La ciudad sin tiempo

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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

 

Una emocionante aventura que es a la vez la gran epopeya popular de una ciudad.

Marta Vives, joven ayudante del abogado Marcos Solana, trabaja en el esclarecimiento de la misteriosa muerte de un prohombre de la alta sociedad barcelonesa actual. A lo largo de la investigación, Marta no sólo deberá lidiar con las oscuras fuerzas que tienen que ver con el siniestro, sino que se verá implicada en la pugna que a lo largo de los siglos su familia ha mantenido con otra estirpe antigua de la ciudad, los Masdeu.

Acudirá a su encuentro un inquietante narrador surgido de los bajos fondos de la Barcelona medieval, perseguido por la Inquisición, abanderado del pueblo, y cuyo rostro reencontramos en momentos decisivos de la historia de la ciudad. Marta y este espíritu maldito nos acompañan en una fascinante búsqueda, a través de luces y sombras, que el fugitivo plantea así: ¿qué prueba tenemos de que en el combate entre el Bien y el Mal, entre Dios y el Diablo, ganó el primero?.

Enrique Moriel

La ciudad sin tiempo

ePUB v1.0

NitoStrad
13.06.12

Título original:
La ciudad sin tiempo

Autor: Enrique Moriel

Primera edición: marzo de 2007

Diseño portada: Ramon Manent

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

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El otro

Yo vengo de años sin fronteras, de ciudades sepultadas, de cementerios que me hablan, de canciones que ya nadie recuerda. Yo vengo de un ancho tiempo. Por eso no soy nunca el mismo, como no es la misma mi ciudad, y por eso a mis historias no les puedo poner nombre.

Cuando yo nací, la gran llanura barcelonesa que se extendía más allá de la muralla gótica era tierra de vicio. Allí estaban las mancebías baratas que no habían sido aceptadas en la ciudad amurallada y honesta, los titiriteros, las gentes de la farándula, siempre muertas de hambre, los mendigos y los fugitivos de la ley.

Curiosamente, la falta de espacio provocó que, en poco tiempo, la llanura del vicio se transformara en la llanura de los conventos. Mi madre —que había aprendido muchas cosas oyendo hablar a los clientes— me dijo que la primera muralla barcelonesa, la romana, enseguida había ahogado la ciudad, hasta el extremo de que ésta se extendió fuera de las defensas y en la Edad Media se tuvo que levantar una segunda muralla, la que con el tiempo se llamó gótica. Descendía por lo que hoy llamamos la Rambla, que entonces era un puro torrente y contaba con algunas hermosas puertas, como la de la Puertaferrisa y la de Canaletas, donde había un puentecillo para que los ciudadanos pudieran cruzar sin riesgo la corriente de agua de las Ramblas. Los clientes de mi madre sabían tanto porque en su mayoría eran clérigos.

Pero más allá de esa segunda muralla, la ciudad iba creciendo. Y así surgió la «tierra de nadie» en la que yo nací, y que era donde estaba la mancebía de mi madre. Claro que muy cerca, por contraste, se alzaban también hospitales como el de la Santa Cruz, conventos que no cabían dentro de las murallas, y cuarteles, es decir, edificios que luego dieron lugar a instituciones tan sacras como el Liceo. Pero eso no me lo podía explicar mi madre, porque aún no había sucedido, ni tampoco lo podían adivinar los hombres que frecuentaban su cama.

Y en su cama nací yo, sin que nadie la atendiese en el parto.

Mi madre era una esclava. Y que nadie se sorprenda.

Que nadie se sorprenda tampoco de que alguien tratara de matarnos a los dos.

Ese alguien era El Otro. Y no voy a mencionar su nombre porque todavía me lo encuentro con frecuencia.

1
La muerte blanca

Era la primera vez que Marcos Solana, abogado de estirpes ricas —y, por tanto, especializado en barceloneses que sólo hablan de dinero en familia—, se veía envuelto en un asesinato que contara con estos tres elementos: un muerto, por supuesto; un sacerdote católico, y una fotografía casi centenaria que estaba expuesta en uno de los pasillos del Hospital Clínico.

«Quizá haya que empezar por el muerto», pensó Marcos Solana, un hombre educado que por respeto a sus clientes siempre vestía de gris.

El muerto era Guillermo Clavé —llamado Guillermito entre los íntimos—, y yacía en una mesa de mármol del hospital, con el cuerpo recién cosido por la autopsia. Pero lo particular de su caso residía en que era multimillonario, como muchos de los que no trabajan, y vivía en una de las mejores torres del Paseo de la Bonanova; y en que nadie en el hospital había visto nunca un cadáver tan blanco.

Y, en fin, estaba el cura, algo normal, porque ante la gente rica que se muere siempre suele haber un sacerdote católico.

Marcos Solana lo miró. El padre Olavide era canónigo, camarero secreto de Su Santidad, doctor en Teología y profesor de esa disciplina en el Colegio de Roma. Se decía que tenía entrada libre en los despachos más opacos del Vaticano, que conocía la historia de todas las criptas y que, de vez en cuando, recibía consultas confidenciales del Papa.

Marcos Solana aún no había visto la fotografía antigua.

Miró al forense, un hombre alto y flaco, sin duda ya entrado en años —eso se notaba en algún pliegue del cuello—, pero con el pelo tan negro y la piel tan lisa y fina que parecía no tener edad. Estaba quitándose los guantes, una vez terminada su labor, y dejando el espacio libre para que vistieran el cadáver. Cuando el abogado de ricos posó sus ojos en aquel cuerpo, se estremeció.

Los clientes de los abogados ricos siempre aparecen pulcramente vestidos, en cualquier circunstancia, y en cambio poco importa cómo aparezcan los clientes de los abogados pobres. Pero Guillermito Clavé significaba en aquel momento una doble novedad para él: nunca lo había visto desnudo —faltaría más— y, por tanto, ahora se daba cuenta de que era un hombre grueso, deforme y, en apariencia, sin ninguna dignidad. Pero eso tampoco es tan anormal en burgueses ya maduros que nunca han hecho el menor ejercicio excepto el de acariciar mujeres, han vivido bajo la tutela de los mejores restauradores, no han trabajado jamás y, de pronto, se deben enfrentar a la ausencia de su sastre. Ésa era una novedad relativa para un hombre como Solana; pero la segunda sí que era una novedad absoluta: nunca había visto un cadáver tan blanco.

Le preguntó al forense si eso era normal.

—Pues claro que es normal —dijo el médico con voz neutra mientras se disponía a lavarse las manos—. La muerte no suele dejarnos con nuestro mejor aspecto, aunque no siempre es blanca: precisamente por las tonalidades de la piel del cadáver adivinamos muchas cosas. Pero debo reconocer que nunca había visto un cadáver tan
exangüe
.

Marcos Solana preguntó:

—¿Qué quiere decir exactamente eso de
exangüe
?

—Pues lo que la misma palabra indica: sencillamente, que no hay en el cuerpo una gota de sangre. Y eso es lo que más me asombra, porque no me había encontrado ante un caso así jamás, ni aun en grandes mutilaciones. A este hombre… ¿Cómo se llama?

—Guillermo Clavé, pero todos le llamaban Guillermito.

—… A este hombre parecen haberle sacado la sangre con una máquina aspiradora, aunque ésa no es la explicación técnica. Vea este orificio en el cuello, exactamente en la yugular. Por él puede haber perdido toda la sangre, pero me extraña que eso haya sucedido con tanta rapidez. Y me extraña más aún que, según la policía, no hubiera apenas rastros de sangre en su cama cuando apareció muerto. Lo lógico sería que todo el dormitorio hubiese aparecido materialmente teñido de rojo.

—¿Y qué ha causado ese orificio?

—Eso es más increíble aún: yo diría que la mordedura de un animal pequeño, probablemente una rata o un gato. Evidentemente, en la casa de gran lujo donde vivía… ¿Guillermito?… no podía haber ratas, y me han dicho que tampoco había gatos. Además, ninguno de esos animales bebe sangre, así que mi confusión es absoluta. Voy a tener que pedir ayuda a mis colegas, y, en consecuencia, el cadáver deberá permanecer de momento aquí, en el depósito del Clínico.

—Es imposible —dijo de un modo maquinal Marcos Solana, sin reflexionar.

—¿Imposible? ¿Por qué? ¿Y quién es exactamente usted?

—Se lo han dicho antes de que me autorizara a entrar: soy Marcos Solana, el abogado de la familia. Una familia de la alta burguesía barcelonesa, como usted debe de saber ya. Si la muerte de Guillermo Clavé se presenta como un misterio insoluble, el nombre de la familia va a verse envuelto en toda clase de especulaciones, y los negocios de los Clavé van a sufrir las consecuencias. Aunque don Guillermo no trabajaba, sus apoderados mueven muchísimo dinero. Me parece normal que se hagan todas las investigaciones que usted quiera, pero el entierro no debe demorarse. Todo ha de quedar como una muerte… digamos… de buena familia.

El padre Olavide miró entonces el cadáver, para lo cual tuvo que dar una vuelta completa a la mesa. Observó la incisión de la que había hablado el forense. Pese a sus muchos títulos —entre los que figuraba el de académico de la Historia— no sacó nada en claro, aunque alguna conclusión pudo haber obtenido. El padre Olavide había dado muchas conferencias en la Real Academia de Medicina, en el edificio medieval del hospital de San Pablo, y tenía fama de ser el sacerdote barcelonés que más muertes ilustres había investigado. Pero una mueca de duda se dibujó en su rostro.

—No entiendo nada —dijo.

Paseó sus manos por el frontal de su sotana, como si la acariciase, y volvió a pasar al lado opuesto de la mesa. Los sacerdotes barceloneses ya no suelen usar sotana, pero el padre Olavide sí. Hizo una seña dirigida al abogado Marcos Solana:

—Le ruego que hablemos un momento fuera —musitó—. Una cosa son los negocios de la familia y otra la muerte inexplicable de este hombre. Por favor, hágame caso: la viuda confía en mí tanto como en usted.

El abogado accedió. No podía hacerlo de otro modo. Ambos fueron hacia la puerta de la sala de autopsias y en ese instante entró un hombre, seguramente otro forense, que conducía un carrito con instrumental quirúrgico. Al igual que el médico que acababa de realizar la autopsia, parecía un hombre sin edad. Alto, delgado, de mirada profunda e inquietante, manos largas, pasos rápidos, no les llamó especialmente la atención. Más les llamó la atención el carrito, lleno de horribles instrumentos, que la mirada profunda e inquietante. Al fin y al cabo, esas miradas suelen nacer ya en los tiempos de residente, e indican que el médico gana poco. El padre Olavide pasó una mano por los hombros del abogado y así le puso bajo la protección de Dios. Fueron poco a poco por uno de los pasillos pétreos del Clínico, de los que desembocan en el patio de entrada de la Facultad.

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