El Valle de los lobos (11 page)

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Authors: Laura Gallego García

Su mente bullía de planes. Faltaba muy poco para el plenilunio, y, aunque en realidad no le corría prisa, porque siempre podría esperar al mes siguiente, la impaciencia la embargaba.

El principal problema era salir de la Torre de noche. Dana ya había decidido que, con un buen repertorio de hechizos de ataque y defensa, los lobos no serían obstáculo para ella. Pero el Maestro le había prohibido expresamente salir de noche y, aunque ella no entendía el objeto de semejante prohibición, no se atrevía a desobedecerle.

—Lo principal es no despertar sospechas —le dijo Kai—. Si actúas con normalidad, el Maestro no tiene por qué intentar leer en tu mente; y, si no se entera, no habrá problema.

Dana suspiró. Era una defensa un tanto débil, pero no tenía otra. Lo único que le quedaba era esperar que funcionase.

De modo que durante los días siguientes se aplicó a sus estudios y fingió que no pasaba nada. El Maestro, que supervisaba su trabajo pese a no hallarse con ella a menudo, lo notó.

—Parece que vuelves a centrarte, Dana —comentó—. Me alegro.

—Tuve ciertas dudas sobre algunos temas —respondió ella sin mentir—. Pero ahora ya tengo las cosas claras.

—Me alegro —repitió el Maestro.

Si Dana no hubiese sido sincera, él lo habría percibido de inmediato.

Por fin llegó la noche del plenilunio. Pese a todos sus esfuerzos, Dana no pudo evitar sentirse alterada todo el día. El Maestro se dio cuenta, y, aunque no dijo nada, la miró largamente a los ojos.

Dana volvió a su habitación comida por la angustia.

—Lo sabe —le dijo a Kai, y le contó lo que había pasado.

—¿Aún piensas salir esta noche?

Dana asintió débilmente.

—Te la vas a cargar —comentó el chico sin piedad.

—Ya lo sé —gimió Dana—. Pero, ¿qué puedo hacer? Si estoy loca, no importa lo que me pase. Y, si no lo estoy, lo estaré dentro de poco como no averigüe qué está pasando aquí.

—Te la vas a cargar —repitió Kai machaconamente.

Dana se volvió hacia él, airada.

—¿Pero tú de qué lado estás? ¿Me apoyas o no?

—Hasta la muerte y más allá —respondió el muchacho, repentinamente serio.

Y, no supo por qué, a Dana no le gustó el tono de su voz.

VII. LA NOCHE DE LOS LOBOS

La luna llena ya brillaba sobre el Valle de los Lobos cuando Dana se reunió con Kai en el establo. En silencio, ensillaron a Lunaestrella temblando de nerviosismo. De momento todo iba bien, y no parecía que los hubiesen descubierto. Pero Dana sabía que no podía arriesgarse a cruzar todo el jardín hasta la verja encantada; quién sabía si los ojos insomnes del Maestro no vigilaban desde lo alto de la Torre. Por eso la aprendiza ejecutó inmediatamente un hechizo de teletransportación que incluía también a Kai y a la yegua, y al punto aparecieron los tres en un claro del bosque iluminado por la luna.

Una vez allí, Dana no perdió tiempo. Desprendió uno de los saquillos de su cinturón y formó un círculo en el suelo con los polvos que contenía, quedándose en el interior junto con Kai y Lunaestrella, mientras susurraba las palabras de un conjuro de protección. Después se colocó en el centro del círculo con los brazos en cruz, cerró los ojos y giró sobre sí misma con las palmas de las manos muy abiertas. Respiró profundamente y se concentró en el hechizo, mientras dejaba que la energía de la tierra y de la luna fluyese a través de ella y se derramase sobre la yegua y sobre su amigo.

Cuando terminó estaba cansada, pero sonreía. Unos ojos profanos no habrían podido apreciar ningún cambio; sin embargo, su sensibilidad de maga sí percibía la campana de protección que los rodeaba a los tres, y que los defendería de un posible primer ataque, dándole tiempo a Dana para replicar con hechizos ofensivos.

Prácticamente sin detenerse, la muchacha empezó con un segundo hechizo, que el Libro de la Tierra denominaba «Ojos de Gato», para poder ver en la oscuridad. Por suerte no consumía demasiada energía; Dana intuía que necesitaría de toda su magia aquella noche, pero también sabía que no era conveniente delatar su posición con antorchas ni nada que se le pareciera. Y, aunque la luna llena alumbraba mucho, ella prefería tener una visión completa de lo que sucedía a su alrededor.

Terminado el conjuro, Kai sonrió al ver cómo las pupilas de su amiga se dilataban hasta límites insospechados.

—¿Ves bien?

—De maravilla. Yo haré de guía. Pero no sé adonde vamos; el bosque es muy grande.

—Caminaremos simplemente —dijo Kai—, hasta que encontremos al unicornio.

—¿Y si no lo encontramos?

—Lo intentaremos de nuevo el mes que viene, hasta que tropecemos con él.

Dana asintió, conforme. Montaron de nuevo sobre Lunaestrella y se pusieron en marcha.

El bosque estaba tranquilo, y los ocasionales aullidos de los lobos se oían muy lejos. Aun así, Dana no bajaba la guardia mientras recorrían la espesura en silencio. Lunaestrella estaba nerviosa y se movía con indecisión, y la aprendiza, que veía mejor que su montura en la penumbra, la guiaba con firmeza y seguridad. La buena yegua, pese a su inquietud, la obedecía sin cuestionarla.

—Tranquilízala, Kai —pidió Dana; Kai tenía una mano increíble para tratar con los animales.

El muchacho palmeó el musculoso cuello de Lunaestrella y le habló con dulzura. El animal se calmó al instante.

—Eres maravilloso —susurró Dana, y sintió que él la abrazaba por detrás. De nuevo notó que la invadía aquel sentimiento tan intenso, aquel cariño tan especial que con el tiempo había nacido en su corazón, provocado por su mejor amigo. Y, junto al sentimiento, como era habitual, renació en su pecho el miedo y el dolor.

«No puedo enamorarme de alguien a quien no puedo tocar», se recordó a sí misma, y se obligó a mantener la cabeza fría, a mirar al frente y a olvidar que Kai estaba tan cerca que se le aceleraba el corazón.

No volvieron a hablar en mucho rato. Las horas pasaron lentas mientras Dana guiaba a su yegua baya a través del bosque, y los dos hechizos que mantenía activos iban absorbiendo su fuerza gota a gota. Cuando quiso darse cuenta, la chica estaba esforzándose en seguir alerta y luchando contra el sueño y el cansancio que la vencían.

Dana era muy consciente del peligro que corrían. Si llegaba a dormirse, los hechizos se desbaratarían y tendría que rehacerlos de nuevo. Y sus fuerzas no eran ilimitadas.

Estaba a punto de decirle a Kai que le diera conversación para mantenerla despierta cuando, de pronto, Lunaestrella relinchó suavemente y se detuvo.

—¿Qué pasa? —murmuró Dana, intentando despejarse del todo.

La yegua escarbó en el suelo con el casco derecho. Dana fijó su mirada en la maleza, frente a ella. Por encima del lejano sonido de los lobos se oía el rumoroso tintineo de un arroyo.

Los ojos de la aprendiza captaron un levísimo movimiento más allá, de algo parecido a un rayo de luna. El corazón le dio un vuelco. Respiró hondo y enfocó todos sus sentidos hacia aquel lugar; enseguida sintió una súbita e inexplicable alegría, y una oleada de paz y tranquilidad la invadió, barriendo todos sus miedos.

—Lo hemos encontrado —le susurró a Kai—. Es el unicornio.

—¿Estás segura? —preguntó el muchacho, dudoso, aunque en el mismo tono de voz.

Dana no respondió. En aquellos cinco años había aprendido a confiar ciegamente en su intuición. Desmontó y le dijo a Lunaestrella que esperase allí sin hacer ruido. El animal movió las orejas, pero pareció comprender.

Después, la aprendiza se volvió hacia Kai.

—¿Vienes?

El chico asintió. Los dos se deslizaron entre la maleza, sin hacer ruido, hasta el arroyo.

Dana asomó la cabeza con precaución. Un destello atrapó su mirada y, cuando volvió los ojos hacia allá, sintió que el corazón iba a estallarle de emoción.

El unicornio bebía agua del arroyo. Era blanco como la nieve y como la espuma del mar, no mucho más grande que un poni, pero infinitamente más bello y elegante. Sobre su largo cuello se desparramaba una crin blanca y suave, que parecía reflejar la plateada luz de la luna. Su larga cola de león batía el aire con calma, y su delicado cuerpo se sostenía sobre cuatro finas patas que acababan en pequeños cascos hendidos, como los de una cabra.

Pero lo más hermoso era su cuerno; largo y firme, parecía estar hecho de una aleación de plata, cristal, marfil, rocío y luz de luna. Emitía un suave resplandor argentino que alumbraba la penumbra y desafiaba todas las tinieblas de la tierra.

—Es... —musitó Dana.

—Es un milagro —concluyó Kai.

El unicornio alzó la cabeza, y Dana descubrió que lucía una pequeña barba que señalaba su condición de macho. Iba a comentárselo a Kai, cuando vio que la criatura fijaba sus ojos en el lugar donde ellos estaban.

Dana sintió que se le cortaba la respiración. Los enormes ojos del unicornio semejaban pozos sin fondo, llenos de una sabiduría que estaba más allá del conocimiento de los mortales. Cargados además de una honda comprensión, parecían llegar a verlo todo, hasta los pensamientos más ocultos y los sentimientos más profundos.

—Nos ha visto —susurró Dana.

Entonces el unicornio dio media vuelta y se perdió en la oscuridad.

—¡Hemos de seguirlo! —dijo Dana con urgencia, y se metió en el arroyo, sin importarle que se le mojaran las botas. Kai la siguió sin vacilar.

Pronto encontraron el rastro del unicornio. La mágica criatura se movía suave y sigilosamente por la espesura, y los dos podían ver a lo lejos el reflejo de su blanco lomo.

Dana tuvo una súbita inspiración.

—Nos está guiando —dijo.

—¿Qué?

—Nos está guiando. Si quisiera escapar de nosotros ya lo habría hecho. Quiere que lo sigamos.

—¿Tú crees?

—¿Por qué si no iba a permanecer tanto tiempo bajo la mirada de un mortal?

Kai consideró la respuesta mientras Dana seguía abriéndose paso por la maleza, con los ojos fijos en la sombra del unicornio. Ante la presencia de aquel ser de leyenda, ninguno de los dos oía ya los aullidos de los lobos, que sonaban escalofriantemente cerca.

De pronto, Dana y Kai perdieron de vista al unicornio.

—¿Dónde está? —preguntó Kai a su amiga, pero ella sacudió la cabeza mientras sus ojos de gato escrutaban la oscuridad.

—Lo hemos perdido —murmuró, y apretó los dientes.

Antes de que Kai pudiera detenerla, echó a correr entre la maleza. El conjuro de visión nocturna no duraría mucho más. Tenía que volver a encontrar al unicornio.

Por eso no hizo caso de las llamadas de Kai, y apenas oyó el lejano relincho histérico de Lunaestrella, al otro lado del arroyo. Si su mente no hubiera estado tan obsesionada con el unicornio, se habría percatado de que algo marchaba muy mal.

Pero a Dana la angustiaba la idea de perder el rastro de la criatura y no volver a encontrarla. Corría abriéndose paso por la espesura, con sus ojos mágicos abiertos de par en par y atentos a cualquier destello plateado que le delatase la presencia del unicornio, sin importarle que las ramas le arañaran la cara, que los espinos se clavaran en sus rodillas, que sus pies tropezaran con las raíces una y otra vez.

Hasta que, a lo lejos, creyó ver una destellante luz azulada, y corrió hacia allí. Desembocó en una abertura entre los árboles, más allá de la cual uno de los múltiples arroyos que surcaban el bosque formaba un remanso. Dana pronto descubrió su error: el brillo no era más que el reflejo de la luz de la luna sobre el agua. Su visión nocturna la había engañado, y eso significaba que la magia del hechizo se iba agotando.

Dana se inclinó sobre el remanso y sus dedos rozaron el agua. Tenía que admitirlo: le había perdido la pista al unicornio.

Golpeó el agua con rabia. ¡Había estado tan cerca!

Sus oídos captaron, quizá por primera vez desde que viera al animal, la terrorífica sinfonía de los aullidos de los lobos que resonaban en el valle, y recordó que había dejado atrás a Kai y Lunaestrella.

Se incorporó rápidamente, reprochándose a sí misma su imprudencia. Debía volver enseguida, antes de que el conjuro «Ojos de gato» se desvaneciese por completo. Pese a estar falta de energías, usó la teletransportación para materializarse en el claro donde había dejado a Lunaestrella.

Pero, al mirar a su alrededor, descubrió que la yegua no estaba allí.

Lo que sí vio con terrible claridad fue una multitud de pares de ojos que la observaban desde la oscuridad. Oyó los gruñidos de los lobos, y supo que no tenía mucho tiempo. Pronto los animales se repondrían de la sorpresa de ver aparecer a alguien de la nada y no se contentarían con espiar desde la espesura.

Podía regresar a la Torre, pero no pensaba marcharse de allí sin Kai y Lunaestrella. La aprendiza respiró hondo y sondeó la energía emanada por los lobos; con gran sorpresa por su parte, descubrió mucho más que simple necesidad de comer o de defender su territorio. Había en ellos rabia, odio, furia... una mezcla de sensaciones que Dana nunca habría creído posibles en seres irracionales. Percibió además otro detalle que le llamó la atención, pero no sabía qué era exactamente y, además, no tenía tiempo para averiguarlo.

A pesar de que su instinto le chillaba que aquellos lobos no eran normales, y que debía escapar de allí mientras pudiera, Dana realizó el primero de los hechizos que tenía preparados.

Una bola de fuego estalló en el aire, iluminando el claro. Era pequeña; se trataba de uno de los primeros hechizos del Libro del Fuego, que Dana no controlaba aún y que probablemente no sería muy efectivo; pero la muchacha confiaba en que serviría para ahuyentar a los lobos.

Se equivocó. Cuando el resplandor de la bola de fuego se extinguió, los animales no parecían muy impresionados, y sus gruñidos aumentaron en intensidad.

Pero Dana ya preparaba su siguiente hechizo. Gritó las palabras mágicas en lenguaje arcano, alzó los brazos y dejó que la energía fluyera a través de ellos. Una onda azulada se expandió por el claro en el mismo instante en que algunos lobos ya saltaban sobre ella. Todos aquellos que rozaron el rayo quedaron congelados al instante.

Dana no tuvo tiempo de felicitarse por su éxito. Los otros lobos, sin amilanarse lo más mínimo, avanzaban hacia ella con los ojos relucientes, el vello erizado y enseñando unos mortíferos colmillos.

Dana respiró, alterada. Estaba muy cansada. Una parte de ella le gritaba que se teletransportara a otra parte, de vuelta a la Torre o de vuelta a la granja, lejos, muy lejos; pero ella no podía dejar atrás a Lunaestrella. Sólo necesitaba espantar a los lobos o distraerlos el tiempo suficiente como para salir del claro e ir en busca de Kai y de su yegua.

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