El Valle de los lobos (16 page)

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Authors: Laura Gallego García

—¿Y adonde fue?

—¿Adónde fue? —repitió Maritta—. Al lugar de donde nadie regresa —sacudió la cabeza con pesar—. Murió hace más de cincuenta años.

Aquella sentencia fue un mazazo para Dana. ¡Había creído tener la respuesta!

—Comprendo —murmuró—. Seguiré buscando. Gracias de todas formas.

Se despidió de la enana y salió de la cocina. Mientras subía a su habitación, no dejaba de pensar en el plan que preparaba para la noche. Se estremecía sólo de recordar su experiencia con los lobos un año atrás, pero se repetía a sí misma que en esta ocasión sería diferente, porque Fenris la acompañaría.

¿Pero por qué había cambiado el elfo de opinión?

—Si vuelves a escaparte quizá el Maestro no te deje regresar —dijo entonces Kai.

Dana se sobresaltó. Casi había olvidado que él estaba a su lado.

—Lo sé —respondió—. Pero creo que vale la pena correr el riesgo, y descubrir quién es esa mujer.

Kai no dijo nada. Dana se volvió para mirarle, mientras ambos entraban en la habitación.

—Tú lo sabes —adivinó, sorprendida—. Todos lo sabéis menos yo. ¿Por qué no...?

Se calló de pronto, comprendiendo.

—Es Aonia —dijo en voz baja.

Kai no habló. Dana se dejó caer sobre la cama, abrumada.

—Pero no puede ser —dijo—. Aonia murió hace más de medio siglo, y los muertos no se comunican con los seres humanos; sólo en algunos casos, cuando los invoca un hechicero de gran poder. Nadie puede hablar con ellos con tanta naturalidad.

Una palabra rebotó entonces en su mente:
Kin—Shannay.
Dana se estremeció. Enterró la cara en la almohada y cerró los ojos, tratando de no pensar. Se habría quedado así para siempre, desconectada del mundo, pero sintió de pronto la mano de Kai sobre su hombro, y un escalofrío le recorrió la espalda.

—Entonces tú... —dijo, volviéndose para mirarle; pero no le salieron más palabras.

En los ojos del muchacho había tanto sufrimiento que Dana comprendió cuan ínfimo era su propio dolor comparado con el de él. Parecía realmente destrozado.

—Tú... eres... —volvió a decir, temblando, pero de nuevo enmudeció.

—Un fantasma —completó Kai, y por sus mejillas inmateriales rodaron dos lágrimas que contenían una infinita tristeza.

Dana jamás lo había visto llorar, y sintió que se le partía el corazón. No dijo nada durante un rato, y finalmente murmuró, rompiendo el silencio:

—Yo... he de decirte algo. Me da miedo, me da mucho miedo todo este asunto. Pero lo que más me asusta, ahora que sé lo que sé... es lo que siento por ti —concluyó en un susurro apenas audible.

Él no dijo nada, pero la abrazó, y Dana cerró los ojos para disfrutar de aquel contacto que era como una mezcla de brisa, sol y agua de lluvia.

—Perdóname —le dijo Kai al oído.

—¿Por qué? ¿Por no decirme la verdad?

—No; por quererte. No debería, ¿sabes? No te he causado más que problemas.

Dana se separó inmediatamente de él para mirarle a los ojos.

—No digas tonterías. Eres... —tragó saliva—. Tú eres la persona que más quiero en el mundo. Me has dado muchas cosas. No sé qué habría hecho sin ti.

Kai sonrió.

—Queda mucho por explicar... —empezó, pero ella le interrumpió:

—Mañana —dijo, y Kai se puso serio, comprendiendo todo lo que implicaba aquella palabra.

Poco antes del atardecer, los dos amigos abandonaron la Torre con Alide y Lunaestrella; Dana utilizó un hechizo de teletransportación para llegar al claro donde había dejado al elfo. Una vez allí, la aprendiza miró atrás. La Torre no era visible desde el claro, pero ella sabía muy bien dónde estaba, y sabía que, tal vez, unos pétreos ojos grises observaban el bosque desde lo alto.

Dana se estremeció. Quizá no volviera nunca a la Torre. Quizá muriera aquella misma noche. O quizá la matase el Maestro con sus propias manos: la principal norma de una academia de Alta Hechicería consistía en que jamás, por ningún motivo, debía un aprendiz volverse contra su Maestro.

Dana suspiró, apartando aquellos pensamientos de su mente, y buscó a Fenris con la mirada.

Lo halló en el mismo lugar donde lo había dejado. Se había sentado en el suelo, sobre la nieve, en medio de un círculo que había formado con diversas plantas, piedras y polvos mágicos. Tenía los ojos cerrados y estaba casi desnudo, a excepción de una especie de taparrabos. Su túnica roja colgaba de la rama de un árbol.

Pero lo que más llamó la atención de Dana fue la expresión de paz y calma que había en el rostro anguloso y eternamente juvenil del elfo.

—Es un círculo de purificación —le explicó Dana a Kai por lo bajo—. Para librarse de los malos espíritus.

—¿Como yo? —bromeó él, pero Dana le dirigió una mirada severa.

—No hagas chistes con cosas serias.

—Tienes razón. Perdona.

Dana se sentó por allí cerca para no interrumpir el ritual de Fenris, y esperó en silencio a que acabara. Estaba nerviosa porque el bosque se oscurecía por momentos, y sabía que el Maestro descubriría su fuga en cuanto el mago elfo no acudiese a las almenas a la puesta del sol.

Pero también sabía que, si el elfo estaba realizando un círculo de purificación, sus razones tendría; y era mejor no molestarlo.

Cuando los primeros lobos aullaban a las primeras estrellas, Fenris abrió los ojos, la miró y sonrió, y Dana no pudo menos que sonreír también. El elfo tenía un aspecto muy gracioso, allí sentado semidesnudo sobre la nieve y tan sonriente; pero en sus delicadas facciones había una profunda paz y armonía interior que resultaban contagiosas.

«Tengo que pedirle que me enseñe a realizar ese hechizo», se dijo Dana. El círculo de purificación estaba sólo apuntado en el Libro del Aire; ella lo había utilizado alguna vez como técnica de relajación, pero nunca le había producido aquellos resultados tan espectaculares.

Aún sonriendo, Fenris se levantó y abandonó el círculo para recuperar su túnica. Dana esperó a que él se vistiera de nuevo y después lo miró fijamente.

—No tenemos mucho tiempo —dijo el elfo, echando un rápido vistazo al cielo—. Guíame.

Dana asintió, inspirando profundamente. Era consciente de que ahora comenzaba lo verdaderamente peligroso y que, tanto si sobrevivían como si no, tanto si regresaban a la Torre como si escapaban de allí para siempre, nada volvería a ser igual después de aquella noche.

De todas formas, ejecutó el hechizo de teletransportación que la llevaría al lugar donde había visto al unicornio por primera vez, un año atrás.

Instantes después el mago, la aprendiza, el espíritu y los dos caballos desaparecieron del claro, y sólo los restos del círculo de purificación quedaron para dar testimonio de que habían estado allí apenas un instante antes.

X. EL REFUGIO DEL BOSQUE

En la planta baja de la Torre había trasiego. Maritta se había puesto a limpiar la cocina, y estaba todo patas arriba. Ya había anochecido, pero la enana sabía que le iba a ser imposible dormir. También sabía que ya había hecho limpieza tres semanas atrás, pero no le importaba. Trabajar le impedía pensar.

La cena de Dana seguía intacta sobre la mesa, ya fría. Maritta ya había intuido que aquella noche la aprendiza no bajaría a cenar, pero, aun así, se la había preparado, con la esperanza de que Dana cambiase de opinión en el último momento.

No había sido así. Maritta resopló, y volvió a meter la cabeza en el armario que estaba limpiando. El elfo tampoco había cenado en la Torre; estaba con Dana, y ella no sabía si eso era una buena señal o no lo era. Nunca había confiado en aquel tipo larguirucho con ojos de gato.

Súbitamente el aullido de un lobo rasgó el silencio, y Maritta dio un respingo. Había sonado demasiado cerca. Se estremeció y siguió con su trabajo. Intentaba no pensar, cuando sintió una repentina presencia tras ella.

No se volvió enseguida. Pese a que deseaba que fuese Dana, sabía muy bien que no era así.

—Buenas noches —saludó la voz serena y bien modulada del Amo de la Torre.

—Buenas noches, señor —respondió Maritta, sacando la cabeza del armario.

Se irguió ante él. La diferencia de altura nunca había intimidado a los enanos a la hora de tratar con elfos y humanos. Aunque muy bajos de estatura, la mayor parte de los enanos eran más fuertes que cualquier elfo, y que la mayoría de los humanos. Maritta pertenecía a un pueblo orgulloso, antiguo y valeroso, cuyos héroes protagonizaban gran cantidad de leyendas épicas. Sabía que ella, pese a su condición femenina, era más fuerte que el viejo Maestro.

Pero había un terreno por el que los enanos no se atrevían a adentrarse: la magia. Por eso Maritta se estremeció de pies a cabeza cuando la sombra del hechicero cubrió la habitación, y bajó los ojos sin atreverse a enfrentarse a él.

El Maestro nunca aparecía por aquella parte de la Torre. La última vez había sido el día de su llegada, casi medio siglo atrás. Maritta recordó cómo el mago, entonces joven y fuerte, había llegado con aquel elfo para volver a ocupar la Torre, que estaba desierta desde la maldición.

Se había sorprendido al encontrar allí a la enana, pero ella había asegurado que no había ningún problema: había trabajado para los antiguos moradores de la Torre, y seguiría trabajando para él.

El Maestro había estado conforme. Simplemente le dijo que no subiera nunca a sus habitaciones y que se abstuviera de tocar objetos mágicos para no provocar algún desastre. Todo aquello no era difícil de cumplir para Maritta, que odiaba subir escaleras y desconfiaba de la magia, de modo que nunca había tenido ningún problema con el nuevo Amo de la Torre. Tal vez por eso él jamás había vuelto a poner los pies en la cocina.

¿Qué hacía él allí ahora?

—Fenris y Dana se han marchado —dijo el Maestro.

«Menuda noticia», pensó Maritta, nada sorprendida.

—Tú sabes adónde han ido —completó el hechicero.

—Y vos también —replicó Maritta sin alterarse.

El mago frunció el ceño y la miró con gesto agrio; ella le devolvió una mirada serena y resuelta.

—Tienes razón —admitió el Maestro finalmente—. Sé dónde han ido.

Maritta asintió y guardó silencio. Después preguntó:

—Entonces, ¿qué queréis de mí?

Un aullido triunfal resonó por los bosques. Varios lobos más corearon aquel grito de victoria.

—Los lobos vienen hacia aquí —dijo el Maestro—, y ahora no habrá nada capaz de detenerlos. Hemos de abandonar la Torre.

—¿Abandonar...? —repitió Maritta sorprendida—. ¿Y adonde...?

—Una vez dijiste que siempre guardarías fidelidad a la Torre y sus habitantes —la interrumpió el Maestro—. Es hora de que lo demuestres, Maritta.

La enana no se sorprendió de que él recordase su nombre. El Maestro podía llegar a los pensamientos y recuerdos más ocultos...

Dana, Fenris y Kai llevaban ya un buen rato aguardando junto al arroyo del unicornio. La luna llena ya mostraba todo su esplendor suspendida en el cielo nocturno.

Dana miró a Fenris, preocupada. Su buen humor estaba desapareciendo por momentos. Respiraba con dificultad y se encogía sobre sí mismo. Parecía estar manteniendo una terrible lucha interna.

—Estás enfermo —observó ella.

—Nací enfermo —puntualizó el mago.

Dana ardía de curiosidad, pero no le hizo más preguntas. Fenris se movía por rincones oscuros, adonde la luz de la luna no pudiese llegar, y ella empezaba a sospechar cuál era el problema de su amigo.

Quedaron de nuevo en silencio; Dana oía con claridad que la respiración de Fenris se hacía cada vez más pesada y entrecortada, y eso la inquietaba. No quería mirar al elfo por temor a lo que pudiera encontrar. Sin embargo, Kai no fue tan considerado. Sus ojos verdes observaban atentamente al mago sin perderse ninguno de sus gestos, hasta que le dio a Dana un suave codazo.

—Mírale —indicó.

La aprendiza volvió la mirada hacia su compañero. Sus ojos se encontraron con los de él, y vio que tenían un brillo extraño, diferente del habitual, del que adquirían de noche para ver en la oscuridad. Esta vez se trataba de un brillo amarillento, profundo, primitivo y salvaje.

—Espero que ese unicornio no tarde mucho más —dijo Fenris, y su melodiosa voz también sonó diferente, un par de tonos más grave de lo normal.

—¿Puedo ayudarte de alguna forma? —preguntó Dana, que ahora no apartaba sus ojos de él.

El mago elfo sacudió la cabeza.

—Sólo puedes hacer algo por mí —dijo—. Si llega un momento en que me miras a los ojos y no me reconoces, déjame atrás. No trates de escapar corriendo porque no lo lograrás. Teletranspórtate a un lugar seguro donde yo no pueda alcanzarte.

—¿Cómo voy a dejarte atrás? —replicó Dana, estremeciéndose.

—Porque, si no, no saldrás con vida de ésta, Dana.

Ella no contestó. De pronto la presencia de Fenris ya no le infundía tanta confianza.

—Pasará un rato antes de que eso ocurra, sin embargo —la tranquilizó Fenris—. He salido preparado, aunque el círculo de purificación no me hace inmune a los efectos de la luna llena; sólo los retrasa.

Dana suspiró, y se arrimó a Kai; el muchacho la rodeó con su brazo, pero ella aún se sentía inquieta. ¿Qué clase de amigos tenía?

Los aullidos de los lobos seguían resonando por el bosque, cada vez más cerca. Dana alzó la cabeza, tratando de calcular cuánto tardarían los animales en llegar hasta donde ellos estaban.

—No temas por los lobos —dijo Fenris, captando su mirada—. Alguna ventaja había de tener mi presencia, ¿no? —y esbozó una sonrisa que era más bien una mueca sarcástica.

Dana iba a replicar cuando percibió un suave movimiento entre el follaje. Los tres amigos miraron inmediatamente hacia allí. Kai se quedó inmóvil como una estatua, a Fenris se le olvidó por un momento cómo respirar y Dana sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.

El unicornio había vuelto. Estaba plantado frente a ellos junto al arroyo, examinándolos con sus ojos profundos como el mar y brillantes como estrellas. Nadie osó moverse durante un momento que se alargó hasta que el unicornio bajó su delicada cabeza, dio media vuelta y comenzó a alejarse lentamente.

—Quiere que lo sigamos —reaccionó Dana.

«Y esta vez no voy a perderlo de vista», añadió para sí. Arrastrando a Alide y Lunaestrella de las riendas, los tres iniciaron la marcha, cruzando el arroyo en pos del unicornio.

La luz de su cuerno los guiaba en la penumbra como una brillante espada. El animal se movía grácilmente entre los matorrales cubiertos de nieve, y parecía que sus pequeños cascos hendidos no tocaban el suelo. Tres veces trató Dana de acercarse más a él, y tres veces aceleró su marcha el unicornio para guardar las distancias, hasta que la aprendiza desistió y se conformó con seguirlo de lejos.

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