El Valle de los lobos (3 page)

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Authors: Laura Gallego García

Sin embargo, Dana no se atrevió a acercarse mucho. Se detuvo a pocos pasos del grupo, detrás de una valla que delimitaba las propiedades de su familia y los vecinos, y se quedó mirando cómo jugaban, deseando poder unirse a ellas.

El equipo de Sara tenía la pelota, y el otro grupo trataba de arrebatársela. Las niñas gritaban, saltaban y reían con los cabellos revueltos y las mejillas arreboladas.

Una de ellas reparó en la presencia de Dana junto a la valla, y se quedó mirándola. Las otras se dieron cuenta de lo que pasaba, y el juego se detuvo.

—¿Qué estás mirando? —le preguntó la niña a Dana, de mala manera.

Una expresión dura cruzó el rostro de ella y, sin responder, dio media vuelta para marcharse.

—¡Espera! —la detuvo Sara, y Dana se giró, esperanzada—. ¿Quieres jugar?

Las otras protestaron, pero Dana no les hizo caso. Se quedó mirando a Sara, preguntándose si le estaría tomando el pelo. Pero la niña parecía muy seria.

—Me gustaría mucho —respondió Dana, lentamente y con precaución.

Entonces Sara fingió dudar.

—El caso es que... —dijo—, no sé si sería buena idea. A lo peor le pasas la pelota a alguien que no existe —concluyó con una carcajada, y las otras se sumaron a las burlas.

Dana, humillada, iba a replicar; pero se calló, porque aún deseaba formar parte de aquel grupo.

—Es más fácil pasaros la pelota a alguna de vosotras —contestó, sonriente—. Si no, no tendría gracia el juego, ¿no te parece?

Sara pareció apreciar la elegante salida de la otra; pero el resto de las del grupo no fueron tan compasivas, y redoblaron sus risas.

—Vete a hablar con el diablo, ¡bruja! —la insultó una.

—¡Eso! ¡Márchate, bruja! —corearon las demás.

Dana lo intentó otra vez.

—No soy una bruja —dijo—. Soy como vosotras. Sólo me gusta pensar en voz alta, eso es todo.

—¡Entonces, piensas demasiado! —se burlaron ellas.

La niña que tenía la pelota de trapo se la lanzó a la cara con todas sus fuerzas. Dana recibió el impacto y recogió el juguete, aturdida. No le había hecho daño, pero el gesto de la niña había sido una clara muestra de desprecio.

Trató de ignorar aquel hecho y pensó que, ya que tenía la pelota, podría integrarse en el juego, así que se la lanzó a Sara. Pero ésta apartó las manos y no la recogió.

El trapo cayó sobre la hierba.

Dana se sintió herida y muy humillada, y se preguntó qué había hecho ella para que la tratasen así. Quiso dar media vuelta y marcharse, pero, antes de que pudiera hacerlo, una de las chicas cogió una piedra del suelo y se la arrojó.

Le dio a Dana en el brazo; era un guijarro pequeño y no la hirió, pero fue la señal que necesitaban las otras para lanzar una lluvia de piedras sobre su extraña vecina. Dana se cubrió la cara con las manos y les dio la espalda. Deseaba echar a correr, pero no lo hizo: su orgullo se lo impedía. Se alejó lentamente, sintiendo los guijarros que golpeaban su cuerpo como agujas. No estaba triste, ni tenía ganas de llorar. Sólo sentía rabia.

—Nunca más —le aseguró a Kai, que caminaba a su lado—. Nunca más.

Él la miró. No sonreía.

Dana se metió en el granero y se sentó sobre su vieja manta.

—Dicen que soy una bruja —le dijo a Kai—. Ojalá lo fuera. Entonces podría vengarme de ellas; les haría cosas terribles y que se tragaran sus insultos.

Su amigo se estremeció. Se plantó frente a ella, la cogió por los hombros y la miró a los ojos.

—Nunca digas eso —le advirtió—. Ni lo pienses siquiera.

—¿Por qué?

Kai se encogió de hombros.

—Es peligroso. Además, no es culpa suya.

Dana se irguió rápidamente.

—¿Ah, no? ¿Y de quién es, entonces? ¿Mía, acaso?

Kai sacudió la cabeza.

—No lo sé. Tal vez mía. Tal vez de nadie.

Dana no respondió. En momentos como aquél, interiormente hacía a Kai responsable de su soledad.

—Compréndelas —añadió el niño—. Llevan jugando juntas desde que eran muy pequeñas, y tú nunca ibas con ellas. Apenas te conocen. Eres una extraña.

Dana consideró sus palabras mientras Kai gateaba sobre los tablones en busca de un lugar más cómodo para sentarse. La niña lo miraba por el rabillo del ojo. «Si eres una invención mía», se dijo, «¿cómo puedes moverte y actuar de una forma tan natural?». En el tiempo que llevaban juntos, Dana había aprendido a conocer al dedillo todos los gestos y expresiones de Kai, que no eran los suyos, ni los de ninguna persona que ella conociera. Kai era mucho más que una idea o una imagen incorpórea. Kai era un ser definido no sólo por su aspecto, sino por múltiples detalles que lo completaban como persona: el tono de su voz, el brillo de sus ojos, la forma que tenía de apartarse el pelo rubio de la frente, sus pasos tranquilos y decididos, sus movimientos ágiles y seguros, su manera de hablar, incluso su manera de sentarse. Hasta aquella noche dos años atrás («¡Embustera! ¡Kai no existe!»), Dana no había pensado ni por un instante que su amigo no fuese como ella.

Además, en sus conversaciones él solía aportar un punto de vista totalmente diferente al suyo. Externamente, Kai actuaba como un niño normal: inquieto, travieso, juguetón y siempre a punto para probar cosas nuevas e iniciar una aventura más. En cambio Dana era más reposada y serena, y le gustaba pensar y analizar las cosas antes de actuar.

Sin embargo, cuando tenía algún problema, ella solía reaccionar como la persona inmadura que todavía era, inexperta en las cosas de la vida y, sobre todo, en las relaciones con los demás. En aquellos momentos críticos en que todo parecía derrumbarse a su alrededor, Kai aportaba una tranquilidad y confianza propias de un adulto; le ayudaba a pensar y a aprender por sí misma las cosas que debería haber descubierto junto a los demás niños y niñas de su edad, pero que, debido a su vida solitaria, ignoraba todavía.

Por eso Dana había aprendido a escuchar a Kai y a valorar sus consejos, y aquella vez no tenía por qué ser diferente.

—Entonces... ¿tú crees que si me hubiera unido a ellas antes no me rechazarían ahora?

Kai se encogió de hombros de nuevo.

—Vivimos en una tierra difícil —dijo—. Aquí la gente lucha por sobrevivir día a día. Desde niños se unen en grupos; así se sienten más seguros. Por eso todo aquel que se queda fuera resulta extraño, diferente.

—Y ahora desconfían de mí —completó Dana en voz baja.

Kai la miró durante un largo rato, deseando poder hacer algo más por ella.

—Tarde o temprano encontrarás tu lugar en el mundo —la consoló—. No sufras por ello.

Dana alzó la cabeza para mirarle otra vez a los ojos.

—¿Tú crees que soy una bruja, Kai?

—Yo creo que tú eres Dana —respondió él sin dudar—. Y no me importa lo demás.

Dana suspiró y se acurrucó junto a él, deseando con toda su alma poder abrazarlo, y tocar algo más que aire cuando rozaba su imagen. Kai adivinó lo que pensaba.

—Todo irá mejor a partir de ahora —le dijo, acariciándole el pelo con ternura—. Te lo prometo.

Sin embargo, por una vez el muchacho se equivocaba.

El cambio de estación trajo consigo un invierno especialmente duro y frío. Las nevadas y heladas acabaron con gran parte de las cosechas, y con gran número de animales en los bosques. Hambrientos y desesperados, los lobos bajaban de las montañas en jaurías enteras; la necesidad los hacía más audaces, y atacaban las granjas reduciendo cada vez más los recursos de las familias de campesinos.

Las cosas no se arreglaron con la llegada de la primavera. El frío dio paso, casi sin tregua, a un calor asfixiante y una sequía como no se recordaba en la comarca. Lo poco que había sobrevivido al invierno se echó a perder. Para una familia de doce miembros, como la de Dana, aquello era una catástrofe.

La niña pronto sintió en sus carnes la época de crisis. La comida era escasa, y sus padres y hermanos mayores tenían que trabajar muy duro para alimentarlos a todos. Dana adelgazó alarmantemente, pero no fue la única en la familia.

Las cosas se agravaron cuando empezó a faltar el agua, y se extendió rápidamente una epidemia transmitida, según parecía, por los mosquitos, que habían aumentado considerablemente en número en los últimos tiempos. La epidemia se llevó a una hermana mayor y a uno de los hermanos pequeños de Dana, y a su abuelo, que iba a cumplir setenta y cuatro años.

La niña se había vuelto más silenciosa con la tragedia. Trabajaba como una mula sin protestar, porque el ejercicio la ayudaba a no pensar. También hablaba bastante menos con Kai, pero seguían pasando todo el día juntos. Aquella especie de lazo que los unía incluso sin palabras parecía hacerse cada vez más fuerte, de modo que ya apenas necesitaban hablar para comprenderse.

Una mañana, Dana acudió al pozo a sacar agua. Se trataba de un pozo común a varias granjas pero, ante el azote de la sequía, el agua estaba rigurosamente racionada. A la familia de Dana, por ser ahora de nueve miembros, le tocaban tres cubos.

Llevaba sólo dos cubos vacíos sobre una carretilla baja, porque no le cabía un tercero, de modo que tendría que hacer dos viajes. Sin embargo, cuando echó uno de los cubos al fondo del pozo dudó que pudiera llenar los tres.

Subió la cuerda lentamente; éste era el trabajo más duro. Cuando alcanzó el cubo con agua y alzó la vista, vio frente a sí a Kai, que la miraba con seriedad.

—El agua no durará mucho —dijo Dana entristecida.

Kai suspiró. Ella dejó el cubo lleno en la carretilla y lanzó el otro al pozo. Ambos oyeron cómo tocaba fondo, pero ninguno hizo el menor comentario. Kai se colocó detrás de su amiga y la ayudó a tirar de la cuerda.

Dana se había preguntado muchas veces cómo era posible que una persona a la que no se podía tocar, que era tan incorpóreo como el aire o como la niebla, pudiese hacer cosas tales como coger huevos o tirar de la cuerda de un pozo. Había observado atentamente a Kai en numerosas ocasiones, cuando él hacía aquellas cosas, y lo único que había podido detectar era que el chico parecía tener que concentrarse mucho para ello.

Mientras los dos subían el cubo con agua, Dana sacudió la cabeza. Sabía que era inútil preguntarle: nunca le respondería.

Con un último esfuerzo, Dana alzó el cubo hasta depositarlo sobre el borde del pozo. Entonces se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano.

—Terrible, ¿eh? —comentó Kai, pero de pronto se puso tenso y dio media vuelta con brusquedad.

Dana sintió entonces una sombra tras ella, y se estremeció. Como Kai, se giró, intrigada.

Se trataba de un jinete que acababa de llegar por el camino. Montaba un hermoso caballo blanco que sudaba y resoplaba por culpa del calor.

—Disculpa —dijo el jinete amablemente.

Dana lo miró. Era un hombre viejo, de cabellos grises y lisos que le caían sobre los hombros como una cascada plateada. Sus ojos profundos e inquisitivos eran también de color gris, al igual que su túnica, ceñida por un cinturón de cuero del que pendían varios saquillos. No llevaba armas a la vista; no parecía un noble, pese a que montaba a caballo. Sin embargo, había algo en él que lo ponía por encima de los simples aldeanos. «Tal vez sea un sabio», pensó Dana, «aunque no lleva barba». Ella siempre había pensado que los sabios y los santos debían llevar barba.

—Siento interrumpir tu trabajo, muchacha —continuó el jinete amablemente—. ¿Podrías indicarme el camino a la ciudad?

Dana asintió.

—Seguid en esta dirección hasta la próxima encrucijada —respondió—. Después tomad el camino de la izquierda y llegaréis a la ciudad. Está sólo a una jornada de aquí.

—¿La encrucijada, dices? —repitió el jinete, y se alzó un poco para otear el sendero.

—Hacia allí —Dana levantó el brazo para señalarle el camino; el cubo que sostenía sobre el borde del pozo se tambaleó peligrosamente, y ella se apresuró a sujetarlo bien.

—Cuidado —dijo el jinete, y sonrió; multitud de arrugas se formaron en torno a su boca y sus ojos, haciendo que su rostro moreno pareciese aún de mayor edad—. No se debe malgastar el agua en tiempos de necesidad.

Dana enrojeció y colocó el cubo en un lugar más seguro. El jinete la observó un momento y después clavó la vista en un punto por detrás de ella. Súbitamente le cambió la expresión y dejó de sonreír. Sus ojos grises se estrecharon.

Dana siguió la dirección de su mirada, preguntándose qué habría visto, porque tras ella no había nada especial. De pronto le pareció comprenderlo, y se quedó helada.

Tras ella no había nada... salvo Kai.

Dana se volvió rápidamente hacia el viejo, pero éste ya había recobrado la expresión amable.

—Dios te guarde, niña —le dijo—. Y gracias. No sufras por el agua: esta noche lloverá.

Dana echó un vistazo dubitativo al cielo: ni una sola nube. Sin embargo, no dijo nada. Su mente estaba ocupada con la idea de que Kai podía ser visible para otra persona que no fuese ella, y aquel pensamiento la golpeaba una y otra vez con la fuerza de una maza.

El hombre sonrió de nuevo, espoleó a su caballo y se alejó sendero abajo. Dana se quedó parada; el corazón le latía alocadamente y sus ojos seguían al jinete de la túnica gris mientras se alejaba camino abajo. Los cascos de su caballo levantaban una fina nube de polvo que parecía dorado bajo el sol abrasador.

Cuando lo perdió de vista, Dana se volvió hacia Kai.

—Ese hombre te ha visto —le dijo, y su tono de voz mezclaba miedo, sorpresa, respeto y un poco de reproche—. ¿No se suponía que sólo yo podía verte?

—No podía verme —replicó él—. Seguramente no me miraba a mí.

Habló rotunda y enérgicamente, pero Dana vio un brillo de duda y temor en los ojos verdes de su amigo.

Todavía pálida, recogió sus cubos y emprendió el regreso a casa, arrastrando la carretilla con cuidado. Kai la ayudaba a tirar, aunque, como era cuesta abajo, no se hacía muy pesado. Ninguno de los dos dijo nada más mientras bajaban por el camino que había seguido el jinete de la túnica gris que se dirigía a la ciudad y que parecía haber visto a Kai.

Aquella tarde, Dana intentó hablar del tema con su amigo, pero Kai no parecía muy dispuesto a recordar la escena del pozo. Cuando por fin consiguió que él se enfrentase a ello, el niño quitó hierro al asunto y aseguró que seguramente se lo había imaginado.

Dana no replicó. Recordaba perfectamente la expresión del hombre, una mezcla de asombro y curiosidad, y recordaba también que Kai se había sobresaltado igual que ella. Le dio muchas vueltas al asunto, porque intuía que era importante. Si el viejo había visto a Kai... significaba que ella no estaba loca, y su amigo existía de verdad. La gente la creería por fin, de una vez por todas, si había alguien más que pudiese corroborar su historia.

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