Authors: Justin Cronin
Un resplandor estaba aclarando las ventanas cuando Michael terminó. Apagó el farol y se levantó de la silla cuando el toque matutino empezó a sonar, tres sólidos repiques seguidos de una pausa de idéntica duración, después tres más por si no habías comprendido el mensaje la primera vez («Ha amanecido; estás vivo»), cruzó el laberíntico desorden de la estrecha habitación, con sus contenedores de plástico llenos de piezas, herramientas diseminadas y platos sucios en pilas precarias (Michael no comprendía por qué Elton no podía comer en el barracón; el hombre era repugnante), se acercó a la caja de fusibles y apagó las luces. Lo movió una oleada de agotada satisfacción, como siempre que sonaba el toque matutino: una noche más de trabajo cumplido, todas las almas sanas y salvas, enfrentadas a un nuevo día. A ver si Alicia y sus cuchillos conseguían eso. (¿Acaso no era cierto que, cuando había levantado la cara y visto el diario, lo había distraído la imagen de Alicia en su memoria, como sucedía con cierta frecuencia? Y no sólo Alicia, sino la imagen concreta de la luz del sol cuando inflamó su pelo en el momento en que salió del arsenal aquella misma noche, al tiempo que Michael descendía por el sendero hacia ella, invisible. Una imagen que, cuando lo pensó de nuevo, era impresionante. Y todo eso a pesar de que Alicia Donadio era, a decir verdad, la mujer más irritante que había sobre la faz de la tierra, y no se podía decir que tuviera mucha competencia.) Volvió al panel y siguió los pasos, activar las pilas para que se cargaran, encender los ventiladores y abrir los conductos de ventilación. Los contadores, que se encontraban al 28 por ciento en el tablero, empezaron a parpadear y ascender.
Se volvió y miró a Elton, que daba la impresión de estar dormitando en su silla, aunque a veces costaba saberlo. Dormido y despierto, los ojos de Elton siempre eran iguales, dos delgadas franjas de jalea amarilla, asomadas a través de unos párpados perpetuamente húmedos que nunca lograban cerrarse del todo. Sus pálidas manos estaban enlazadas sobre la curva del estómago, los auriculares, como siempre, ceñidos a los costados de su cabeza escamosa, proyectando la música que escuchaba toda la noche. Los Beatles. Boyz-B-Ware. Art Lundgren y su All-Girl Polka-Party Orchestra (lo único que a Michael le gustaba un poco).
—¿Elton? —No obtuvo respuesta. Michael alzó un poco la voz—. ¿ELTON?
El anciano (Elton tenía cincuenta años, como mínimo) cobró vida.
—No me jodas, Michael. ¿Qué hora es?
—Relájate. Ha amanecido. La noche ha terminado.
Elton hizo girar la silla, los goznes chirriaron, y depositó los auriculares sobre los pliegues de su cuello.
—Entonces, ¿por qué me has despertado? Estaba llegando a lo bueno.
Después de los CD, las incursiones nocturnas de Elton en aventuras sexuales imaginarias constituían su pasatiempo favorito: sueños con mujeres, muertas hacía mucho tiempo, que contaba a Michael con pelos y señales, afirmando que eran recuerdos de cosas que le habían pasado en sus años de juventud. Todo chorradas, imaginaba Michael, puesto que Elton apenas salía del Faro, y al verlo ahora, con su cabeza casposa, la barba enmarañada y los dientes grisáceos, cuajados de restos de una comida engullida tal vez dos días antes, Michael no entendía cómo podía todo aquello ser posible.
—¿No quieres que te lo cuente? —El anciano arqueó las cejas de manera sugerente—. Era el sueño del heno. Sé que ése te gusta.
—Ahora no, Elton. He... descubierto algo. Un libro.
—¿Me has despertado porque has encontrado un libro?
Michael se desplazó en su silla a lo largo del panel y depositó el libro en el regazo del anciano. Elton pasó los dedos sobre la superficie, sus ojos sin vida vueltos hacia arriba, y después se acercó la cubierta a la cara y la olió durante largo rato.
—Yo diría que es el diario de tu abuelo. Este trasto ha estado vagando por aquí durante años. —Se lo devolvió a Michael—. No puedo decir que lo haya leído. ¿Has encontrado algo interesante?
—Elton, ¿qué sabes de eso?
—No sabría decirlo. Las cosas tienen la propiedad de aparecer cuando las necesitas.
Fue entonces cuando Michael comprendió por qué no había visto el libro antes. No lo había visto porque no estaba allí.
—Tú lo pusiste en el estante, ¿verdad?
—La radio está prohibida ahora, Michael. Ya lo sabes.
—Elton, ¿has hablado con Theo?
—¿Theo qué?
Michael sintió que su irritación aumentaba. ¿Por qué no podía contestarle el hombre ni una sola pregunta?
—Elton...
El anciano le interrumpió con la mano levantada.
—De acuerdo, no te sulfures. No, no he hablado con Theo. Aunque supongo que tú sí. No he hablado con nadie, excepto contigo. —Hizo una pausa—. Michael, te pareces a tu viejo más de lo que crees. Tampoco sabía mentir.
Michael no se sorprendió. Se derrumbó en su silla. En parte estaba contento.
—¿La situación es muy grave? —preguntó Elton.
—No es buena. —Se encogió de hombros. Por algún motivo inescrutable, se miró las manos—. La número 5 es la peor, y la 2 y la 3 van algo mejor que las demás. Tenemos carga irregular en la 1 y la 4. Esta mañana había 28 en el tablero, y nunca por encima de 55 cuando el primer toque.
Elton asintió.
—Bien, habrá apagones dentro de seis meses, y fallo total dentro de treinta. Más o menos lo que tu padre había calculado.
—¿Lo sabía?
—Tu viejo era capaz de leer esas baterías como si fueran un libro, Michael. Lo vio venir hace mucho tiempo.
Conque se trataba de eso... Su padre lo había sabido, y su madre seguramente también. Un terror familiar despertó en su interior. No quería pensar en esto, no quería.
—¿Michael?
Respiró hondo para serenarse. Un secreto más a cuestas. Pero haría lo que siempre hacía, ocultar la información de su interior mientras pudiera.
—Bien —dijo Michael—, ¿cómo se fabrica una radio?
La radio no era el problema, explicó Elton. El problema era la montaña.
La señal original se había enviado mediante una antena que se alzaba en el pico de la montaña. Un cable aislado, de cinco kilómetros de largo, había corrido a lo largo de la línea eléctrica para conectarla con el transmisor del Faro. La Ley Única lo había derribado y destruido todo. Sin antena, estaban aislados por completo del este, y cualquier señal que pudieran recibir sería barrida por las interferencias magnéticas de las baterías.
Eso les dejaba dos opciones. Ir al Hogar y pedir permiso para colocar una antena en la montaña, o no decir nada y tratar de enviar la señal de otra forma.
Al final no hubo discusión. Michael no podía pedir permiso sin explicar el motivo, lo cual implicaba revelar al Hogar el problema de las baterías. Y contarles lo de las baterías estaba descartado, porque todo el mundo se enteraría, y en cuanto sucediera, lo demás dejaría de tener importancia. Michael no sólo estaba a cargo de las baterías, sino que era el pegamento de esperanza que fusionaba el lugar. No podías decir a la gente que las probabilidades se habían agotado. Lo único que podía hacer era encontrar alguien vivo allí fuera (encontrarlo mediante la radio, lo cual significaría que tenía electricidad y, por tanto, luz), antes de decir una palabra a nadie. Y si no encontraba nada, si el mundo estaba en verdad desierto, entonces lo que iba a suceder sucedería de todos modos. Era mejor que nadie lo supiera.
Puso manos a la obra aquella misma mañana. En el cobertizo, apilado entre antiguos tubos de rayos catódicos, CPU, televisores de plasma, y contenedores con teléfonos móviles y blu-rays, había un antiguo receptor estéreo (que sólo tenía frecuencias AM y FM, pero podía abrirlas) y un osciloscopio. Un cable de cobre que subía por la chimenea haría las veces de antena. Michael acomodó las tripas del receptor en un chasis de CPU con el fin de camuflarlo (la única persona que podía fijarse en la aparición de otra CPU sobre el mostrador era Gabe, y por lo que Sara le había dicho, el pobre tipo no volvería nunca), y enchufó el receptor al panel, utilizando el puerto de audio. El sistema de control de baterías tenía un programa sencillo, y con algo de trabajo fue capaz de configurar el ecualizador para filtrar el ruido de las baterías. No podrían transmitir, carecía de transmisor y tendría que imaginar una forma de construir uno de la nada. Pero de momento, con un poco de paciencia, podría recibir cualquier señal decente procedente del oeste.
No encontraron nada.
Oh, había mucho que oír. Una sorprendente gama de actividad, desde ULF (ultra baja frecuencia) hasta microondas. La torre para teléfonos móviles alimentada por un panel solar activo. Energía geotérmica que todavía alimentaba la red. Incluso un par de satélites, todavía en órbita, que transmitían sus saludos cósmicos y debían de preguntarse adónde habían ido todos los habitantes del planeta Tierra.
Era todo un mundo oculto de ruido eléctrico. Y nadie, ni una sola persona, en casa.
Día tras día, Elton se sentaba ante la radio, con los auriculares ceñidos a la cabeza, sus ojos ciegos vueltos hacia arriba. Michael aislaba una señal, limpiaba el ruido y la enviaba al amplificador, donde la filtraba por segunda vez para desviarla hacia los auriculares. Al cabo de un momento de intensa concentración, Elton cabeceaba, tal vez dedicaba un momento a dar tirones a su barba poblada de migas, y después anunciaba con su voz dulce:
—Algo débil, irregular. Tal vez una antigua señal de socorro.
O bien:
—Una señal terrestre. Tal vez una mina.
O bien, con una brusca sacudida de cabeza:
—Aquí no hay nada. Sigamos adelante.
Se pasaban sentados los días y las noches, Michael ante el tubo de rayos catódicos, Elton con los auriculares pegados a la cabeza, mientras su mente parecía flotar entre las señales perdidas de su especie casi desaparecida. Siempre que encontraba una, Michael la apuntaba en su cuaderno de bitácora, anotaba la hora, la frecuencia y todo lo demás. Después volvían a repetir la rutina.
Elton era ciego de nacimiento, de modo que Michael no sentía pena por él, por eso no. Ser ciego era una de las características de Elton. Había sido obra de la radiación. Los padres de Elton eran caminantes, integrados en la Segunda Oleada que había llegado, hacía cincuenta y tantos años, cuando los poblados de Baja fueron invadidos. Los supervivientes habían caminado entre las ruinas radiactivas de lo que había sido San Diego, y cuando el grupo llegó, veintiocho almas, las que todavía podían tenerse en pie cargaban con los demás. La madre de Elton estaba embarazada, y deliraba a causa de la fiebre. Dio a luz justo antes de morir. Su padre habría podido ser cualquiera. Nadie sabía cómo se llamaban.
Y en conjunto, Elton lo llevaba bien. Tenía un bastón que utilizaba cuando salía del Faro, cosa poco frecuente, y parecía satisfecho de pasar sus días ante el panel, siendo de utilidad de la única forma que sabía. Aparte de Michael, sabía más de baterías que nadie, una hazaña milagrosa, teniendo en cuenta que nunca había visto una. Pero según Elton, eso le concedía ventaja. Porque no se dejaba engañar por el aspecto de las cosas.
—Esas baterías son como una mujer, Michael —le gustaba decir—. Tienes que aprender a escucharlas.
La noche del día 54 del verano, cuando estaba a punto de sonar el primer toque nocturno (hacía cuatro noches que el Vigilante Arlo Wilson había matado a un viral en las redes), Michael encendió los monitores de las baterías, una hilera de barras para cada una de las seis pilas. El 54 por ciento en la 2 y la 3, un suspiro por debajo de 50 en la 5 y la 4, 50 justos en la 1 y la 6, y la temperatura de todos en verde, treinta y un grados. Los vientos que soplaban desde la montaña tenían una velocidad fija de 13 kilómetros por hora, con ráfagas de 20. Repasó la lista de control, cargó los capacitores, probó todos los relés. ¿Qué había dicho Alicia? ¿Oprimes el botón y se encienden? Así lo creían los Pequeños.
—Deberías comprobar de nuevo la segunda pila —dijo Elton desde su silla. Se estaba metiendo cucharadas de requesón en la boca.
—A la segunda pila no le pasa nada.
—Hazlo —insistió—. Confía en mí.
Michael suspiró y buscó en la pantalla de nuevo los monitores de baterías. No cabía duda: la carga de la número 2 estaba descendiendo. Primero, 54. Después, 52. La temperatura también estaba subiendo. Le habría gustado preguntar a Elton cómo lo había sabido, pero la respuesta habría sido la de siempre: un enigmático ladeo de cabeza, como si dijera: «Lo he oído, Michael».
—Abre el relé —aconsejó Elton—. Hazlo otra vez, a ver si se estabiliza.
Faltaban escasos momentos para el segundo toque nocturno. Bien, podrían funcionar con las otras cinco pilas en caso necesario, y después tratar de averiguar cuál era el problema. Michael abrió el relé, esperó un momento a que escapara cualquier gas que pudiera albergar la línea, y volvió a cerrarlo. El contador se estabilizó en 55.
—La estática es la clave —dijo Elton, justo cuando sonaba el segundo toque nocturno. Agitó su cuchara—. Ese relé falla demasiado. Deberíamos cambiarlo.
La puerta del Faro se abrió. Elton alzó la cara.
—¿Eres tú, Sara?
La hermana de Michael entró, todavía vestida para montar y cubierta de polvo.
—Buenas noches, Elton.
—¿A qué hueles? —El anciano sonrió de oreja a oreja—. ¿A lilas de la montaña?
Sara se remetió tras la oreja un mechón de pelo empapado en sudor.
—Huelo a ovejas, Elton. Pero gracias. —Habló a Michael, que estaba sentado ante el panel—. ¿Vas a venir a casa esta noche? He pensado que podría cocinar.
Michael pensó que debería quedarse donde estaba, puesto que una de las pilas se estaba portando mal. Además, la noche era el mejor momento para la radio. Pero no había comido en todo el día, y cuando pensó en comida caliente su estómago se puso a rugir.
—¿Te importa, Elton?
El viejo se encogió de hombros.
—Si te necesito, sé dónde localizarte. Vete ahora, si quieres.
—¿Quieres que te traiga algo? —se ofreció Sara, mientras Michael se levantaba de la silla—. Hay mucho en casa.
Pero Elton negó con un movimiento de cabeza, como siempre.
—Esta noche no, gracias.
Cogió los auriculares de su sitio sobre el contador y se los puso. «Me acompaña toda la gente del mundo.»
Michael y su hermana salieron a las luces. Después de tantas horas casi a oscuras, Michael se detuvo para parpadear. Siguieron el sendero que discurría entre los almacenes, en dirección a los corrales. El aire estaba impregnado del olor orgánico de los animales. Oyó los balidos de las ovejas y, mientras andaban, el piafar de los caballos en los establos. Mientras continuaban por el estrecho sendero que bordeaba el campo, bajo la muralla meridional, Michael oyó a los corredores que trotaban de un lado a otro por las pasarelas, sus formas silueteadas contra los focos. Michael la observó mientras miraba, con ojos distantes y preocupados, brillantes a causa de la luz que se reflejaba.