Authors: Justin Cronin
¿Dónde estaban Lacey y Doyle?
Se acercó a Amy. No parecía que la caída le hubiera provocado daños, ni tampoco la explosión, al menos a simple vista. Pasó las manos por debajo de sus brazos y la apoyó sobre su hombro. Corrió hacia el Lexus.
Se inclinó para depositar a Amy en el interior y acostarla sobre el asiento trasero. Entró y giró la llave. Los faros iluminaron el recinto.
Algo golpeó el capó.
Era una especie de animal. No: se trataba de una especie de cosa monstruosa, que proyectaba una luz verdosa palpitante. Pero cuando vio sus ojos, y lo que contenían, descubrió que aquel extraño ser nuevo que se había posado sobre el capó era Anthony Carter.
Carter se levantó cuando Wolgast encontró la palanca de cambio, dio marcha atrás y aceleró. Wolgast lo vio a las luces del Lexus, rodando sobre el suelo, y después, con una serie de movimientos casi demasiado rápidos para el ojo, lanzarse al aire y desaparecer.
«¿Por el amor de...?»
Wolgast pisó el freno y dio un volantazo a la derecha. El coche giró y giró hasta detenerse, apuntado hacia el camino de acceso. Entonces la puerta del pasajero se abrió: era Lacey. Ella se subió deprisa, sin decir nada. Había franjas de sangre brillante sobre su cara, sobre su camisa. Sostenía una pistola en la mano. La miró, asombrada, y la dejó caer al suelo.
—¿Dónde está Doyle?
—No lo sé —dijo ella.
Dejó el coche en el camino de acceso y pisó el acelerador.
Entonces vio a Doyle. Corría en diagonal en dirección al Lexus, mientras agitaba la.45.
—¡Vete! —estaba gritando—. ¡Vete!
Notaron un golpe estruendoso en el techo del coche, y Wolgast supo que era Carter. Carter estaba sobre el techo del Lexus. Wolgast pisó los frenos de nuevo, y todos salieron lanzados hacia adelante. Carter cayó sobre el capó, pero aguantó. Wolgast oyó que Doyle le disparaba, tres veloces detonaciones. Wolgast vio que una bala alcanzaba a Carter en el pecho, un fogonazo fugaz. Carter apenas pareció darse cuenta.
—¡Eh! —estaba gritando Doyle—. ¡Eh!
Carter se volvió y vio a Doyle. Tirando con fuerza de sí mismo se lanzó desde el capó mientras Doyle disparaba por última vez. Wolgast se volvió a tiempo de ver cómo la criatura que una vez había sido Anthony Carter caía sobre su compañero y lo asía como si fuera una boca gigante.
Todo terminó en un instante.
Wolgast pisó a fondo el acelerador. El coche saltó sobre un tramo herboso, mientras las ruedas desgarraban el aire, y después cayó sobre el pavimento con un chirrido. Se alejaron del Chalé en llamas por el largo camino de entrada, a través del vestíbulo de árboles, el paisaje desfilando a toda velocidad. Primero a 75 kilómetros por hora, luego a 90, y después a 105.
—¿Qué coño ha sido eso? —preguntó Wolgast a Lacey—. ¿Qué es eso?
—Pare aquí, agente.
—¿Qué? No lo dirá en serio.
—Nos atraparán. Seguirán la sangre. Debe parar el coche ahora. —Apoyó una mano sobre su codo. La presa era firme, insistente—. Por favor. Haga lo que le pido.
Wolgast acercó el Lexus a la cuneta. Lacey se volvió hacia él. Wolgast vio la herida de su brazo, un limpio disparo justo debajo del músculo deltoides.
—Hermana Lacey...
—No es nada —dijo Lacey—. Sólo carne y sangre. Pero yo no iré con ustedes. Ahora lo comprendo.
Tocó de nuevo su brazo y sonrió, una sonrisa final de bendición, triste y feliz al mismo tiempo. Una sonrisa por las penalidades del largo viaje, ahora concluido.
—Cuide de ella. Amy es suya. Usted sabrá lo que hay que hacer.
Después, bajó del coche y cerró la puerta antes de que Wolgast pudiera decir una palabra más.
Wolgast miró por el retrovisor y la vio correr en dirección contraria, agitando los brazos en el aire. ¿Una advertencia? No, los estaba animando a que se lanzaran sobre ella. No había recorrido ni treinta metros cuando una ráfaga de luz salió disparada de los árboles, y después otra, y luego una tercera, tantas que Wolgast se vio obligado a desviar la vista, y pisó el acelerador y se alejó todo lo deprisa que pudo sin mirar atrás ni un solo momento.
Cuando todo el tiempo expiró, y el mundo perdió su memoria, y el hombre que era se había perdido de vista como un barco en la lejanía, rodeando el filo de la tierra con su antigua vida encerrada en la bodega; y cuando las estrellas remolineantes contemplaron la nada, y la luna en su arco ya no recordaba su nombre, y todo cuanto quedaba era el gran mar de ansia sobre el que flotaba eternamente, todavía, en su interior, en el lugar más profundo, era esto: un año. La montaña y las estaciones que se sucedían, y Amy. Amy y el año de Cero.
Llegaron al campamento a oscuras. Wolgast condujo el último kilómetro poco a poco, siguiendo los haces de los focos cuando se abrían paso entre los árboles, frenaba para salvar los peores baches, las rodadas profundas de la escorrentía del invierno. Las ramas extendidas como dedos, preñadas de humedad, arañaron el techo y las ventanillas cuando pasaron. El coche era un trasto, un anticuado Toyota Corolla de llantas enormes y chillonas, y un cenicero lleno de colillas amarillentas. Wolgast lo había robado en un aparcamiento de caravanas situado en las afueras de Laramie, dejando el Lexus con las llaves en el encendido y una nota sobre el salpicadero: «Quédeselo, es suyo». Un chucho encadenado, demasiado cansado para ladrar, había contemplado la maniobra con desinterés, mientras Wolgast arrancaba el motor, y después transportaba a Amy desde el Lexus al Toyota Corolla, donde la había tendido sobre el asiento posterior, sembrado de envoltorios de comida basura y paquetes de cigarrillos vacíos.
Por un momento, Wolgast deseó poder estar presente para ver la cara del propietario cuando despertara por la mañana y encontrara su viejo coche reemplazado por un sedán deportivo de 80.000 dólares, como la calabaza de Cenicienta convertida en una carroza. Wolgast nunca había conducido nada semejante. Confió en que el nuevo propietario, fuera quien fuera, se regalase el placer de conducir el coche al menos una vez, antes de descubrir una forma de hacerlo desaparecer con sigilo.
El Lexus pertenecía a Fortes. Había pertenecido, se recordó Wolgast, porque Fortes estaba muerto. Fortes, James B. Wolgast nunca había sabido su nombre, hasta que leyó la tarjeta de matriculación. Una dirección de Maryland, lo que debía significar el USAMRIID, o quizá los Institutos Nacionales de Salud. Wolgast había tirado el documento por la ventanilla a un campo de trigo, cerca de la frontera de Colorado con Wyoming. Pero había guardado el contenido de la cartera encontrada en el suelo, junto al asiento del conductor: algo más de seiscientos dólares en metálico y una Visa Titanium.
Pero eso había sucedido horas antes, el transcurso del tiempo exagerado por la distancia recorrida. Colorado, Wyoming e Idaho, este último en una oscuridad absoluta, entrevisto tan sólo gracias a los focos del Corolla. Habían atravesado Oregón al amanecer de la segunda mañana, cruzado las mesetas arrugadas del árido interior a medida que el día avanzaba. Estaban rodeados de campos desiertos y colinas doradas azotadas por el viento, donde florecía la artemisa púrpura. Para mantenerse despierto, Wolgast conducía con las ventanillas abiertas, y el interior del coche se llenaba de su dulce perfume: el olor de la infancia, de casa. A media tarde notó que el motor del Corolla se forzaba: habían empezado, por fin, a ascender. Cuando la oscuridad cayó, la cordillera de las Cascadas salió a su encuentro, una masa melancólica que aserraba los rayos del sol poniente e iluminaba el cielo occidental en un abrasador
collage
de rojos y púrpuras, como una pared de vidrieras. En lo alto, brillaba el hielo sobre las puntas rocosas.
—Amy —dijo—. Despierta, cariño. Mira.
Amy estaba tumbada en el asiento trasero, cubierta con una manta de algodón. Aún estaba débil, había dormido durante la mayor parte de los dos últimos días. Pero daba la impresión de que lo peor había quedado atrás. Su piel presentaba un aspecto mejor, y la palidez cerúlea de la fiebre había desaparecido. Aquella mañana había mordisqueado un bocadillo de huevo y tomado unos sorbos de leche chocolatada que Wolgast había comprado en un autoservicio. Algo curioso: era muy sensible a la luz del sol. Daba la impresión de que le causaba dolor físico, y no sólo en los ojos. Todo su cuerpo la rechazaba, como si sufriera una descarga eléctrica. En una estación de servicio le había comprado unas gafas de sol, rosa, como de estrella de cine, las únicas lo bastante pequeñas para sostenerse sobre su nariz, y una gorra con el logo de John Deere para que se la encasquetara sobre los ojos. Pero incluso con la gorra y las gafas, apenas había asomado la cabeza de debajo de la manta en todo el día.
Al oír su voz, la niña se levantó pese al sueño que la embargaba y miró por el parabrisas. Todavía con las gafas de sol rosa, entornó los ojos para protegerlos de la luz del sol y se masajeó las sienes. El viento que entraba por las ventanillas agitó sus largos mechones de pelo alrededor de la cara.
—Hay mucha... luz —dijo en voz baja.
—Las montañas —explicó Wolgast.
Condujo los últimos kilómetros guiado por el instinto, siguiendo carreteras carentes de indicaciones que le adentraron todavía más en los pliegues boscosos de las montañas. Un mundo oculto: adonde iban no había ciudades, ni casas, ni gente. Al menos, así lo recordaba. El aire era fresco y olía a pino. El indicador de gasolina estaba casi a cero. Pasaron ante una tienda que Wolgast recordaba vagamente, aunque el nombre no le resultaba familiar (ARTÍCULOS DE CONFECCIÓN / PERM. CAZA Y PESCA MILTON), y empezó la ascensión final. Tres bifurcaciones después se encontraba al borde del ataque de ansiedad, convencido de que se había extraviado, cuando una serie de pequeños detalles parecieron presentarse ante él como surgidos del pasado: cierta elevación de la carretera, un fugaz vistazo de un cielo tachonado de estrellas cuando doblaron una curva, y después, bajo las ruedas del Toyota, la acústica expansiva del aire libre cuando cruzaron el río. Como cuando era pequeño, con su padre al lado, camino del campamento.
Momentos después, llegaron a un claro entre los árboles. Al lado de la carretera se alzaba un letrero castigado por el clima: CAMPAMENTO BEAR MOUNTAIN, y debajo, colgando de un par de cadenas oxidadas: SE VENDE, con el nombre de una agencia inmobiliaria y un número de teléfono de una centralita telefónica de Salem. El letrero, como tantos que Wolgast había visto en la carretera, estaba acribillado a balazos.
—Hemos llegado —dijo.
El camino de entrada al campamento, de un kilómetro y medio de longitud, seguía la cima de un alto dique que dominaba el río, rodeaba un grupo de peñascos y les internaba en la arboleda. Sabía que el lugar estaba cerrado desde hacía años. ¿Seguirían en pie los edificios? ¿Qué encontrarían? ¿Las ruinas calcinadas de un incendio devastador? ¿Tejados podridos y hundidos bajo el peso de la nieve invernal? Pero entonces, al salir de los árboles, apareció el campamento: el edificio que los chicos llamaban la Casa Vieja (porque entonces ya era vieja), y detrás de ella y a su alrededor, las cabañas y edificios anejos más pequeños, una docena en total. Al otro lado había más bosque y un sendero que descendía hasta el lago, 80 hectáreas de silencio cristalino, contenido por un dique de tierra en forma de frijol. Cuando se acercaron a la casa, los faros del Toyota resbalaron sobre las ventanas delanteras, y recrearon por un momento la ilusión de luces encendidas en el interior, como si esperaran su llegada, como si no hubieran atravesado el país, sino retrocedido en el tiempo, salvado el abismo de treinta años, cuando Wolgast era un niño.
Frenó el coche ante el porche y apagó el motor. Experimentó, aunque fuera extraño, el ansia de rezar una oración de gracias, para agradecer de alguna manera su llegada. Pero habían pasado muchos años desde que lo hiciera por última vez, demasiados. Bajó del coche y salió al asombroso frío. Su aliento formó chorros equinos alrededor de la cara. Estaban a principios de mayo, y el aire todavía parecía conservar el recuerdo del invierno. Se acercó al maletero y lo abrió. Cuando lo había abierto por primera vez, en el aparcamiento de un Wal-Mart, al oeste de Rock Springs, había descubierto que estaba lleno de latas de pintura vacías. Ahora contenía provisiones: ropa para ambos, comida, artículos de tocador, velas, pilas, cámping gas y botellas de propano, diversas herramientas básicas, un kit de primeros auxilios y un par de sacos de dormir desinflados. Lo suficiente para establecerse, aunque no tardaría en tener que bajar de la montaña. Gracias al resplandor de la bombilla del maletero, localizó lo que buscaba y subió al porche.
El picaporte de la puerta principal cedió con un fuerte tirón de la palanca para desmontar neumáticos del Toyota. Wolgast encendió su linterna y entró. Si Amy despertaba sola, tal vez se asustaría, pero quería echar un vistazo rápido para comprobar que no existía el menor peligro. Probó el interruptor de la luz que había junto a la puerta, pero no pasó nada; la corriente estaba desconectada, sin duda. Habría un generador de reserva en alguna parte, aunque necesitaría combustible para lograr que funcionara, y aun en ese caso no era seguro que lo lograra. Paseó la linterna alrededor de la sala. Había una colección caótica de sillas y mesas de madera, una cocina de leña de hierro forjado, un escritorio de oficina metálico apoyado contra la pared y, encima, un tablón de anuncios, vacío salvo por una sola hoja de papel, arrugada a causa del tiempo. Las ventanas estaban desprotegidas, pero el cristal había resistido. El espacio estaba cerrado herméticamente y se conservaba, y cuando la estufa de leña funcionara se calentaría enseguida.
Dirigió la linterna hacia el tablón de anuncios. BIENVENIDOS, CAMPISTAS. VERANO DE 2014, ponía el papel, y debajo, ocupando el resto de la página, una lista de nombres (los habituales Jacob, Joshua y Andrew, pero también un Sacha e incluso un Akeem), cada uno seguido por el número de la cabaña que le habían asignado. Wolgast había ido tres años seguidos, y durante el último (el verano en que había cumplido doce años) trabajó de ayudante de monitor, durmió en una cabaña con un grupo de niños pequeños, muchos de ellos afligidos por una nostalgia de su hogar que los debilitaba casi tanto como una enfermedad. Entre los que se pasaban llorando toda la noche, y las excentricidades nocturnas de sus torturadores, Wolgast apenas había pegado ojo en todo el verano. Y sin embargo, nunca había sido tan feliz. Aquellos días fueron, en muchos sentidos, los mejores de su infancia, tiempos dorados. Al otoño siguiente sus padres se lo llevaron a Texas y empezaron todos sus problemas. El propietario del campamento era un tal señor Hale, un profesor de biología de instituto con la voz profunda y la caja torácica abombada de un defensa de rugby, cosa que había sido en otro tiempo. Era amigo del padre de Wolgast, aunque, hasta donde él recordaba, éste jamás había reconocido dicha amistad.