba con ella ahora, hablando, intentando resucitarla. Hasta el momento se encontraba bien, pero si la niña moría, la diferencia sería inexistente.
¿En qué coño había estado pensando Pujol? Tendrían que haber bajado la puerta días antes. Pero al menos, ahora sabían de qué eran capaces estas cosas. El informe de Bolivia ya lo había indicado, pero una cosa muy diferente era verlo con tus propios ojos, ver en un vídeo cómo Carter, aquel hombrecito cuyo CI no superaba los 80 en un día bueno y que, por lo que Richards sabía, se asustaba hasta de su propia sombra, saltaba desde seis metros de distancia, con tal velocidad que dio la impresión de haber rodeado el espacio, en lugar de atravesarlo, y abría en canal a un hombre desde la ingle a las mejillas como si fuera una carta abierta con impaciencia. Cuando todo hubo terminado (en unos dos segundos), tuvieron que deslumbrar a Carter con las luces, con el fin de obligarlo a retroceder hacia un rincón y bajar la puerta.
Ahora tenían doce. Trece, si se contaba a Fanning. El trabajo de Richards había terminado, o casi. La orden acababa de llegar. El Proyecto Noé pasaba a ser la Operación Arranque. En una semana a partir de entonces trasladarían a los doce fluorescentes a White Sands. Lo que ocurriera después ya no estaba en las manos de Richards.
Las bombas antibúnker definitivas. Así los había llamado Cole, ya entonces, cuando aquello no era más que una teoría, antes de lo de Bolivia, Fanning y todo lo demás.
—Imagínate lo que una de esas cosas podría hacer, pongamos por caso, en las cuevas de las montañas del norte de Pakistán, los extensos desiertos de Irán o los edificios derruidos de la zona libre de Chechenia. Piensa a lo grande, Richards: una buena limpieza desde dentro.