El Valle de los lobos

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Authors: Laura Gallego García

 

Es la historia de una niña, Dana, que vive en una granja y tiene un amigo que se llama Kai. Hasta aquí, todo normal. El problema es que Kai es invisible para todos excepto para Dana, y ni siquiera ella lo puede tocar. Sin saber todavía si Kai es real o no, Dana es requerida por el Maestro, un hombre misterioso, para que acuda con él a su hogar: la Torre, en el remoto Valle de los Lobos. Cuando llegan allí, Dana descubre con sorpresa que la Torre es en realidad una escuela de magia… un poco extraña, puesto que sólo tiene dos alumnos: la propia Dana y Fenris, un elfo enigmático y reservado. Dana empieza a estudiar allí, y pronto se da cuenta de que hay algún tipo de maldición que pesa sobre el Valle de los Lobos, relacionado con algo que sucedió en la Torre mucho tiempo atrás, y que todo el mundo tiene secretos que ocultar: tanto Fenris como el Maestro tienen un oscuro pasado; Maritta, la enana que trabaja en las cocinas, es algo más que lo que aparenta; y hasta Kai, el amigo del alma de Dana, sabe mucho más de lo que dice…

Laura Gallego García

El Valle de los lobos

ePUB v1.2

JerGeoKos
02.02.12

Para Jack, el auténtico Kai.

I. KAI

El viento azotaba sin piedad las ramas de los árboles, y su terrible rugido envolvía implacablemente la granja, que soportaba las sacudidas con heroísmo, dejando escapar sólo algún crujido ocasional en las embestidas más fuertes. El cielo estaba totalmente despejado, pero no había luna, y ello hacía que la noche fuera especialmente oscura.

Los habitantes de la casa dormían tranquilos. Había habido otras noches como aquélla en su inhóspita tierra, y sabían que el techo no se desplomaría sobre sus cabezas. Sin embargo, los animales sí estaban inquietos. Su instinto les decía que aquélla no era una noche como las demás.

Tenían razón.

Justo cuando las paredes de la casa volvían a gemir quejándose de la fuerza del viento, un repentino grito rasgó los sonidos de la noche.

Y pronto la granja entera estaba despierta, y momentos más tarde un zagal salía disparado hacia el pueblo, con una misión muy concreta: su nuevo hermano estaba a punto de nacer, y había que avisar a la comadrona lo antes posible.

En la casa reinaba el desconcierto. La madre no tenía que dar a luz hasta dos meses después, y, además, sus dolores estaban siendo más intensos de lo habitual. Ella era la primera asustada: había traído al mundo cinco hijos antes de aquél, pero nunca había tenido que sufrir tanto. Algo no marchaba bien, y pronto en la granja se temió por la vida de la mujer y su bebé.

Cuando más tarde la comadrona llegó resoplando todos se apresuraron a cederle paso y a dejarla a solas con la parturienta, tal y como ella exigió. La puerta se cerró tras las dos mujeres.

Fuera, el tiempo parecía hacerse eterno, y la tensión podría haberse cortado con un cuchillo, hasta que finalmente un llanto sacudió las entrañas de la noche, desafiando al rugido del viento.

—¡Mi hijo! —gritó el padre, y se precipitó dentro de la habitación.

La escena que lo recibió lo detuvo en seco a pocos pasos de la cama. La madre seguía viva; agotada y sudorosa, pero viva. A un lado, la comadrona alzaba a la llorosa criatura entre sus brazos y la miraba fijamente, con una extraña expresión en el rostro.

Era una niña de profundos ojos azules y cuerpecillo diminuto y arrugado. Un único mechón de cabello negro adornaba una cabeza que parecía demasiado grande para ella.

—¿Qué pasa? —preguntó la madre, intuyendo que algo no marchaba bien—. ¿No está sana?

Ninguna de las tres prestaba atención al hombre que acababa de entrar. La vieja se estremeció, pero se apresuró a tranquilizarla:

—La niña está bien.

Jamás contó a nadie lo que había visto en aquella mirada azul que se asomaba por primera vez al mundo.

La llamaron Dana, y creció junto a sus hermanos y hermanas como una más. Aprendía las cosas con rapidez y realizaba sus tareas con diligencia y sin protestar. Como la supervivencia de la familia invierno tras invierno dependía del trabajo conjunto de todos sus miembros, la niña pronto supo cuál era su lugar y entendió la importancia de lo que hacía.

Nunca la trataron de forma especial y, sin embargo, todos podían ver que ella era diferente.

Lo notaron en su carácter retraído y en su mirada grave y pensativa. Además, prefería estar sola a jugar con los otros niños, era sigilosa como un gato y apenas hablaba.

Hasta que conoció a Kai.

Dana tenía entonces seis años. Aquél era un día especialmente caluroso, y ella se había levantado temprano para acabar su trabajo cuanto antes y poder pasar sentada a la sombra las horas de más sol. Estaba recogiendo frambuesas para hacer mermelada cuando sintió que había alguien tras ella, y se giró.

—Hola —dijo el niño.

Se había sentado sobre la valla, y la miraba sonriendo. Dana no lo había oído llegar.

Tendría aproximadamente su edad, pero la niña no recordaba haberle visto por los alrededores, así que lo estudió con atención. Estaba muy delgado, y el pelo rubio le caía sobre los hombros en mechones desordenados. Con todo, sus ojos verdes brillaban amistosos, y en su sonrisa había algo que inspiraba confianza.

Sin embargo, Dana no respondió al saludo, sino que dio media vuelta y siguió con su trabajo.

—Me llamo Kai —dijo el niño a sus espaldas.

Dana se volvió de nuevo para mirarle. Él sonrió otra vez. Ella dudó.

—Yo soy Dana —dijo finalmente, y sonrió también.

Aquél fue el comienzo de una gran amistad.

Al principio se veían muy de cuando en cuando. Era él quien visitaba la granja, y Dana nunca le preguntó dónde vivía, o quiénes eran sus padres. Kai estaba allí, y eso era suficiente.

Con el tiempo empezaron a verse todos los días. Kai aparecía temprano por la mañana para ayudarla con su trabajo: así acababa antes, y tenía más tiempo libre hasta la hora de comer.

Entonces corrían los dos al bosque, entre risas, y se perdían en él. Kai le enseñaba mil cosas que ella no sabía, y juntos silbaban a los pájaros, espiaban a los ciervos, trepaban a los árboles más altos y exploraban los rincones más ocultos, bellos y salvajes de la floresta.

Un día estaban charlando en el establo mientras daban de comer a los caballos, cuando los sorprendieron la madre y la hermana mayor de Dana, que volvían del campo, donde estaban todos los adultos ayudando en la siembra.

—¿Con quién hablas, Dana? —le preguntó la madre, sorprendida.

—Con Kai —respondió ella, y se volvió hacia su amigo; pero descubrió con sorpresa que él ya no estaba allí.

—¿Quién es Kai? —quiso saber la madre, intrigada.

Entonces Dana cayó en la cuenta de que, en todo aquel tiempo, nunca le había hablado a su familia de Kai, ni ellos le habían visto, porque siempre se presentaba cuando ella estaba sola.

La niña se giró en todas direcciones y llamó a su escurridizo amigo, pero no hubo respuesta.

—¡Estaba aquí hace un momento! —exclamó al ver la expresión de su madre.

Ella movió la cabeza con un suspiro, y su hermana se rió. Dana quiso añadir algo más, pero no pudo; se quedó mirando cómo ambas mujeres salían del establo para entrar en la casa.

Aquélla fue la primera vez que Dana se enfadó con Kai. Primero lo buscó durante toda la mañana, pensando reprocharle el haberse marchado tan de improviso, pero no lo encontró. Esperó en vano toda la tarde a que él se presentase de nuevo, y después decidió que, si volvía a aparecer, no le dirigiría la palabra.

Sin embargo, al amanecer del día siguiente, Kai estaba allí, puntual como siempre, sentado sobre la valla y con una alegre sonrisa en los labios.

Dana salió de la casa después del desayuno, también como siempre. Pero pasó frente a Kai sin mirarle, y se dirigió al gallinero ignorándole por completo, como si no existiese.

El niño fue tras ella.

—¿Qué te pasa? —preguntó—. ¿Estás enfadada?

Dana no respondió. Con la cesta bajo el brazo, comenzó a recoger los huevos sin hacerle caso.

Al principio Kai la siguió sin saber muy bien qué hacer. Después, resueltamente, se puso a coger huevos él también, y a depositarlos en la cesta, como venía haciendo todas las mañanas. Dana le dejó hacer, pero se preguntó entonces, por primera vez, si Kai no tenía una granja en la que ayudar, ni unos padres que le dijesen el trabajo que debía realizar. Pero, como seguía enfadada, no formuló la pregunta en voz alta.

—Lo siento, Dana —susurró Kai entonces, y su voz sonó muy cerca del oído de la niña.

—Desapareciste sin más —lo acusó ella—. Me hiciste quedar mal delante de mi madre y mi hermana. ¡Pensaron que les estaba mintiendo!

—Lo siento —repitió él, y el tono de su voz era sincero; pero Dana necesitaba saber más.

—¿Por qué lo hiciste?

—Era mejor.

—¿Por qué?

Kai parecía incómodo y algo reacio a continuar la conversación.

—Ellos no saben que eres mi amigo —prosiguió Dana—. ¿Es que no quieres conocer a mi familia?

—No es eso —Kai no sabía cómo explicárselo—. Es mejor que no les hables de mí. Que no sepan que estoy aquí.

—¿Por qué?

Kai no respondió enseguida, y la imaginación de Dana se disparó. ¿Qué sabía de él, en realidad? ¡Nada! ¿Y si se había escapado? ¿Y si era un ladrón, o algo peor?

Rechazó aquellos pensamientos rápidamente. Sabía que Kai era buena persona. Sabía que podía confiar en él.

¿Realmente, lo sabía?

Miró fijamente a Kai, pero el niño parecía muy apurado.

—Confía en mí —le dijo—. Es mucho mejor que no sepan nada de mí. Mejor para los dos.

—¿Por qué? —repitió ella.

—Algún día te lo contaré —le prometió Kai—. Pero aún es pronto. Por favor, confía en mí.

Dana lo quería demasiado como para negarle aquello, de modo que no hizo más preguntas.

Pero en su corazón se había encendido la llama de la duda.

Las estaciones pasaron rápidamente; Dana creció casi sin darse cuenta, y Kai con ella. A los ocho años ya no era un niño enclenque, sino un muchacho saludable y bien formado, mientras que Dana se hizo más alta y espigada, y sus trenzas negras como el ala de un cuervo le llegaban a la cintura.

Seguían siendo amigos, y pasando la mayor parte del tiempo juntos. Y Dana no podía dejar de sorprenderse cada vez que pensaba que ella era la única en la granja que conocía la existencia de Kai. A veces había tratado de preguntarle quién era, de dónde venía, por qué tanto secreto; pero él respondía con evasivas o cambiaba de tema.

Hasta que un día los acontecimientos se precipitaron.

Amaneció nublado. Después de realizar sus tareas cotidianas, Dana y Kai corrieron a su refugio en el bosque.

Aquel día se entretuvieron más de la cuenta, siguiendo a un venado y espiando a la nueva carnada de oseznos que ya trotaba tras su madre por la maleza. Al no tener la referencia del sol, a Dana se le pasó el tiempo rápidamente. Además, se había inflado a comer moras silvestres, así que esta vez ni siquiera su estómago le dio la voz de alarma.

Cuando quiso darse cuenta estaba ya anocheciendo. Se despidió de Kai precipitadamente y echó a correr. El niño la vio marchar, muy serio, pero no la siguió.

Dana atravesó el bosque enredándose con los arbustos, tropezando con las raíces y apartando las ramas a manotazos, sin importarle los arañazos, raspones y magulladuras que marcaban su piel. Cuando salió a campo abierto la última uña de sol se ocultaba por el horizonte.

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