Read El Valle de los lobos Online
Authors: Laura Gallego García
Cuando el Maestro vio que Dana ya controlaba mejor a Lunaestrella cambió el ritmo de la marcha, y puso al trote a Medianoche, su caballo blanco. La yegua de Dana lo siguió de improviso, y la niña estuvo a punto de caer; se aferró con fuerza y trató de adaptarse al cambio. La reconfortó la risa alegre y cristalina de Kai detrás de ella, y se irguió en su montura. Al cabo de un rato, cuando logró dominar un poco el trote del animal, se sintió muy orgullosa, y encontró que cabalgar a mayor velocidad era muy agradable. Con Kai y montando a Lunaestrella, ni siquiera el sol parecía quemar tanto.
A la tercera semana les cerró el paso una inmensa cadena de montañas.
El Maestro rompió su habitual hermetismo para decir:
—La Torre se yergue en el Valle de los Lobos, en algún lugar de aquella cordillera.
—¡La Torre! —exclamó Dana—. ¿Es allí donde vamos?
El viejo Maestro asintió.
—Es mi hogar —dijo sencillamente.
—Un poco apartado —murmuró Kai al oído de Dana.
Ella asintió. Había tenido la misma idea. No preguntó más, pero estaba intrigada. En los sitios en donde habían parado, los aldeanos trataban al Maestro con respeto y algo de temor. Era evidente que aquel hombre tenía dinero, pero Dana alcanzaba a adivinar que había algo más que ella no llegaba a comprender.
Aquella noche durmieron en una posada junto al camino.
—La Torre —dijo ella, sentada junto a la ventana, en la penumbra de la habitación—. ¡Hay tantas cosas que quiero saber...! ¿Por qué puede verte el Maestro, Kai?
—No puede verme —murmuró la voz soñolienta de Kai.
Dana se volvió hacia él, desde la ventana.
—¿Pero es que me tienes por tonta? —le reprochó—. ¿Qué me estás ocultando?
Kai suspiró, y se incorporó del todo, con el pelo revuelto.
—Tengo algunas respuestas —explicó—, o al menos creo tenerlas. Pero mis preguntas siguen siendo más que mis respuestas. No puedo decirte nada seguro todavía.
—Pero él te ve, ¿no es así?
Kai suspiró y se rascó la cabeza, pensativo.
—Creo que no —dijo por fin—. He hecho algunas comprobaciones... y me parece que simplemente sabe que estoy aquí, puede saber dónde estoy en cada momento. Pero no puede verme, ni oírme.
—¡Qué extraño! —comentó ella—. ¿Y qué más cosas sabes?
—Nada más.
Dana resopló y le dio la espalda para asomarse a la ventana.
—Eres un mentiroso.
—Oye, no te enfades —oyó enseguida la voz de Kai en su oído—. Seguro que sabremos muchas más cosas cuando lleguemos a la Torre.
Dana se estremeció al oír aquel nombre.
—¿Tienes miedo? —murmuró Kai.
Ella asintió, y se apoyó en el marco de la ventana. La mano de Kai buscó la suya; como de costumbre, no fue un contacto material, pero a Dana no le importaba. De hecho, en los últimos tiempos se había acostumbrado tanto a aquel tipo de roce que hasta se le hacía extraño que la tocara una persona de carne y hueso.
—Lo importante es que seguimos juntos —concluyó el chico.
Dana asintió, y oprimió la mano incorpórea de Kai.
Sus dedos se cerraron en el vacío.
Tres días después alcanzaban la falda de la cordillera y se internaban por un estrecho paso de montaña. El aire se hizo más puro y fresco, y Dana agradeció el cambio, aunque los enormes bloques de piedra que se cernían sobre el sendero la impresionaban. Sin embargo Medianoche, el caballo blanco del Maestro, parecía conocer el camino a la perfección, y avanzaba con seguridad por el paso. Lunaestrella simplemente lo seguía.
Aquella noche, y las dos siguientes, durmieron al raso. Dana se acurrucaba en un rincón, envuelta en su vieja manta, mientras el Maestro se quedaba sentado junto al fuego, contemplando las llamas inmóvil y con expresión pétrea. A la niña siempre la vencía el sueño antes de verlo dormir, y por la mañana siempre la despertaba él; por tanto, no sabía si el Maestro llegaba a dormir alguna vez.
No le preocupaba, en realidad. El viento nocturno que chocaba contra las rocas de la cordillera traía consigo los aullidos lejanos de los lobos, y Dana dormía mejor si sabía que su guía seguía despierto.
Al atardecer del cuarto día el paso se abrió para desembocar en un pequeño valle encerrado entre las montañas. A mano izquierda se distinguían las casas de un pueblecito. Al fondo, trepando un poco por la falda de la cordillera, se divisaba un enorme y espeso bosque, envuelto en jirones de niebla.
Habían llegado al Valle de los Lobos.
—¿Dónde está la Torre? —preguntó Dana, estirando el cuello para ver mejor—. ¿En el pueblo?
El Maestro negó con la cabeza y señaló un punto perdido en la niebla.
—Allí, junto al bosque —dijo.
—Pues sí que está apartado —comentó Kai.
Pasaron la noche en el pueblo. A Dana no se le pasó por alto que su acompañante no era desconocido por allí.
—¿Te has fijado, Kai? —le preguntó a su amigo por la noche, cuando estuvieron solos en la habitación de la posada—. La gente de este pueblo no confía en el Maestro. ¿Por qué será?
Kai se encogió de hombros.
—Si vive tan aislado lo tendrán por un excéntrico —opinó—. Pero, si mis sospechas son acertadas, no me extraña que desconfíen de él.
Dana le miró intrigada, pero él se puso un dedo sobre los labios con una sonrisa traviesa y un brillo burlón en los ojos. Ella sabía que no le iba a decir nada hasta llegar a la Torre, pero fingió enfadarse y le lanzó la almohada a la cara.
El objeto atravesó la imagen de Kai y se estrelló contra la pared.
El Maestro la despertó más tarde que de costumbre, cuando el sol estaba ya muy alto. No le dio explicaciones, pero Dana supuso que le había dejado descansar para recuperar fuerzas, que buena falta le hacía, después del largo y pesado viaje.
De modo que ensilló a Lunaestrella sin hacer preguntas, y siguió al jinete de la túnica gris mientras salían en silencio de la última aldea antes de llegar a su nuevo hogar.
Atravesaron el Valle de los Lobos sin novedad y, cuando las sombras del bosque se cernían sobre ellos, al girar un recodo, vieron por fin la esbelta silueta de la Torre recortándose contra las montañas. Era una alta construcción oscura y elegante, rematada por una larga aguja; su cúspide estaba cercada por una pequeña plataforma almenada que formaba un anillo a su alrededor.
Dana no pudo ver mucho más, porque la Torre parecía encerrada entre los árboles, pero le gustó, aunque le produjo una fuerte impresión.
—Es hermosa, ¿verdad? —dijo el Maestro, y Dana percibió una nota de emoción en su voz—. La construyeron así porque debía ser un vínculo entre lo celestial y lo terreno. Su aguja recoge la fuerza del firmamento, y sus cimientos están profundamente hundidos en la Madre Tierra. La Torre reúne belleza y poder.
La niña asintió, sobrecogida.
—Parece que haya llegado un gigante y la haya clavado allí, sin más —comentó, y se arrepintió enseguida de haber dicho algo tan tonto.
Pero el hombre no parecía estar escuchándola. Espoleó a Medianoche y siguieron su camino.
Atravesaron el bosque por un estrecho sendero; ahora habían perdido de vista la Torre, y la niebla se iba haciendo cada vez más densa según atardecía. El viento silbaba entre las ramas de los árboles y, cuando estaba ya a punto de ponerse el sol, los lobos de las montañas empezaron a aullar.
Dana tuvo miedo, y el Maestro lo notó.
—No te asustes, pequeña —dijo—. Los lobos no pueden hacernos daño aún, no hasta que caiga la noche.
Esto no reconfortó a la niña, que se echó hacia atrás en su montura para sentir el contacto intangible de Kai; el chico la rodeó con sus brazos, y Dana se lo agradeció con una sonrisa.
Cuando el sol se ponía en el horizonte, el bosque se abrió, y la Torre se mostró ante ellos en toda su grandeza, al fondo de una explanada, rodeada por una verja negra. La construcción parecía mucho más alta de lo que Dana había calculado.
—Mi hogar —murmuró el Maestro.
—Mira allí —indicó Kai, señalando la cúspide.
Dana siguió la dirección de su brazo y vio una alta figura erguida entre las almenas de la Torre, iluminada por los últimos rayos del atardecer, con una larga capa ondeando tras ella. Parecía un vigía, pero estaba demasiado lejos como para saber si era hombre o mujer.
—Nos esperan —dijo el Maestro, sonriendo, al advertir la mirada de Dana.
Espoleó de nuevo a su caballo. Medianoche, al verse por fin en casa, no se lo pensó dos veces, y rompió a galopar hacia el fondo de la explanada. Lunaestrella, para no ser menos, lo siguió.
Dana gritó, y se aferró como pudo a las riendas. Nunca antes había galopado.
Sin embargo, le gustó la sensación. Era como volar sobre la hierba, con el viento azotándole el rostro y su melena negra flotando tras ella, sintiendo en las piernas el elegante movimiento de los músculos de su yegua baya.
Cuando Lunaestrella se detuvo frente a la verja junto al caballo blanco, Dana se apresuró a colocarse bien sobre la silla. Estaba pálida, pero sonreía.
Centró entonces su atención en el Maestro, que, erguido sobre Medianoche, con un brazo en alto, pronunciaba unas extrañas palabras de cara a la puerta del enrejado.
Hubo un breve destello en la punta de los dedos del hombre de la túnica gris. Se oyó un chirrido, y la verja empezó a abrirse.
Dana se sobresaltó, y lanzó una exclamación de sorpresa. Oscurecía por momentos, pero su visión era todavía buena, y podía apreciar perfectamente que nadie había abierto la puerta.
El Maestro sonrió una vez más y se volvió hacia ella.
—Pasa —la invitó.
Recelosa, Dana espoleó a Lunaestrella que, sin embargo, atravesó la puerta sin miedo.
Una pequeña senda que cruzaba un jardín laberíntico y umbrío llevaba directamente a la puerta de la Torre. Dana alzó la mirada, pero la figura de las almenas había desaparecido.
—Bienvenida a la Torre —dijo a sus espaldas la voz del Maestro—, una de las pocas Escuelas de Alta Hechicería que quedan hoy en el mundo. Puedes considerarte afortunada por haber sido admitida en ella como aprendiza. Muchos matarían por semejante honor.
Dana se estremeció.
—Lo que suponía —oyó murmurar a Kai.
Alta Hechicería... Aprendiza... La Torre...
«Entonces, ¿no tengo que casarme con el Maestro?», se preguntó. Evocó una vez más la conversación que había escuchado en la granja y comprendió que no se había hablado de matrimonio; aquél era un concepto que ella había dado por sentado. Se sintió mucho mejor, y oprimió con fuerza el colgante que le había regalado su madre.
—Adelante —la apremió el Maestro, y Dana reaccionó.
Mientras avanzaba hacia la Torre montada en Lunaestrella, Dana trataba de asimilar su sorprendente cambio de fortuna. Tenía poderes especiales y por eso había sido solicitada por el Maestro de la Torre del Valle de los Lobos, que le iba a enseñar a utilizarlos. Probablemente esos poderes estaban relacionados con Kai.
Se le ocurrió de pronto que allí podría averiguar más cosas sobre su querido amigo, y descubrir la forma de que él fuera una persona como los demás.
Casi al mismo tiempo rebotó en su mente un recuerdo que ahora parecía muy lejano: la voz de aquellas niñas gritando: «¡Márchate, bruja!».
Dana no disimuló una amplia sonrisa. «Sí, soy una bruja», se dijo. «O, por lo menos, lo seré muy pronto».
El Maestro repetía el hechizo frente a la sólida puerta de roble de la Torre. Cuando ésta se abrió de par en par, Dana, ilusionada ante aquella nueva perspectiva, rozó la mano de Kai. El muchacho debía de sentirse tan excitado como ella, porque el contacto le pareció a Dana casi real.
No había gallo que cantara al quebrar el alba, pero Dana estaba acostumbrada a levantarse muy temprano, y se despertó sin necesidad de que nadie la llamase. Al principio se sintió desorientada, hasta que recordó de golpe dónde estaba. Saltó de la cama y se apresuró a correr hacia la ventana para mirar el paisaje.
El sol comenzaba a asomar tímidamente tras la cordillera, y a disipar las nieblas fantasmales que envolvían el bosque. A lo lejos, el pueblo parecía desperezarse bajo los primeros rayos de la aurora.
Dana suspiró satisfecha. La vista desde allí era magnífica.
Se volvió entonces a mirar su habitación, cosa que apenas había hecho la noche anterior. No era un cuarto muy grande y estaba amueblado con gran sobriedad. Sin embargo, era más de lo que había tenido Dana en la granja.
Detectó entonces dos cosas nuevas que no estaban la noche anterior: sobre la mesa se hallaba una bandeja con un apetitoso desayuno, y, colgado del respaldo de la silla, había un montón de ropa de color blanco. Se acercó con curiosidad.
Eran dos túnicas, y bajo ellas había también una cálida capa de color gris. Del respaldo de la silla pendía un cinto de cuero.
—¡Mi nuevo uniforme! —exclamó ella, y se volvió hacia todos lados para enseñárselo a Kai.
Pero él no estaba allí. Dana se encogió de hombros; sabía por experiencia lo curioso y aventurero que era su amigo, e imaginaba que se había ido a explorar la Torre por su cuenta. Sin embargo, no le gustaba la idea de quedarse sola en aquel lugar y, además, tampoco estaba muy segura de lo que debía hacer a continuación.
Por lo pronto, decidió cambiar su gastado vestido por una de las túnicas, y descubrió que le estaba como hecha a medida. Como no hacía frío, dejó la capa en la silla. Después notó que estaba muerta de hambre, y fue rápidamente a devorar el contenido de la bandeja.
Mientras comía, se preguntó cómo era posible que alguien hubiese entrado en su cuarto sin que ella se diera cuenta. Tenía el sueño muy ligero, pero ni siquiera se había enterado de que le habían dejado el desayuno sobre la mesa mientras dormía. Esa persona debía de ser sigilosa como un gato.
Sacudió la cabeza. Recordaba perfectamente cómo la noche anterior la verja se había abierto sola, y supuso que en una Escuela de Alta Hechicería sucederían a menudo cosas que no tenían explicación, y que pronto se acostumbraría a ello.
Se hizo la cama, se lavó en la palangana y entonces se preguntó qué debía hacer a continuación. Si Kai hubiera estado con ella, se lo habría preguntado. Pero Kai no estaba, y ahora Dana se encontraba indecisa. ¿Llegaría alguien para decirle lo que tenía que hacer? ¿O debía salir a buscar al Maestro? ¿Y si a él no le parecía bien que anduviese curioseando por la Torre? Había oído decir alguna vez que los magos eran muy quisquillosos.