Read El Valle de los lobos Online
Authors: Laura Gallego García
—¿Aprender a leer? —aventuró Dana.
Pero el Maestro hizo un gesto de impaciencia.
—Por descontado —dijo—. Pero eso lo superarás enseguida. Después, además, tendrás que aprender el lenguaje arcano, el lenguaje de la magia, en el que se escriben los hechizos. Pero no me refería a eso.
Hizo una pausa y siguió paseando arriba y abajo.
—No, se trata de otra cosa —prosiguió—: tendrás que abrir tus sentidos a la magia.
Dana iba a preguntar qué significaba aquello cuando el Amo de la Torre se acercó a ella y colocó una huesuda mano sobre su hombro. Y de pronto todo empezó a girar, y Dana gritó y cerró los ojos, y se aferró bien a la silla, mientras sentía que un poderoso torbellino le quitaba la respiración. Cuando la sensación de mareo se hizo insoportable, todo paró de pronto.
Dana abrió los ojos con cautela y miró alrededor.
Ya no estaba sentada en su habitación de la Torre, sino sobre la hierba, rodeada de árboles. Al principio creyó que había vuelto atrás en el tiempo y se hallaba en el bosque que había junto a su granja, antes de que la sequía lo golpease; o que todo había sido un sueño y nada de aquello había pasado, porque el hombre de la túnica gris nunca se había cruzado en su camino.
Pero entonces comprendió que, en realidad, no había ido muy lejos, y que estaba en algún lugar del gran bosque que rodeaba la Torre. Y vio entonces que el Maestro se erguía junto a ella, sonriente.
—Te acostumbrarás —dijo él al ver que la niña seguía estando muy pálida.
—¿Qué hacemos aquí?
El mago no contestó enseguida. Señaló a su alrededor con un amplio gesto de su mano.
—Mira todo esto —dijo—. El mundo funciona siguiendo un complejo equilibrio; todas las criaturas vivas luchan por la supervivencia, por crecer más altas, más fuertes, más grandes que ninguna otra, por dominar más territorio, por tener más descendientes y vivir más años. Todo ello requiere energía, por supuesto. Y la energía, o lo que nosotros llamamos magia, circula por el mundo en un ciclo sin fin, sin detenerse jamás. Es el alma de la tierra, y todas las criaturas participan de ella.
»Fíjate en un conejo, por ejemplo. Come hierba, y ello no sólo le proporciona alimento, sino también energía para sobrevivir. Es la misma energía que las plantas que come han tomado de la tierra; la misma energía que obtendrá el lobo que se coma al conejo. ¿Comprendes?
Dana dijo que sí, aunque sólo lo captaba en términos generales.
—La vida es una lucha constante por participar de esa energía del mundo; y obtener más supone privar a otras criaturas de la parte que les corresponde. Mira allí.
El Maestro señaló frente a sí. Dana al principio no vio más que el tronco de un enorme árbol. Levantó la vista y tuvo que echar la cabeza atrás para poder distinguir la copa de aquel gigante vegetal.
—El rey del bosque —murmuró el Maestro—. Pero, ¿a costa de qué?
Y entonces Dana descubrió lo que quería decir: a su alrededor no crecían más árboles, y muchas plantas habían muerto, porque la inmensa copa del árbol no dejaba pasar los rayos del sol.
—Pero siempre hay alguien que saca provecho de la situación —concluyó el Maestro, señalando al pie del rey del bosque.
Y Dana vio que, aprovechando aquel lugar húmedo y oscuro, gran cantidad de helechos había crecido a la sombra del gigante.
—Quizá algún día todas estas plantas acaben ahogando las raíces del árbol, y lo hagan caer —murmuró el mago—. Así son las cosas. Así funciona el mundo.
Dana asintió, aunque no comprendía muy bien adonde quería llegar a parar el Maestro.
—La vida es el único fin de toda criatura. Y toda criatura hará lo posible por prolongarla, la suya y la de sus hijos. Una vez comprendas esto, comprenderás el mundo y te será más fácil controlarlo.
Echó a andar entre los árboles; Dana le siguió, y Kai con ella.
—La magia no es más que eso: la comprensión y control de la energía que mueve el mundo. El hechicero sabe en todo momento cómo fluye esa energía y la aprovecha para sí, para cambiar el mundo a su antojo. Cuanto más contrarios sean sus deseos a las leyes naturales, más energía necesitará.
Se detuvo bruscamente.
—Ha llegado el momento de ver cómo has asimilado mis enseñanzas, querida alumna —dijo, y señaló un pequeño arbolillo que crecía algo apartado—. Dime, ¿qué siente ese árbol?
—¿Sentir? —Dana se volvió hacia él, extrañada, pero la mirada de los ojos grises del Maestro era severa y no admitía réplica.
La niña se acercó al árbol, dudosa. Titubeó y volvió a mirar al Maestro, pero bajó enseguida la vista, intimidada por su expresión pétrea. Suspiró, miró al arbolillo con ojo crítico y descubrió que sus hojas habían perdido verdor. De hecho, parecía algo triste.
¿Qué le pasaría? Dana no lo sabía. No entendía de árboles o, al menos, no a ese nivel. No era guardabosques ni nada por el estilo. Sacudió la cabeza. ¿Qué esperaba el Maestro que hiciera? Se esforzó en repasar todo lo que le había contado sobre la energía del mundo, pensando que ahí debía de estar la clave.
«La vida es el único fin de toda criatura. Una vez comprendas esto, comprenderás el mundo, y te será más fácil controlarlo.»
Dana miró otra vez al pequeño árbol. «Una vez comprendas esto...»
—Este árbol está enfermo —dedujo.
El Maestro asintió.
—¿Por qué? —preguntó.
—¿Y cómo voy a saberlo?
—Escucha lo que tiene que decirte. Abre tus sentidos.
Dana no sabía cómo escuchar a un árbol.
—Quiere que sientas la energía que fluye —colaboró Kai.
—¿Y cómo hago eso? —murmuró la niña...
Se dio cuenta de que había hablado en voz lo bastante alta como para que el mago la escuchara, y se volvió hacia él, inquieta; pero el Amo de la Torre no se había movido.
«Que sientas la energía que fluye...»
Dana no estaba dispuesta a quedarse allí como un pasmarote. De modo que, aunque titubeando, colocó su mano sobre la corteza del árbol, y la acarició como si fuera la sedosa piel de un gato.
«Abre tus sentidos...»
—Cuéntame lo que te pasa —le dijo al árbol.
—Puedes hacerlo —intervino el Maestro—. De lo contrario, no te habría pedido que lo intentaras.
Dana agradeció sus palabras; ahora se sentía un poco menos ridícula. Suspiró de nuevo y cerró los ojos para tratar de sentir alguna cosa, por pequeña que fuera.
«Cuéntamelo...»
Y entonces, de pronto, notó un levísimo estremecimiento en la punta de los dedos, una pequeña punzada de dolor, tan breve y débil que por un momento pensó que lo había imaginado. Ansiosamente, colocó también la otra mano sobre la corteza del árbol, y palpó el tronco en busca de más sensaciones.
Pero la experiencia no se repitió. Al cabo de un rato, desalentada, Dana se apartó del árbol.
—No te preocupes —le dijo el mago—. Lleva su tiempo. Pero poco a poco tu sensibilidad se hará más aguda, y lograrás percibir esto y mucho más. Sin embargo, todo ello requiere trabajo y adiestramiento. Por lo pronto, volverás aquí todos los días hasta que puedas saber qué le ocurre al árbol. Después, te aseguro que todo será más sencillo, y progresarás mucho más deprisa. Además, la magia es un arte apasionante; cuanto más aprendes, más deseas saber.
Dana cruzó una rápida mirada con Kai; el muchacho parecía tan intrigado como ella.
—Los magos podemos ver más cosas que el resto de la gente —explicó el Maestro—. Básicamente en eso radica nuestro poder. Comparados con nosotros, el resto de las criaturas son ciegas a los misterios del mundo.
Con estas palabras, el Maestro dio por finalizada la primera lección, y emprendieron el regreso a la Torre. No volvieron mediante la magia, sino que lo hicieron paseando, para que Dana aprendiese el camino hasta el árbol al que tenía que escuchar.
Llevaban un buen rato andando en silencio cuando la voz del hechicero la sobresaltó:
—El bosque es tuyo. Puedes recorrerlo cuando quieras para aprender los secretos del mundo y de la vida. Pero óyeme, nunca debes estar en él cuando el sol se haya ocultado tras la cordillera.
Dana no había pensado hacerlo, pero la intrigó aquella prohibición expresa, y lo miró interrogante.
—La noche es la hora de los lobos —explicó el Amo de la Torre—. Si aprecias tu vida no entrarás en el bosque cuando ellos bajen a cazar desde las montañas.
Justo en aquel momento se oyó un prolongado aullido a lo lejos, y Dana se estremeció.
—Los oirás aullar todas las noches —prosiguió el Maestro—. Es un sonido terrible, pero terminarás por acostumbrarte. Sin embargo al principio resulta aterrador; por eso anoche tuve que sumirte bajo un hechizo de sueño, ya que necesitabas descansar. Pero esta noche no habrá nada de eso.
Dana desvió la mirada, inquieta.
—Sin embargo —añadió el Maestro—, quiero que tengas presente algo: en la Torre los lobos no pueden alcanzarte. En la Torre estarás a salvo.
Entraron en la explanada cuando el sol ya se hundía en el horizonte. Dana vio, como la tarde anterior, la alta figura de Fenris en las almenas. El viento le azotaba el rostro y hacía ondear su melena cobriza y su larga capa, pero al elfo no parecía importarle. Como si fuera el centinela de la Torre, permanecía muy erguido, con sus gatunos ojos fijos en el horizonte.
Dana nunca olvidaría el día en que, cinco años después de su llegada a la Torre, aprobó el examen del Libro del Agua y cambió su túnica por una de color violeta.
A la mañana siguiente se despertó más tarde de lo habitual, porque aquel tipo de exámenes la agotaba, pero pensó que se lo había ganado, y se llenó de satisfacción cuando vio a los pies de su cama la túnica violeta que tanto le había costado obtener.
Se levantó de un salto para admirar la suavidad y el brillo de la tela bajo la luz matinal.
Había trabajado mucho para conseguirla. Como el Maestro le había advertido desde el principio, el estudio de la magia era algo tan apasionante que había terminado por absorberla por completo. A los dos años de su llegada a la Torre ya se había aprendido todos los hechizos del Libro de la Tierra para convertirse en una estudiante de segundo grado y cambiar así la túnica blanca por una verde. Apenas año y medio después, se examinaba del Libro del Aire y obtenía la túnica azul.
Y por fin, la noche anterior, había aprobado el examen del Libro del Agua. Ya era una aprendiza de cuarto grado. Sólo le quedaba uno más para convertirse en maga.
Suspiró, sin atreverse todavía a vestir su nueva túnica. Sobre la mesa ya tenía su nuevo manual de estudios: el Libro del Fuego. El más difícil.
Se asomó a la ventana, así, en camisón, y respiró profundamente. Fuera, el aire era helador, pero el hechizo térmico que protegía la Torre de todas las agresiones meteorológicas hacía que su cuarto siempre estuviese a una temperatura agradable, incluso con la ventana abierta. A Dana aquello le parecía ya tan natural que se habría olvidado de cerrar la ventana en cualquier otro lugar del mundo, por mucho frío que hiciese fuera.
Sí, había cambiado mucho desde su llegada a la escuela de Alta Hechicería, cinco años atrás. Ahora era una muchacha de quince años alta y seria, y dedicada a la magia por completo. Había aprendido muchas cosas, pero fundamentalmente se había dado cuenta de algo importante: había nacido para aquello, y no concebía ya su vida lejos de la Torre y de la magia. Su mayor ambición, aunque no lo había dicho a nadie, era la de superar al Maestro algún día y convertirse en Archimaga.
Los Archimagos eran los únicos hechiceros que estaban por encima de los Maestros. El Amo de la Torre había dedicado toda su vida a estudiar y perfeccionar su magia y, sin embargo, no había alcanzado tal nivel, que sólo estaba reservado a unos pocos escogidos. Pero aun así era un mentalista, uno de los tipos de magos más poderosos que existían, porque empleaba el poder de la mente y era capaz de leer los pensamientos de las personas. Dana no sabía si lograría superarlo algún día, pero soñaba con esa posibilidad y trabajaba con esfuerzo y constancia, todos los días, porque sabía que era la única forma de lograrlo.
Sin embargo, aquel día pensaba tomarse la mañana libre.
Sonrió y se puso, por fin, su nueva túnica violeta, estremeciéndose al sentir su roce. Después se lavó la cara y se peinó con los dedos los rebeldes mechones de cabello negro. Se había cortado las trenzas tiempo atrás, considerando que eran una molestia, y que no concordaban con la imagen que ella quería dar: la de una aprendiza de hechicera que ya era bastante poderosa y había consagrado su tiempo y su vida a la magia.
Por la tarde salió a cabalgar con Lunaestrella. Se internó en el bosque con la seguridad de quien lo conoce palmo a palmo, deteniéndose en los lugares que más recuerdos le traían, como aquel claro donde crecía un árbol que años antes había estado a punto de morir por culpa de una plaga de termitas. La primera prueba de Dana al llegar a la Torre había sido comunicarse con el árbol para averiguar qué le sucedía.
«Se trataba simplemente de sentir lo que sentía el árbol, de fundir mi energía con la suya», se dijo Dana. Ahora le parecía una cosa muy sencilla, y sonrió recordando sus apuros del primer día.
Siguió recorriendo el bosque sin prisas, disfrutando del paseo y llenando sus saquillos con diversos tipos de plantas que, o bien necesitaba para sus pócimas, o bien le había pedido Maritta para la cocina. Se detuvo finalmente junto al arroyo, dejando que Lunaestrella pastase a su aire, y se inclinó sobre el agua para beber. Pero de pronto su fina percepción le indicó que no estaba sola. Levantó la cabeza rápidamente, mientras sus ojos azules escrutaban la floresta, fríos e inquisitivos. Se relajó al ver a un muchacho rubio sentado al pie de un sauce, al otro lado del arroyo.
—Me alegro de volver a verte —dijo él con una sonrisa.
—Nunca hemos dejado de vernos —replicó ella.
Era verdad, hasta cierto punto. Kai seguía viviendo en la Torre, en la habitación contigua a la de Dana; pero ambos se habían distanciado inevitablemente cuando ella comenzó a aplicarse a sus estudios prácticamente por completo. Ya no iban juntos casi nunca, y parecía que, incluso, Dana evitaba su compañía.
—Has estado un poco encerrada estos meses —comentó el chico—. Es una lástima que no hayas tenido tiempo para quedar conmigo.
—Tenía un examen —se limitó a contestar Dana.