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Authors: Laura Gallego García

El Valle de los lobos (12 page)

De modo que empezó a trabajar frenéticamente, lanzando conjuros a toda velocidad, uno tras otro. Olas de hielo, pequeños seísmos, rayos, tornados... incluso convirtió a varios lobos en piedra, y llegó a conjurar a un par de árboles para que cobraran vida y atraparan a algunos otros entre sus ramas y raíces.

Pero seguían apareciendo más y más, y Dana se preguntó de dónde vendrían tantos.

Cuando lo descubrió, un terror irracional la paralizó por un brevísimo instante. No eran más: eran los mismos. Inexplicablemente, los lobos congelados, calcinados o petrificados volvían a la vida al poco tiempo. Su magia estaba fallando, o no les afectaba, o...

—¡Esto no es posible! —chilló la aprendiza, y siguió lanzando rayos y ondas de hielo a su alrededor, y los lobos siguieron cayendo para volver al ataque momentos después.

Dana supo que tendría que huir, o moriría. Pero se negaba a abandonar a Kai y Lunaestrella en el bosque. Probablemente Kai no corría peligro, pero la yegua...

«Aún puedo aguantar un poco más», se dijo Dana, ignorando el agotamiento.

No muy lejos, en lo alto de la Torre, el Maestro contemplaba el curioso despliegue de destellos luminosos procedente de algún punto perdido en el bosque. El helado viento nocturno sacudía su túnica y le azotaba el rostro, pero él no parecía notarlo. Sus ojos grises estaban clavados en el lugar donde su alumna luchaba por su vida.

A su lado se erguía Fenris, el alto hechicero elfo. Sus ojos almendrados también escudriñaban el bosque. La legendaria visión nocturna de los elfos le permitía observar los estallidos de magia con más claridad; y, aunque ni siquiera él alcanzaba a distinguir lo que pasaba bajo la sombra de los árboles, los dos podían adivinarlo.

—No sobrevivirá —dijo el elfo.

El Maestro no respondió. Seguía observando el espectáculo, con cierta chispa de esperanza en sus ojos, como si aún creyese que su pupila tenía alguna posibilidad.

Finalmente se volvió hacia Fenris con un profundo suspiro.

—Tráela de vuelta —le ordenó con voz queda.

El elfo no respondió, pero lo miró con fijeza. Había estrechado sus gatunos ojos hasta convertirlos en dos rayas que observaban a su Maestro acusatoriamente. Él fingió no saber lo que estaba pensando Fenris.

—¿Ocurre algo? —preguntó distraídamente.

—No puedo salir de aquí —respondió el elfo suavemente—. No, esta noche.

El viejo mago esbozó una leve sonrisa.

—Sí puedes. Y tienes una hora para traerme a esa díscola chiquilla de vuelta a la Torre.

El mago elfo comprendió. Asintió sonriendo y abandonó las almenas, silencioso como una sombra. Momentos después los cascos de Alide, su hermoso caballo alazán, atronaron por el camino que llevaba al bosque.

El Maestro sonrió de nuevo, complacido ante la elección del alumno. Para teletransportarse al lugar donde estaba Dana, Fenris tendría que haberlo visto primero. Conjurar la imagen de Dana en un espejo mágico o una bola de cristal requería mucha concentración, mucha energía y un tiempo precioso del que el elfo no disponía.

Pero el hecho de que emplease métodos más convencionales para llegar hasta Dana no implicaba que éstos no pudiesen ser mejorados. Las patas de Alide, encantadas con un hechizo del Libro del Aire, corrían más veloces que el viento.

El hechicero elfo no tardaría en reunirse con la muchacha.

Dana oyó los cascos de un caballo que se acercaba, pero procuró no perder la concentración. Estaba centrando sus escasas energías en mantener activa una barrera defensiva que retenía a los lobos a unos escasos tres pasos de donde ella se encontraba. Aquello los retrasaría, pero no los detendría.

Justo cuando la barrera comenzaba a resquebrajarse y los lobos ya saltaban sobre ella, Kai y Lunaestrella irrumpieron en el claro.

Dana nunca olvidaría la imagen del muchacho montando en la yegua a pleno galope, el rubio cabello revuelto, los ojos verdes brillando con determinación, el brazo extendido hacia ella.

—¡Agárrate a mí!

Dana sabía —y Kai debería haberlo sabido también, pensó— que sus dedos sólo aferrarían aire, y se preguntó, en lo que dura un latido, por qué él no le tendía la brida. Pero su alivio al ver a su amigo fue tan grande que, instintivamente, alargó la mano para coger la de Kai cuando el chico pasó a su lado como una exhalación.

Sintió un fuerte tirón y, de pronto, sin saber muy bien cómo, se encontró galopando sobre Lunaestrella, detrás de Kai. Trató de agarrarse a la cintura del muchacho y casi perdió el equilibrio: su amigo era tan inmaterial como siempre.

Se aferró bien con las piernas y se sujetó a la silla. Estaba mareada, débil y muy cansada, y el sueño se apoderaba de ella rápidamente. Tanto su cuerpo como su mente necesitaban reponerse del excesivo despliegue de magia realizado.

—¿Cómo lo has hecho? —bostezó—. ¿Cómo has podido?

—¡No hay tiempo! —la cortó Kai, echando un rápido vistazo hacia atrás—. ¡Sácanos de aquí!

Dana luchó por despejarse y siguió la dirección de su mirada: los lobos los seguían muy de cerca. Inspiró, evocó las palabras del hechizo de teletransportación y chasqueó los dedos.

Nada sucedió.

Confusa y aterrada, Dana lo intentó una y otra vez. ¡No funcionaba!

—¿Pero qué diablos pasa hoy? —exclamó, asustada—. ¡No me...!

—¡Olvida eso! Volveremos cabalgando. ¡Necesitamos una luz!

Dana entendió al instante cuál era el problema. Su yegua había aminorado la velocidad nada más abandonar el claro y entrar en el bosque cerrado. Los «Ojos de gato» de la chica ya hacía rato que habían dejado de funcionar, y Lunaestrella trotaba a ciegas en la semioscuridad, sin un guía fiable.

Dana aún estaba aturdida por el fallo de su hechizo de teletransportación, y no sabía si cualquier otro le serviría, pero debía intentarlo.

Luz... la luz estaba relacionada con los hechizos del Libro del Fuego, que apenas controlaba. Repasó los pocos que ya se había aprendido, y encontró la solución: invocaría a un fuego fatuo para que la guiara en la oscuridad.

Pronunció las palabras y contuvo el aliento. Y enseguida apareció frente a ella una criatura voladora, muy pequeña pero de intenso brillo. Si uno se fijaba, podía distinguir las formas de una personita diminuta que ardía dentro del círculo de luz.

—¡A la Torre! —ordenó Dana, sorprendida y aliviada de que hubiera salido bien.

El fuego fatuo rió y se apresuró a colocarse en cabeza. Kai guió a la yegua detrás de la pequeña pelota de luz, mientras los lobos ya casi los alcanzaban.

Dana se giró sobre la grupa de Lunaestrella y realizó otro hechizo. Inmediatamente, su mano izquierda brilló con un resplandor azulado. La dirigió hacia sus perseguidores más cercanos, y de ella salió un rayo de hielo que congeló a todos los lobos que encontró en el camino. Por lo que Dana había comprobado, no se quedarían congelados mucho rato, pero eso los detendría y le daría cierta ventaja. Siguió por tanto atacando con su rayo gélido, mientras se aferraba a la silla de Lunaestrella con la otra mano.

Pronto comprobó que tenía otro problema añadido. Si bien la creación de un fuego fatuo era algo relativamente sencillo, no lo era tanto controlar a la alocada criatura. El geniecillo volaba en la dirección correcta, pero a menudo rebotaba contra árboles y arbustos y, allí donde rozaba la maleza se despedía una chispa que podría estallar en llamas rápidamente.

Dana lo sabía, y sabía también que un incendio en el bosque sería un desastre irreparable. Por eso procuró centrar su atención también en el fuego fatuo, dirigiendo su rayo de hielo allí donde la criatura había dejado su candente y peligrosa marca.

Al principio todo fue bien. Lunaestrella, guiada por Kai, avanzaba a trote ligero por el bosque, mientras Dana mantenía a raya a los lobos que los seguían y controlaba el vuelo en zigzag del fuego fatuo. Pero pronto notó que las fuerzas le fallaban; no era tan fácil atender a dos hechizos a la vez.

Se estaba preguntando cuánto tiempo más podría resistir cuando sucedió algo que resolvió todas sus dudas. Al volver el rayo de hielo hacia adelante para apagar una chispa que su guía había prendido en la maleza, fue demasiado rápida y rozó levemente al fuego fatuo. Eso bastó para que el pequeño ser incandescente cayese al suelo congelado.

Privada súbitamente de luz y con los lobos pisándole los talones, Lunaestrella no escuchó más las palabras tranquilizadoras de Kai, y se encabritó. Se alzó de manos con un aterrado relincho; Dana y Kai cayeron sobre los arbustos, y el asustado animal se perdió al galope en la oscuridad.

Dana se levantó de un salto, algo aturdida, y rápidamente elevó una barrera protectora. Sabía que no resistiría mucho, pero le permitiría ganar algo de tiempo.

Examinó rápidamente la situación. La luz de la luna que se filtraba entre los árboles no era suficiente, aunque su mano izquierda aún emitía un suave resplandor azulado: el hechizo del rayo de hielo todavía funcionaba.

Lo usó para congelar a algunos lobos que se acercaban gruñendo y vio por el rabillo del ojo que Kai ya se había puesto en pie, y se erguía junto a ella, silencioso.

—No podemos hacer nada por la yegua —susurró el chico—. Prueba otra vez a sacarnos de aquí.

Dana obedeció, y de nuevo le falló el hechizo.

—Kai —dijo lentamente, al ver que el círculo de lobos se estrechaba cada vez más—. Estamos perdidos.

Él no contestó. Sus ojos estaban fijos en el brillo de los colmillos que los rodeaban, pero su mano buscó la de ella, y la oprimió con fuerza. Dana se estremeció una vez más ante aquel contacto incorpóreo.

Un par de lobos se adelantaron, y Kai se interpuso entre ellos y Dana. Ella se sintió conmovida ante aquel gesto, pero se preguntó, inevitablemente, cómo pensaba protegerla su amigo inmaterial.

Súbitamente se oyó un enorme estallido y una bola de fuego irrumpió en la escena, una bola de fuego que volaba en zigzag como un fuego fatuo, pero que no era un fuego fatuo. Como si tuviera voluntad propia, iba de lobo en lobo, y todo aquel al que rozaba ardía en llamas.

Una melodiosa pero potente voz pronunció las palabras de otro conjuro, y una jauría de enormes perros se lanzó sobre los lobos. A la luz de las llamas, Dana vio que no eran perros, sino espectros de perros, hechos de sombra helada, y con los ojos ardientes como brasas. La aprendiza sabía que era un hechizo muy por encima de su nivel, y buscó con la mirada a su salvador.

Entre los árboles destacaba la túnica roja de Fenris, el mago elfo.

Dana pensó que nunca encontraría palabras para agradecérselo, de modo que corrió hacia él y se colocó a su lado sin decir nada. Volvió la cabeza para asegurarse de que Kai la había seguido, y se tranquilizó enseguida al verlo a su lado. Miró a Fenris, que había bajado los brazos y contemplaba la batalla entre los lobos y los perros fantasmales con expresión seria.

—Vámonos —dijo—, y corre todo lo que puedas.

A Dana no le quedaban muchas fuerzas, pero obedeció, consciente de que Fenris no podría realizar ningún otro hechizo mientras tuviese que controlar a los espectros.

—Pero los lobos no podrán con ellos —objetó sin embargo; los espectros de sombra eran seres terribles y poderosos, en cualquiera de las formas que tomaban.

El elfo negó con la cabeza, y Dana vio un destello de temor en sus ojos rasgados.

Su cabeza bullía de preguntas, pero no dijo nada más. Sólo corrió y corrió, deseando que pronto acabara aquella pesadilla.

Por fin llegaron a la linde del bosque. Dana vio que Alide los estaba esperando junto al arroyo; el fiel animal había obedecido a su dueño, pero piafaba y escarbaba en el suelo con los cascos, mientras fijaba sus aterrorizados ojos en la sombra del bosque.

Los aullidos de los lobos volvían a sonar peligrosamente cerca.

—¡Los espectros no han acabado con ellos! —profirió Dana, pasmada.

—Sólo los han entretenido —dijo Fenris, y su armoniosa voz sonó más ronca de lo habitual.

Dana lo miró. Había algo extraño en él. Quizá era el brillo amarillento de sus ojos, quizá su pesada respiración. Se frotó los ojos; estaba muy cansada. Fenris la empujó suavemente hacia el caballo alazán.

—Sube y vuelve a la Torre —le ordenó, y la frase acabó en una especie de gruñido.

Dana estaba demasiado agotada como para sentir curiosidad, pero su sexto sentido le dijo que algo no marchaba bien del todo.

—¿Tú no vienes? —preguntó mientras montaba sobre el lomo de Alide.

Fenris sacudió la cabeza y se volvió sólo un momento para mirarla. Dana apreció algo extraño en su rostro, pero no tuvo tiempo de darse cuenta de lo que era, porque el elfo dio una fuerte palmada en la grupa del caballo y éste no necesitó más para salir disparado hacia las montañas... y hacia la Torre.

Dana se volvió rápidamente, reticente. No quería dejar al elfo atrás.

Y entonces vio algo que le llamó la atención, algo que tenía que ver con el mago y con los lobos que salían del bosque, algo que no encajaba del todo...

Pero Alide seguía galopando, y Dana enseguida perdió de vista al hechicero elfo y se centró en el paisaje que se abría ante ella.

El camino más corto hasta la Torre habría sido atravesando el bosque, pero Fenris había preferido salir de él cuanto antes, y ahora a Dana le esperaba una larga cabalgada bordeando la espesura hasta la explanada.

Pero se sentía a salvo. Alide galopaba en campo abierto, los aullidos de los lobos iban quedando atrás y Kai montaba tras ella rodeándole la cintura con sus brazos incorpóreos.

No tan incorpóreos, pensó de pronto, y sonrió. Podía dudar de muchas cosas, pero ahora ya no podía dudar de la existencia de Kai. Un producto de su imaginación no podría haberla rescatado en el claro. Le debía la vida. Bueno, y también a Fenris, pero eso no contaba tanto.

Dana cerró los ojos y dejó que el contacto intangible de Kai la llenase por completo. No era tan sólido como el corcel sobre el que cabalgaba, pero había algo mágico, único, en aquel roce suave como la brisa, dulce y cálido como un rayo de sol.

Se sentía feliz. Intuyó que Lunaestrella se había salvado, y de pronto ya no le importó la dama, ni el unicornio, y ni siquiera temió la reprimenda del Maestro.

Estaba a salvo y con Kai.

Medio adormilada, recordó de pronto qué había visto en el rostro de Fenris antes de montar sobre Alide. «Tengo que decirle a Maritta que se equivoca», se dijo. «A los elfos sí les crece barba.»

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