El Valle de los lobos (4 page)

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Authors: Laura Gallego García

Esto le dijo a Kai cuando el sol se ponía por el horizonte, pero el niño, con una expresión muy seria, impropia de él, la miró a los ojos y le aconsejó olvidar que lo habían visto.

—¿Por qué? —preguntó Dana, intrigada.

Kai fijó en ella una mirada pensativa. Dana siempre preguntaba ¿Por qué?, y él muchas veces había deseado darle las respuestas que buscaba, pero sabía que todavía no había llegado el momento.

—Había algo extraño en él —dijo por fin.

Era una respuesta muy vaga, pero Dana pareció aceptarla, quizá porque ella también había sentido lo mismo.

—Además, casi seguro que no volveremos a verlo —añadió él, y, por segunda vez, Dana estuvo de acuerdo, y decidió no pensar más en ello.

Sin embargo, tuvo que recordar al jinete de la túnica gris mucho antes de lo que pensaba.

Porque aquella noche, tal y como él había predicho, llovió sobre la comarca.

III. LA TORRE

AQUEL CHAPARRÓN MEJORÓ un poco las cosas, pero los daños causados por la sequía eran irreparables. Las cosechas se habían agostado, los incendios habían mermado los bosques y muchos animales de granja habían muerto por el calor o habían tenido que ser sacrificados para que sobrevivieran las familias. La comarca pasó tiempos de necesidad, y Dana, pese a que la amistad incondicional de Kai le ayudaba a sobrellevar las penalidades, no paraba de preguntarse cuándo cambiarían las cosas, sin saber que su vida pronto iba a transformarse radicalmente.

Una tarde que volvía del campo notó algo anormal en la granja. Sus hermanos pequeños jugaban en el porche, pero no se veían adultos en las inmediaciones. Además la puerta de la casa estaba cerrada, lo cual resultaba extraño, pues debido al calor siempre la dejaban abierta.

Dana se encogió de hombros, pero Kai parecía inquieto. Los dos se dirigieron al establo en busca de algo de sombra, y una vez allí se formaron una idea más aproximada de lo que estaba pasando.

La sequía sólo les había dejado dos vacas y un caballo de tiro, pero aquella tarde había dos inquilinos más en el cobertizo: un caballo blanco y una joven yegua baya.

—¿Y esto? —murmuró Dana, muy extrañada, mientras Kai admiraba con un expresivo silbido la planta de los soberbios animales—. ¡No pueden ser nuestros! No tenemos dinero.

Se le ocurrió una idea y cruzó una mirada con Kai.

—Tenemos visita —murmuró éste, que había pensado lo mismo que ella.

Dana echó un vistazo al caballo blanco, preguntándose por qué le resultaba tan familiar. Entonces salió del establo y se dirigió al porche para interrogar a sus hermanos sobre lo que estaba pasando; pero ellos poco pudieron decirle al respecto.

Dana no se resignó. Estaba claro que los adultos mantenían en la casa una reunión con los visitantes; una reunión a la que ella no había sido invitada.

Pero tenía un presentimiento.

Rodeó la casa hasta la ventana que daba al comedor principal, que por suerte sí estaba abierta, y se acurrucó debajo para poder escuchar sin ser vista.

Le llegaron con claridad las voces de sus padres y, ocasionalmente, la de alguno de sus hermanos mayores, mezcladas con la de un desconocido que era, sin duda, el dueño de los caballos.

—Puedo asegurar que la cuidaré muy bien —decía el hombre—. Le proporcionaré comida, ropa, la seguridad de un hogar... y una enseñanza a la que nunca accedería de quedarse aquí.

Dana frunció el ceño. Estaba segura de haber oído antes aquella voz: serena, baja y bien modulada. Pero no terminaba de ubicarla.

—Comprendemos que es una gran oportunidad para ella —respondió entonces el padre, con cautela—. Pero son tiempos de necesidad, y una familia de campesinos no puede desprenderse de unos brazos que trabajan bien.

—Sería una boca menos que alimentar —replicó el hombre—. Y gustosamente pagaré lo que haga falta.

—El dinero no puede sustituir la pérdida de una hija —objetó la madre con aspereza.

Dana adivinó entonces que estaban negociando el matrimonio de alguna de sus hermanas mayores. «De modo que era eso», se dijo. Se volvió hacia Kai para decirle que no se trataba de nada grave; pero se calló al ver la expresión preocupada del rostro de su amigo.

Sus sospechas renacieron con más fuerza, y siguió escuchando.

—Sé que me la llevaría lejos —decía el extraño—, pero le ofrezco algo que no está al alcance de todos.

Hubo un tenso silencio. Entonces, el desconocido añadió:

—No se deben dejar pasar ofertas así en tiempos de necesidad.

Y entonces Dana se quedó clavada en el sitio, porque recordó, con total claridad, dónde había oído ella una frase parecida pronunciada por aquella misma voz: al lado de un pozo, hacía algunas semanas, cuando un viejo de túnica gris que montaba un caballo blanco se había detenido en el camino para preguntarle por dónde se iba a la ciudad.

Miró a Kai, pero él parecía ausente.

—Si viene conmigo, Dana no volverá a pasar hambre —concluyó el visitante.

¡Hablaban de ella! Dana se sintió desfallecer y se agarró con fuerza a la pared. ¡Sus padres estaban hablando de casarla con el hombre de la túnica gris!

Angustiada, buscó la mirada de Kai, y sus ojos azules se cruzaron con los de él.

—Todo saldrá bien —murmuró el muchacho, pero le temblaba la voz.

Dana inspiró profundamente. Era habitual que los padres de las jóvenes negociaran con los pretendientes el tema de su boda; pero solía tratarse de muchachos que ellas habían elegido previamente. Aunque a veces era cierto que las casaban a la fuerza, por motivos económicos.

Pero Dana tenía diez años, y jamás había imaginado que aquello podría pasarle a ella, y menos a una edad tan temprana, y con un hombre mayor a quien apenas conocía, por muy acaudalado que fuera. Por eso deseó que se la tragara la tierra cuando oyó la voz de su padre diciendo:

—Está bien, podéis llevárosla. ¿Partiríais esta misma noche?

—¡No! —exclamó Dana, y se separó de la ventana, con la cabeza dándole vueltas.

Los del comedor advirtieron entonces su presencia, pero la niña no quería enfrentarse a ellos. Echó a correr en dirección al granero, y poco después temblaba bajo su manta, muy consciente de que pronto irían a buscarla.

Sintió la presencia de Kai a su lado, y eso la reconfortó. Pensó que nada podía ser tan malo si él la acompañaba. Entonces recordó que, para su futuro marido, Kai no era ningún secreto, y sintió más miedo todavía.

—Escápate —le dijo el muchacho.

Dana estaba a punto de contestarle que eso era lo que estaba pensando, cuando se dio cuenta de que Kai no había dicho «Escapémonos», sino que había hablado en singular.

—¿No vendrías conmigo? —preguntó ella, más angustiada todavía.

—¿Lejos de la granja? —Kai sacudió la cabeza—. No puedo.

Dana lo miró, intrigada ante aquella negativa que le planteaba nuevos interrogantes sobre la identidad de su amigo, cuando oyó que se abría la puerta del granero.

—Demasiado tarde —murmuró Kai.

Dana se encogió en su rincón. Ya no había escapatoria. Mientras oía cómo el intruso subía por la escalera de madera, se aferró a la idea de que sus hermanos podrían comer con el dinero que había prometido aquel desconocido.

—¿Dana?

Era su madre. La niña se envolvió más aún bajo su manta, pese al calor que hacía. En aquel momento lo único que sentía era un puñal de hielo atravesándole el corazón.

—Dana, hija, estás aquí —murmuró la madre, aliviada.

Dana le dirigió una mirada de reproche.

—Es por tu bien —explicó su madre, que captó la mirada inmediatamente—. Con este señor no pasarás hambre, ni tendrás que matarte a trabajar. Además, te dará una educación que nosotros no podemos ofrecerte. Serás en la vida algo más que una simple granjera.

—Y a vosotros os dará mucho dinero por mí —añadió Dana, resentida.

La madre pareció apenada.

—¿Crees que te vendemos, eso crees? Muchas familias pagarían para que sus hijas tuvieran esta oportunidad. Tus hermanos envidian tu suerte, Dana. Ellos nunca verán más allá de esta granja, este pueblo, esta comarca tal vez. Es un regalo del cielo.

Dana titubeó. Sintió que su madre se acercaba a ella, y de pronto se encontró refugiada entre sus brazos.

—Niña... mi niña... —murmuró la mujer, conmovida—. Sé que aún eres muy pequeña para abandonar tu casa..., pero si dejamos pasar esta oportunidad, quizá no vuelva a presentarse nunca.

—No quiero marcharme, madre —confesó Dana—. Ese hombre no me gusta.

—No te hará daño, mi pequeña. Pero, aun así, escucha: si algún día no soportas tu nueva vida y ves que no eres feliz, no tienes por qué quedarte allí. Si vuelves a casa, te recibiremos con los brazos abiertos.

La granjera se separó un poco de su hija y le puso algo en la mano. Dana lo miró con curiosidad. Era un extraño amuleto de metal con forma de luna menguante, entre cuyos extremos había una estrella de seis puntas.

—Esto perteneció a mi madre, y a la madre de mi madre, y a la madre de la madre de mi madre. Te protegerá de todo mal, y te recordará que aquí en esta granja, yo siempre pensaré en ti. Cuídalo.

Dana se conmovió ante aquella muestra de cariño: su madre no solía prodigarlas. Se puso el colgante al cuello, sintiéndose especial: tenía tres hermanas más, pero aquel amuleto era suyo, porque su madre lo había querido así.

No recordaría gran cosa de lo que pasó después. Las despedidas, el empaquetado de sus cuatro cosas... todo sucedió como en un sueño.

Pero el reencuentro con la mirada penetrante de los ojos grises del visitante la despertó del todo.

—¿Estás lista, pequeña? —le preguntó él amablemente.

Dana dijo que sí, pasando el peso del cuerpo de una pierna a otra, una y otra vez. Tenía una idea muy vaga de lo que era el matrimonio y lo que implicaba, y, aunque le extrañaba que no celebrasen la boda con su familia, la excitación del inminente viaje empezaba a apoderarse de ella.

Parte de sus dudas se disiparon cuando, en el establo, el hombre de la túnica gris le dijo que la magnífica yegua baya era para ella.

Dana lo miró sin poder creérselo.

—Adelante —la invitó el visitante—. Es tuya. Acércate, háblale, conócela.

La niña se aproximó al animal, al principio titubeante; pero momentos después ya le acariciaba la sedosa piel, susurrándole cosas al oído.

—Le gusto —comentó.

El hombre sonrió, y Dana se sintió un poco más tranquila.

—Tienes que ponerle un nombre; sólo así será completamente tuya.

Dana no lo pensó mucho.

—Lunaestrella —dijo, aferrando bien el colgante que le había dado su madre.

El desconocido asintió, conforme.

Poco después salían del establo, guiando a los caballos. Dana vacilaba; había tratado antes con caballos, pero eran animales de granja, no criados exclusivamente para ser montados.

—No temas —dijo su compañero suavemente, adivinando sus pensamientos—. ¿Estás lista?

Dana iba a decir que sí, pero sintió que le faltaba algo. Echó un vistazo a la granja y a su familia, que se había reunido para despedirla, y supo de pronto qué era lo que no iba bien.

«¡Kai!», pensó.

¿Dónde andaría? ¿Por qué no estaba con ella? ¡Desde luego, Dana no pensaba marcharse sin él!

—Un momento, por favor —suplicó al visitante, muy nerviosa—. He olvidado algo muy importante.

Corrió hasta el granero, y se asomó dentro.

—¿Kai? —llamó en voz baja.

No hubo respuesta. Dana, cada vez más nerviosa, lo buscó por todas partes, preguntándose qué iba a hacer si él no quería acompañarla.

—¡Kai! —gritó, ya sin importarle que la oyesen.

—Estoy aquí, Dana —dijo la voz de su amigo tras ella, muy cerca.

Dana se sobresaltó, pero casi se echó a llorar de alivio.

—Te vas —dijo él, entristecido.

—Nos vamos —corrigió ella—. No voy a dejarte aquí.

—Pero yo no puedo...

—No iré a ninguna parte sin ti —cortó ella, sacudiendo con energía sus trenzas negras.

Kai pareció conmovido.

—De verdad, me gustaría... —empezó, pero se interrumpió al oír un chirrido.

La puerta del granero se abrió, y apareció una figura alta vestida de gris.

Dana avanzó hacia ella.

—¿Ocurre algo? —quiso saber el visitante.

—Dana se retorcía las manos mirando al suelo.

—Es que yo no puedo... —comenzó, pero en los ojos del nombre apareció un brillo de comprensión.

Miró hacia donde estaba Kai —esta vez no había duda— y dijo:

—Tú puedes venir también.

El rostro del niño mostró una súbita expresión de alegría.

—Dale las gracias —le dijo a Dana y, como ella se quedó sin habla un momento, le dio un codazo.

—¡Gracias! —desembuchó la niña, casi sin darse cuenta.

No tuvo mucho tiempo para pensar en ello, porque poco después abandonaba la granja y a su familia, siguiendo al jinete de la túnica gris, tratando de mantener el equilibrio sobre su nueva yegua baya, con Kai montando tras ella.

Por el camino se cruzaron con Sara y su hermana, que volvían del pueblo. Dana se irguió todo lo que pudo sobre Lunaestrella y dirigió a su boquiabierta vecina una mirada arrogante.

Se sintió un poco mejor.

Pronto se puso el sol, pero ellos cabalgaron al paso gran parte de la noche, siempre hacia el este, hasta llegar al tercer pueblo; entonces pararon en una posada.

Dana era tímida por naturaleza y no se había atrevido a preguntarle nada a su acompañante. En la posada tuvo una habitación individual para ella sola, pero estaba demasiado cansada para apreciar el hecho, y demasiado confusa como para tratar de averiguar más cosas sobre su destino. Durmió de un tirón, muy cerquita de Kai. En realidad, nada importaba mientras él estuviese a su lado.

Al día siguiente continuaron la marcha, muy temprano, poco después de la salida del sol. Cuando estuvo algo más despejada, Dana se dio cuenta de que ni siquiera sabía el nombre de su guía y, tartamudeando y muy colorada, se lo preguntó.

El hombre sonrió por primera vez desde la tarde anterior.

—Llámame «Maestro» —dijo—. Es lo correcto.

A la niña le pareció un tanto extraño, pero no puso objeciones.

El viaje se prolongó durante varios días más. A Dana se le hizo eterno, porque su guía apenas hablaba, y ella nunca solía conversar con Kai en presencia de otras personas. Además, descansaban sólo lo imprescindible, y el sol los castigaba sin piedad desde el cielo.

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