El Valle de los lobos (20 page)

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Authors: Laura Gallego García

De pronto Maritta sintió algo duro y frío en su mano, y dio un respingo. Levantó el brazo y miró el objeto con suspicacia, y vio que era un amuleto de metal: una luna en cuarto creciente que sujetaba entre sus cuernos una estrella de seis puntas.

El colgante de Dana.

Maritta se estremeció. Ignoraba cómo había llegado aquello a sus manos, pero no dudaba ahora que, de alguna forma, su amiga intentaba ponerse en contacto con ella.

Estaba pensando en ello cuando notó que una fuerza la empujaba hacia un lado. Maritta abrió la boca para gritar de puro terror, pero el hechizo del Maestro se lo impidió. Fue una suerte, porque de otro modo él se habría dado cuenta de que pasaba algo raro.

Aquel «algo» seguía empujándola, pero Maritta continuaba sin poder moverse. Movió los brazos como si fueran aspas de molino para no perder el equilibrio, y se dio cuenta de que ese «algo» la empujaba insistentemente... hacia la puerta.

Hacia Dana.

La enana no se planteó más qué era lo que tiraba de ella con tanta fuerza. No sabía a ciencia cierta hasta dónde llegaban los poderes de Dana, pero intuía que, estando el amuleto de por medio, aquello sólo podía ser obra suya.

«¡Mi niña me necesita!», se dijo, y una terrible furia la invadió por dentro. No pensaba perder a Dana también. Aquel viejo mago había llegado demasiado lejos. Abrió la boca de nuevo y luchó por desasirse. Levantó un pie, con un tremendo esfuerzo, y después el otro.

El hechizo se había roto.

Maritta se apresuró a correr hacia la puerta. Sus botas crujían contra el suelo de mármol, pero el Maestro, absorto en su ritual, no se dio cuenta. Demasiado confiado, había estado convencido de que su hechizo de parálisis era indestructible, y en cierto modo tenía razón; pero no había contado con que, si bien los enanos eran la raza más negada para la magia, eran también la más inmune a sus efectos, debido a su fuerte carácter, a su voluntad inquebrantable y a su reticencia a creer en maravillas.

Maritta corrió por el pasillo sin mirar atrás. Vio al fondo a Alide y Lunaestrella, que rondaban desconcertados en torno a la escalera de mármol que llevaba a la trampilla de la cabaña, pero no había ni rastro de Dana y Fenris.

La misma fuerza misteriosa que antes la había empujado la frenó ahora bruscamente.

—Pero, ¿se puede saber qué quieres? —rezongó la enana.

La fuerza siguió empujándola a un lado y a otro, hasta situarla en un punto muy concreto.

Luego, desapareció. Maritta no la vio ni la oyó, pero, de alguna forma, supo que se había ido.

Instantes después oyó (o más bien «pensó») la inconfundible voz de Dana, que decía, vacilante:

«¿Maritta?»

XII. EL REGRESO DE AONIA

Dana aguardó un instante, conteniendo el aliento; entonces la exasperada voz de la enana resonó en todos los rincones de su prisión mágica:

—¿Qué es esto, niña? ¿Qué artes endiabladas estás usando conmigo?

Dana miró a Fenris, eufórica, y después a Kai, que había regresado a su lado.

«Si te mueves un solo palmo de donde estás perderemos el contacto», le advirtió a Maritta, «porque te encuentras en el mismo lugar en que estamos nosotros, encerrados en una especie de pliegue o agujero en el espacio».

—Cuéntaselo todo —propuso Kai.

Dana sondeó la mente de Maritta para averiguar dónde estaba el Maestro, y lo que halló allí le pareció estupendo. A continuación, pasó a contarle telepáticamente a Maritta todo lo que había ocurrido desde la noche en que Aonia se le había aparecido en su habitación y, cuando terminó, percibió con sorpresa e inquietud que la mente de Maritta era ahora un confuso torbellino de recuerdos.

«¿Qué sucede?», le preguntó con preocupación.

—Aonia confió en él... y él la traicionó —musitó Maritta—. Por eso ahora ella vuelve para vengarse.

Todas y cada una de sus palabras resonaron con terrible claridad en la prisión mágica. Dana, Fenris y Kai cruzaron una mirada atónita. «¿Qué es lo que sabes?», preguntó Dana lentamente.

—Llegó a la Torre en plena tormenta de nieve —rememoró la enana; hablaba en voz baja porque temía que el Maestro la oyera, aunque él estaba demasiado lejos y demasiado ocupado como para hacerlo—. Era un niño pálido, delgado y enfermo, y Aonia lo acogió en su casa, porque en la Torre todos eran bienvenidos. Lo crió como si fuera su hijo, y le enseñó el arte de la hechicería.

»En cambio, yo siempre supe que él no la quería. No quería a nadie salvo a sí mismo.

»Yo no era más que la cocinera de la Torre, pero Aonia confiaba en mí, y a menudo bajaba a hacerme visitas; apreciaba mi sensatez, decía. Me contaba cómo iba creciendo el muchacho, y lo orgullosa que estaba de él. Pero, cuando alcanzó la adolescencia, la Señora de la Torre empezó a entrever en él una ambición desmedida que podría traerle problemas. Lo atribuía a la rebeldía propia de la edad. ¡Pobre Aonia!

Maritta suspiró. Ninguno de los prisioneros se atrevió a pronunciar una sola palabra.

—Corrían muchos rumores sobre la Señora de la Torre —prosiguió Maritta—. Uno de ellos, uno de tantos, decía que ella poseía el poder del unicornio. Algo debía de haber de cierto en ese rumor, puesto que el muchacho lo creyó.

»No sé muy bien cómo ocurrió. No sé cómo pudo ese adolescente flaco y paliducho rebelarse contra Aonia, ni sé cómo pudo vencerla. Quizá ella no esperaba esa traición, o quizá no quiso aceptarla.

»Perdimos a la Señora de la Torre a manos de su desagradecido hijo; fue una muerte que el valle lamentó durante mucho tiempo. Pero hubo otras consecuencias...

—La maldición —susurró Dana.

—El joven había olvidado la regla primordial de las escuelas de hechicería: un aprendiz jamás debe rebelarse contra su Maestro, porque, si lo hace, su maldición le perseguirá eternamente...

Fenris se estremeció, y miró a Dana, que entendió al instante lo que estaba pensando: era exactamente lo que ellos iban a hacer.

—Aonia murió, pero antes maldijo a su aprendiz y a toda criatura que se atreviese a ocupar la Torre. La maldición se extendió a todo el Valle de los Lobos; los habitantes de la Torre salieron huyendo y sólo quedamos él y yo.

Nueva pausa. Dana adivinaba la emoción temblando en la voz de bajo de Maritta.

—Me escondí en la cocina, aterrada, mientras los lobos, nuevos guardianes de la Torre, entraban para atrapar al maldito y hacerlo pedazos. Pero él resistió sin parar de buscar algo en las habitaciones de la Dama Dorada.

»Por todo el valle resonó su grito de frustración cuando descubrió que Aonia lo había puesto fuera de su alcance. Y yo, oculta bajo la pila de fregar, creí que los lobos habían dado con él, y que la maldición de la Señora se había cumplido.

»Los lobos salieron de la Torre sin reparar en mí; pero siguieron impidiendo el paso a los viajeros, de modo que supuse que él había escapado, y que el alma de Aonia aún clamaba venganza.

»Así pasaron varios años. La magia de la Torre seguía funcionando y por eso sobreviví gracias a la despensa encantada de la cocina. Nunca me atrevía a aventurarme fuera, donde los lobos montaban guardia implacablemente.

»Hasta que una tarde regresó el maldito por el camino del valle. Traía compañía, y los lobos se apartaron a su paso. Franqueó la verja mágica y subió a lo alto de la Torre para usurpar los aposentos que antes habían sido de su Maestra. Se adjudicó también el título de Maestro y nuevo Amo de la Torre. Nunca me prestó demasiada atención, pero yo siempre supe que había vuelto para buscar aquello que se había convertido en su obsesión: el unicornio y su secreto, el secreto que le había llevado a traicionar a Aonia...

»... Y también supe que algún día ella volvería para vengarse.

Cuando Maritta calló, Dana temblaba como un flan. Clavó su mirada en Fenris.

—Te juro que yo no sabía nada de todo esto —se apresuró a aclarar él.

Su voz llegó hasta la mente de Maritta, que volvió a la realidad:

—¿Está ese elfo contigo, niña? ¿Crees que puedes confiar en él?

Dana miró de hito en hito a Fenris, considerando las opciones que tenía. Sin embargo, no paraba de darle vueltas a una idea: el Maestro la había traído a la Torre porque había supuesto que, vistos sus poderes, Aonia se comunicaría con ella para revelarle la ubicación del Alma de Cristal... y entonces él no tendría más que seguirla para hacerse con la preciada estatuilla.

Pero, si aquello era tan obvio, ¿por qué Aonia había insistido tanto en que la buscara?

«Abre la Puerta.»

Dana dio un respingo. La voz de la hechicera muerta había sonado en su mente con total claridad.

—¿Qué pasa? —preguntó Fenris, al notar su palidez.

Dana arrugó el ceño, pensando que había sido una mala pasada de su imaginación. Pero entonces la voz volvió a hablarle: «Abre la Puerta», y Dana no tuvo más dudas.

—¿Puerta? ¿Qué Puerta? —preguntó.

—¿Qué te está diciendo Kai? —quiso saber Fenris, interesado.

Pero el muchacho estaba tan intrigado como él. Dana negó con la cabeza.

—No es Kai. Es Aonia.

—¡La Señora habla contigo! —susurró Maritta—. ¡Entonces, es verdad!

—Quiere que abra la Puerta —informó Dana—. Me temo que no sé qué significa eso.

—Quiere volver al mundo de los vivos —anunció Maritta—. Para destruir al maldito de una vez por todas.

—Pero, ¿qué es la Puerta? ¿Qué debo hacer?

Kai la miró a los ojos, muy serio.

—¿Aún no lo has entendido? —dijo—. Dana, la Puerta eres tú.

Fenris no había podido oír las palabras del fantasma, pero la reacción de Dana fue muy elocuente y habló por sí sola: la chica palideció y se echó hacia atrás con los ojos desorbitados por el terror.


Kin—Shannay
—adivinó el elfo—. El Portal.

—¡Bueno, ya vale! —chilló ella—. ¡Dejad de hablar de esa forma! ¿Qué se supone que debo hacer?

Kai la
abrazó
para calmarla, y ella cerró los ojos y respiró hondo.

—Proyecta tu mente hacia otra dimensión —dijo él con suavidad—. Busca el lugar de donde procedo, y busca a Aonia. Te estará esperando.

—¿Y dónde está esa dimensión? ¿Dónde debo buscar?

—Dentro de ti.

Dana abrió los ojos sorprendida.

—La vida y la muerte son parte de cada criatura —explicó Kai—. Tu mundo y el mío no son opuestos, sino paralelos y complementarios. Y tú puedes romper la delgada línea que los separa. Eres una puerta entre ambos planos.

—Pero...

—Cierra los ojos y concéntrate en la voz de Aonia. Agárrate a ella con todas tus fuerzas. Está deseando volver, y no la vamos a privar de esa satisfacción, ¿verdad?

Kai sonrió, y Dana sonrió también. En aquel momento habría hecho sin dudar todo lo que él le hubiese pedido, y por eso no le pareció tan complicado hacer de nexo entre el mundo de los vivos y el de los muertos para traer de vuelta a una poderosa hechicera, fallecida hacía medio siglo, que buscaba venganza.

Cerró los ojos, aún sonriendo. «Dana», decía la voz de Aonia.
«Kin—Shannay.
Abre la Puerta.»

Dana olvidó todo lo demás y se centró en aquella voz. La aisló en su mente y se esforzó en aferrarse a ella, en escucharla cada vez mejor.

«Kin—Shannay. Abre la Puerta.»

Dana acudió al encuentro de aquella voz que la llamaba con tanto apremio. Su mente buceó en las profundidades de su alma y caminó sobre la frontera entre la vida y la muerte...

«Abre la Puerta.»

...para traer a la legítima Señora de la Torre de vuelta a casa.

«La Puerta...»

De vuelta a casa.

Dana palideció, boqueó un poco como si se asfixiara y sus manos se agitaron en el aire tratando de aferrar algo sólido. Sus dedos se cerraron en torno a una mano cálida, real y consistente. Cayó hacia atrás, inconsciente, y unos brazos la sujetaron con firmeza.

Su corazón dejó de latir y su respiración se detuvo. Su cuerpo estaba entre la vida y la muerte, pero su pensamiento había cruzado ya aquella barrera.

Y se encontró frente a frente con Aonia, la Señora de la Torre, la archimaga que había sido traicionada por su aprendiz, al que había criado como si fuera su propio hijo. Vista allí era mucho más hermosa y magnífica, y Dana supo que, si conseguía volver, el Maestro iba a tener serios problemas.

Aonia sonrió.

«Déjame volver a casa», le pidió, y su voz no sonó en los oídos de Dana, sino en su corazón.

La muchacha le tendió la mano.

«Cuando desees, Señora.»

La blanca mano de la hechicera estrechó la suya. Estaba mortalmente fría, y Dana recordó que aquella mujer era un espíritu, y que ella había ido a buscarla a su propia dimensión.

No pudo pensar mucho más. Todo empezó a girar y ambas, aún cogidas de la mano, emprendieron un vertiginoso viaje de vuelta al mundo de los vivos.

El cuerpo de Dana se arqueó y sufrió un espasmo. Bruscamente, la muchacha volvió en sí y levantó la cabeza con los ojos como platos. Abrió la boca tratando desesperadamente de respirar; se asfixiaba. Temblaba de miedo y de frío, pero se sintió inmediatamente reconfortada al notarse bien sujeta por unos sólidos brazos.

—¡Kai! —dijo sonriendo.

—¿Kai? Me temo que no —le respondió la suave y melódica voz del elfo.

Dana miró mejor y vio que estaba en brazos de Fenris. También vio, por encima del hombro de su amigo, a Kai, que los observaba un poco más apartado, con gesto abatido.

Se apartó de un salto y observó a su alrededor.

—¿Estás bien? —le preguntó Kai, preocupado.

Dana tenía otras cosas en la cabeza.

—¿Dónde está Aonia? —preguntó a su vez—. ¡Venía conmigo!

Los dos la miraron con curiosidad.

—Aquí seguimos estando sólo nosotros tres —observó Kai.

Pero entonces una brillante luz hendió la semioscuridad de su celda mágica... y de pronto se vieron los tres sentados en el suelo de mármol del pasillo, desconcertados y sin saber muy bien qué había pasado. Lunaestrella vio a su dueña y trotó alegremente hacia ella para saludarla.

—Qué... —murmuró Dana, confusa.

Junto a ellos y los dos caballos sólo estaba Maritta, plantada de pie y con los brazos en jarras.

—Ya es hora de que nos divirtamos un poco —dijo la enana con una extraña sonrisa y, dando media vuelta, se dirigió con paso firme hacia el final del pasillo... hacia la entrada del templo.

—¡Está loca! —dijo Fenris, boquiabierto—. ¡Debemos salir de aquí y escapar mientras podamos!

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