La ciudad sin tiempo (10 page)

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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

—Habrás hallado detalles desconcertantes —dijo Marta mientras encendía el ordenador.

—No puedes ni imaginarlo. Como tampoco puedes imaginar, seguramente, que tú tienes trabajo en el bufete a causa de este pleito, Marta. Cuando empecé a encontrarme con objetos tan antiguos decidí buscar la ayuda de una persona como tú, con conocimientos de arqueología. En realidad, me has ayudado mucho en la última fase, pero no lo sabes todo. No te he comentado algunos detalles porque son, digamos… incluso un poco terroríficos. En los viejos archivos episcopales, en los papeles que provienen de la iglesia románica de Sant Pau del Camp, se habla de un párroco vinculado a ella que fue quemado vivo en Madrid junto a una mujer acusada de brujería. Y la historia de esa cruz… Nadie puede imaginar la de cosas absurdas, o terribles, que se encuentran en los archivos de las iglesias o de las grandes familias, en los papeles de otro tiempo. Yo mismo me asusto porque pienso que acabaré convirtiéndome en un abogado fósil… Por ejemplo, cuando encontré los antecedentes de esa cruz de bronce.

—¿Tiene historia?…

—Demasiada.

—Quizá por eso me ha llamado tanto la atención —susurró la muchacha.

—No seré yo quien lo niegue. Hay objetos que tienen magnetismo —opinó el abogado.

—¿Y cuál es, a grandes rasgos, la historia de esa cruz? —preguntó Marta.

—El primer detalle es que fue robada de una tumba —contestó Marcos con los ojos cerrados.

—¿De la tumba de quién?…

—De la tumba de una mujer asesinada.

14
La hoguera

Es de justicia reconocer que el párroco cuidaba el cementerio de Sant Pau del Camp e intentaba asistir a todas las ceremonias a pesar de que no le pagasen por ello, ya que los muertos de aquel sector eran pobres y cuando había epidemias se amontonaban ante las fosas. También llevaba una especie de registro que incluía los nombres y las circunstancias de la muerte, aunque yo pensaba que ese registro no serviría nunca de nada, pues era imposible que alguien se ocupase de él pasados los siglos.

Era un buen sacerdote, meticuloso en todas sus obras, pero hasta yo me daba cuenta de que lo sometían a vigilancia.

Más allá de la pequeña iglesia se extendía una superficie llana cortada por la montaña de Montjuïc, y esa superficie tenía dos extremos: uno eran las murallas de Atarazanas, donde había una constante actividad, y el otro, en el punto más alejado del mar, un paraje bastante siniestro donde ahorcaban a los condenados y en el cual había una cruz que se tapaba cada vez que alguien era colgado. Por eso aquel punto fúnebre empezó a ser llamado de la Cruz Cubierta.

Las personas que habitaban el sector tenían fama de ser pobres —más que las de Sant Pau— y, por supuesto, más descreídas. Por eso llamaba la atención que tantas hicieran cada domingo la larga caminata sólo para escuchar a aquel párroco. Y que también el obispo enviara con regularidad a algunos de sus hombres fieles sólo para escucharle.

Porque lo que me había dicho a mí lo decía también en público, aunque con otras palabras. El espectáculo del mundo —venía a decir— no nos sugería una creación perfecta, sino más bien una creación imperfecta. La vida no tenía sentido si no era en la repetición de las especies, y no proporcionaba ninguna satisfacción moral —o ninguna elevación moral— porque todo ser vivo necesitaba matar para seguir viviendo.

Los que llegaban desde muy lejos para escucharle le entendían. Pero la verdad era que nadie les había hablado nunca así.

Los hombres fieles del obispo también le entendían. Pero la verdad era que nunca habían oído a nadie hablar así.

Casi repitiendo las palabras que había pronunciado ante mí en la soledad de la noche, el párroco disculpaba a los animales, que eran una de las partes más bellas de la Creación y nunca sentían odio ni mataban si no era por hambre o por miedo. Yo le podía haber contestado que algún animal mata más por curiosidad que por hambre, como por ejemplo el gato, pero nunca lo hice porque, en líneas generales, el sacerdote tenía razón. En cambio, el hombre —decía en sus sermones— mata por placer. Y muchas artes culinarias de la época no eran más que refinadas muestras de crueldad, porque si el animal sufría al morir podía tener un sabor más apetitoso. Yo, por aquel entonces, no entraba en ninguna especie de cocina, pero sabía de conejos despellejados vivos, gatos sumergidos en agua hirviendo antes de ser despellejados también, peces que iban a la brasa todavía vivos y alegres ceremonias populares en que el cerdo era arrastrado con un garfio clavado en la garganta hasta el lugar del sacrificio. Eso por no hablar de la crueldad refinada que empezaba a darse entre los caballeros, en los lances de toros.

Más tarde, en la larga soledad de los siglos, sería testigo de prácticas igualmente atroces. Por ejemplo, caracoles quemados vivos en paja fina, o sibaritas de la mesa que inmovilizaban un mono, le levantaban el cerebro utilizando una fina sierra y, con una cucharilla, comían directamente los sesos cuando el animal aún estaba vivo. Con el tiempo he aprendido que cada libro de cocina es un catálogo del horror.

Pero ésta —decía el sacerdote— es sólo una parte ínfima de la falta de sentido de la Creación. La vida de los torturadores, o sea la de los hombres, también estaba sometida a todos los catálogos de la maldad: nuestras vidas trabajosas, y casi siempre ahogadas por la injusticia y el hambre, nos llevaban a la muerte y a la muerte de las personas que llegábamos a amar. Este sinsentido se complicaba aún más —concretaba el sacerdote— cuando se nos decía que después de una vida tan dura y sin rumbo nos esperaba el infierno, puesto que ni un mal pensamiento nos sería perdonado. «Eso no lo hace un Padre con sus hijos —gritaba en las misas de los domingos, en una iglesia que se hacía cada vez más pequeña— por muy injusto, vanidoso y cruel que ese Padre sea.»

De aquí deducía que en la Creación no habían triunfado las fuerzas del Bien sino las del Mal, y que la propia muerte de Jesucristo en la cruz era un acto de venganza y humillación dictado por el Mal, ya que había que suponer —en esto el sacerdote era ortodoxo— que Cristo representaba el Bien. No podía encontrar una forma más clara de decirnos que, con la crucifixión de su rival, el diablo había triunfado.

A veces, la gente salía llorando de la iglesia de Sant Pau.

A veces.

Pero los enviados del obispo no lloraban jamás y lo anotaban todo.

Todo.

Yo no lloraba, porque, entre otras cosas, jamás tuve la sensación de la muerte. Pero me atormentaban las dudas. Si el Ángel Malo había ganado la batalla, la crucifixión de Jesucristo era, en efecto, la prueba más palmaria que podíamos tener. Pero si no era así, si la había ordenado el Padre Bueno para complacerse en ella, ¿qué clase de Padre Bueno era y qué respeto merecía? Todo esto me hacía pensar que el sacerdote, mi protector, tenía toda la razón: el Dios de la Biblia no podía ser bueno. Pero ¿y si había sufrido aquel mal trago para que ya no le importase ningún mal trago de los que los humanos le íbamos a dar? ¿Y si lo había hecho para que cualquier otro pecado fuese perdonado? Este pensamiento me aliviaba, aunque estaba en contradicción con la doctrina de la Iglesia. La doctrina de la Iglesia era sencillamente ésta: ¡al infierno!

Si yo hubiera vivido aún en el prostíbulo, viendo cómo poseían a mi propia madre, no me habría planteado jamás estas preguntas, porque en el prostíbulo nunca se hablaba del Más Allá. Ni siquiera los clérigos, cuando iban a yacer, hablaban de Dios. Ellos menos que nadie. Pero en la iglesia de Sant Pau era distinto, porque Dios estaba en todas partes, sobre todo en la cabeza del atormentado sacerdote. Y el atormentado sacerdote era un hombre bueno que además me había descubierto.

Me había descubierto.

Y era lo más extraño del mundo, porque yo aún no me había descubierto a mí mismo.

Me lo dijo una de las noches, ante la fogata, rodeados por el cementerio en paz, mientras los perfiles de la iglesia, que ya tenía siglos, empezaban a ennegrecerse.

—Me he dado cuenta de que creces en tamaño un poco —dijo mirándome fijamente—, pero que tu cara no cambia nunca. Nunca. Cuando te conocí, tenías ya una cara más vieja de la que correspondía a tu edad, o sea, aparentabas ser un chico de unos veinte, aunque tu cuerpo era mucho menor. Lo noté ya al principio, pero la caridad me obligaba a ignorarlo, puesto que no tenías adonde ir. Después, a lo largo de estos años, te he estado observando sin decirte jamás nada. Y ahora he llegado ya a la conclusión: si el mundo se rige por el principio del Mal, el Mal debe de tener hijos. Son pocos, muy pocos, pero deben dar testimonio. Tú eres uno de ellos, aunque quizá no te hayas dado cuenta aún: tú eres uno de ellos.

Aquel hombre era el más listo y observador que había conocido.

—Me he fijado en que apenas comes, como si realmente no lo necesitaras. Me he fijado en que, muy de tarde en tarde, desapareces y muestras luego en tus labios unas gotitas de sangre. He preguntado en los mercadillos cercanos a la muralla, donde son sacrificadas las reses enfermas que no pueden entrar en la ciudad, y recuerdan haberte visto por allí. No te critico, porque mucha gente aprovecha la sangre de los animales muertos. Pero me da miedo que un día ataques a una persona viva.

Cerré los ojos.

Atacar a una persona viva…

Ya lo había hecho. Por eso era una especie de bestia fugitiva.

Por eso estaba allí.

Me estremecí.

Pero el sacerdote me dijo suavemente:

—Eres un enviado del Mal, y el Mal se irá desarrollando en ti aunque sea muy poco a poco. Pero se desarrollará sin remedio. Tienes facultades que en este momento ni siquiera presientes, y por lo tanto deberías darme miedo. Pero no me lo das. Yo creo que la Creación es una larga obra, y que aunque en ella impere el Mal, todo tiene remedio.

Juro que yo no pensaba —ni había pensado nunca— que pudiese dar miedo. Ni que tuviera condiciones excepcionales, a no ser la de comer poco, no dormir casi nunca, huir de la luz del sol y necesitar de vez en cuando sangre como un borracho necesita bebida. No daba importancia a hechos que para mí no tenían significado alguno: por ejemplo, levantaba piedras que ninguna persona de mi edad habría levantado y adivinaba cómo poder matar a un hombre de un solo golpe, rompiéndole la tráquea si lo atacabas por delante y la médula si lo atacabas por detrás. Sin haberlo ensayado nunca. Era un conocimiento instintivo, como el que tienen las fieras, sin que necesiten matar para saberlo.

Hice algo que no había hecho nunca.

Besé la mano de aquel hombre.

Era quizá el único hombre realmente bueno que había conocido.

Pero los amigos del obispo, que asistían a sus misas y sus sermones, no debían de pensar lo mismo, porque enviaron a la Inquisición. Ya entonces la Inquisición tenía un palacio en Barcelona, dentro de las murallas, y yo llegué a conocerlo bien, aunque jamás me había preocupado su existencia hasta aquel momento. Se llevaron al sacerdote y ya no lo volví a ver, me quedé solo en Sant Pau del Camp, en su silencio y su cementerio.

No por mucho tiempo.

Podían llevarme a la Inquisición también a mí. Necesitaba huir como fuese, perderme en algún lugar donde nadie me reconociera.

Supe más tarde que el sacerdote había sido trasladado a un tribunal de los dominicos de Madrid —los traslados se hacían a pie, en cuerda de presos— y que los amables dominicos le habían exhortado a que reconociese que en el mundo imperaba el Bien. Como el párroco insistía en que imperaba el Mal, los amables inquisidores le aplicaron el mal, quizá para darle un poco de razón. Él sobrevivía a la tortura como si ya supiera que ésta formaba la entraña del mundo, pero no dijo lo que los dominicos anhelaban oír. Entonces fue entregado al brazo secular y quemado vivo junto con otras diez personas más, en un gran auto de fe del cual la virtud del pueblo salió grandemente favorecida. Me contaron que fue un magnífico domingo de primavera, al anochecer, y que habían presenciado la cremación unos cuantos monjes que después serían santos, por su defensa de la idea del Bien. Pero entonces yo ya estaba en otro lugar de la Barcelona negra.

No fue sólo eso lo que me contaron. Bueno, tal vez ni falta hizo que me hablaran, porque yo llegué a leer las actas de la ejecución. Con todos aquellos herejes —cuyos nombres se conservaban para el buen orden del Señor— había sido quemada una mujer joven, también trasladada a pie desde Barcelona. Me impresionó el hecho de que fuera una mujer, aunque no habría debido darle importancia. Los hombres y las mujeres sufren igual cuando se les quema, pese a que a los hombres se les tenga menos lástima.

En las actas quedó el nombre de la mujer. Se llamaba Vives.

15
La mujer que creía en el tiempo

—Las actas están aquí —dijo Marta Vives mientras se estiraba suavemente la falda sobre sus sólidas rodillas de atleta—; son copias autentificadas de los archivos de la Inquisición. Las obtuve cuando fui la semana pasada a Madrid, a hacer aquel informe en la Dirección General de Registros.

Marcos Solana no les prestó atención. Las copias estaban allí ocupando parte de la mesa —demasiada parte de la mesa, pensaba— cuando otros temas más urgentes necesitaban aquel espacio. El interés de Marta Vives por la Edad Media empezaba a hacerse ridículo.

Claro que muchas veces los conocimientos de Marta le eran de utilidad. Edificios caros de Barcelona estaban aún sometidos al censo enfitéutico según el cual, en otro tiempo en el que aún se creía en la eternidad del Señor, un terreno era cedido sin precio alguno para que el adquirente lo labrara o edificase en él, sin más beneficio para el cedente que una pequeña renta pagada al menos una vez cada treinta años y un porcentaje del valor de la venta o la herencia cuando el terreno se heredaba o se vendía. Como con el tiempo se habían edificado calles enteras sobre aquellos terrenos, ahora cada traspaso o cada herencia significaban una fortuna. Barcelona no habría crecido —pensaba Marcos Solana— sin el censo enfitéutico y sus enormes complicaciones urbanas.

Claro que eso correspondía a una época lejanísima en la que había más terrenos que hombres. Casi no podía ni concebirla.

Y Marta Vives le ayudaba en eso porque conocía la historia de todo, en especial la historia de las viejas familias. Pero ahora tenían otras cosas que hacer, aparte de dedicarse a los viejos legajos de la Inquisición. Marta pareció adivinar sus pensamientos porque se justificó:

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