El Valle de los lobos (22 page)

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Authors: Laura Gallego García

El Maestro se volvió rápidamente hacia él, y el mago elfo supo que, una vez más, había leído en sus pensamientos como en un libro abierto. Suspiró; por primera vez se daba cuenta de lo solo que había estado todos aquellos años en la Torre.

—Dana y Aonia pronto estarán aquí —le dijo al Maestro, sin volverse para mirarlo.

—Lo sé —se limitó a responder el hechicero—. Las estoy esperando.

Fenris se encogió de hombros. En el templo había tenido por un instante la esperanza de que el espíritu de Aonia, encarnado en el cuerpo de la enana Maritta, lograse derrotar al Maestro; pero no había sido así, y, ahora que él estaba en la Torre, sería aún más difícil vencerlo.

El elfo miró de reojo a su mentor, que había vuelto a centrarse en los manuscritos. No sabía qué había visto el viejo mago en el fondo del Pozo de los Reflejos, pero lo que sí parecía claro era que esa visión había truncado por completo su vieja ambición de poseer el espíritu de un unicornio. ¿Qué iba a hacer el Maestro ahora? Fenris no lo sabía, pero sospechaba que nada bueno. El Amo de la Torre, que habitualmente se mostraba sereno y siempre lo tenía todo bajo control, caminaba ahora nervioso de un lugar a otro, farfullando palabras ininteligibles y con expresión extraviada. Fenris temía que se hubiera vuelto loco. «Pero eso tampoco cambiaría mucho las cosas», pensó, ya sin importarle que el mago leyese en su mente.

Suspiró de nuevo y dirigió su mirada al exterior. Los copos de nieve azotaban con furia las vetustas paredes de la Torre. A los pies de la alta construcción, los lobos seguían vigilando, esperando un momento de distracción de aquel terrible elfo—lobo para entrar y ajustarle cuentas al traidor que durante tantos años había usurpado la Torre. «Debería dejarles entrar», se repitió a sí mismo Fenris, con seriedad.

—Ni lo sueñes, aprendiz —dijo el Maestro; Fenris ya no era un aprendiz, pero al Amo de la Torre le gustaba recordarle su superioridad sobre él—. Inténtalo y morirás antes de que la primera de esas alimañas logre poner una pata en el jardín.

El elfo no contestó. En realidad, ya nada le importaba. Ahora que el Maestro había vuelto a casa, el poder de la Torre lo haría más fuerte, y ni siquiera Dana y Aonia juntas lograrían derrotarlo.

No tenía más remedio que resignarse. Los Maestros magos podían llegar a ser extraordinariamente longevos, quizá tanto como un elfo normal; y, si eso sucedía con el Amo de la Torre, Fenris tendría que hacerse a la idea de que pasaría los seiscientos años que le quedaban de vida atado a aquel lugar, vigilando desde las almenas a los lobos de las montañas.

El Maestro dejó escapar una risa ahogada. Fenris no se molestó en replicar.

Era evidente que el mago consideraba muy divertida la posibilidad de tener allí prisionero a su aprendiz durante medio milenio más.

Dana, Kai y Maritta se materializaron en la cocina, que ahora estaba vacía, fría y oscura, y ya no parecía el refugio acogedor que Dana había conocido durante toda su adolescencia.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Kai.

—Es seguro que el Maestro ya sabe que estamos aquí —respondió Dana, y miró a Maritta—. ¿Por qué hemos aparecido en la cocina? Ahora tenemos que subir los doce pisos hasta la cúspide de la Torre. Hemos perdido el factor sorpresa.

La enana no respondió. Estaba hurgando en un baúl, y Dana se acercó con curiosidad. Finalmente, Maritta terminó con su búsqueda.

—Toma —le dijo a Dana, y le arrojó una prenda—. Ponte esto.

Dana lo miró. Se trataba de una capa gris, a simple vista muy normal; pero la aprendiza, con aquel sexto sentido que le permitía distinguir las cosas mágicas, supo que no lo era.

—Es una capa de camuflaje —explicó Maritta, envolviéndose en otra capa similar—. Ocultará tu mente y tu energía mágica a los sentidos del Maestro y, aunque él haya percibido que hemos llegado a la Torre, no sabrá dónde estamos exactamente.

Dana miró a su amiga con sorpresa, pero se apresuró a echarse la capa sobre los hombros.

—La Torre está llena de objetos mágicos muy útiles, a los que el Maestro jamás ha prestado la debida atención —explicó Maritta con una sonrisa—. Pero aún nos queda un detalle: Kai debe quedarse aquí.

El chico se puso rígido.

—Iré con Dana —replicó—. No voy a dejarla sola.

—Sé que es tu deber —lo tranquilizó Maritta—, y sé también que no la proteges sólo por obligación. Pero el Amo de la Torre puede sentir tu presencia. La mejor forma de protegerla es alejarte de ella, Kai, al menos por ahora.

Kai lo comprendió, pero miró a Dana abatido.

—No quiero dejarte ir —le dijo en voz baja—. Es muy peligroso.

—Volveré contigo —le prometió ella en el mismo tono de voz—. Yo tampoco quiero separarme de ti.

Maritta la esperaba ya en la puerta, y Dana tuvo que despedirse de Kai. Sus dedos rozaron los del fantasma que durante tantos años había sido su mejor amigo, y por un instante le parecieron cálidos y vivos como los de ella. Sintiendo que algo en su interior se quedaría en la cocina con Kai, Dana se separó de él y se reunió con Maritta.

En silencio, ambas salieron de allí y, como sombras, emprendieron la subida a lo alto de la Torre.

El Maestro se detuvo un momento en el centro del estudio y frunció el ceño.

—¿Dónde están? —gruñó—. ¿Dónde se han metido?

Fenris, aún en la ventana, lo miró de reojo y sonrió para sí. Pero el viejo mago no estaba derrotado, ni mucho menos. Pronunció las palabras de un hechizo, hizo un pase mágico con la mano e inmediatamente apareció en el aire frente a él una imagen de la Torre en pequeño. El Maestro la estudió con atención y, a un nuevo gesto de su mano, la imagen empezó a rotar sobre sí misma, lo cual le permitió al mago observarla desde todos los ángulos.

—Se han camuflado —adivinó—. Muy listas. Pero... ¿qué es esto?

En la planta baja de la Torre inmaterial destellaba un pequeño punto de luz azul.

—¿En la cocina? No creo que se queden allí tanto tiempo, ¿eh? Es un señuelo.

Siguió observando el punto de luz. Al cabo de un rato, esbozó una media sonrisa.

—Vaya —dijo, realmente interesado—. Pero si es Kai.

Y a Fenris no le gustó nada el tono de su voz.

Dana y Maritta subían por la enorme escalera de caracol. La enana jadeaba, agotada.

—Hubo un tiempo en que podía subir sin problemas —le confió a Dana—. Cuando era una hechicera joven y gobernaba en la Torre. Pero a Maritta nunca le gustaron las escaleras y, al fin y al cabo, estoy dentro de su cuerpo.

Dana asintió, diciéndose a sí misma que era Aonia quien le estaba hablando, y no Maritta. A veces resultaba difícil recordarlo.

—¿Por qué no nos teletransportamos hasta allí?

—El más mínimo hechizo y ni todas las capas de camuflaje de la Torre lograrían ocultarnos del Maestro, Dana —le advirtió Maritta—. Tenlo presente.

Dana asintió. Siguieron subiendo las escaleras, planta tras planta. A la aprendiza nunca le había parecido la Torre tan alta como en aquellos momentos.

—Mis queridas damas...

Dana y Maritta se frenaron en seco. La voz del Maestro había sonado con total claridad por toda la Torre, y su eco rebotaba en las paredes de piedra.

—Sé que estáis por ahí fuera, en alguna parte —prosiguió la voz—. No me importa dónele. Sé que podéis escucharme.

La voz hizo una pausa, y a Dana se le puso la piel de gallina. ¿Qué tramaba ahora el Maestro?

—Me dirijo a vosotras, queridas visitantes, para proponeros un trato. Tengo en mi poder a alguien muy querido por una de vosotras; seguramente no querréis que sufra, ¿no es cierto?

Dana se estremeció.

—No te preocupes —dijo Maritta—. No le hará daño al elfo. Sin él no puede defenderse de los lobos.

—Sé lo que estáis pensando —intervino la voz del mago—. Bueno, por una vez no puedo saberlo, ya que tan amablemente os habéis ocultado de mí. Pero puedo imaginarlo perfectamente. Y permitid que os aclare algo: no estoy hablando de Fenris. Me refiero a alguien que habéis dejado abandonado en la cocina.

Dana ahogó un grito y Maritta tuvo que contenerla para que no echara a correr escaleras arriba.

—Es un farol —le dijo—. No puede hacerle daño a Kai; es un espíritu.

La risa suave y baja del Maestro se oyó por los pasillos de piedra.


Sul'iketh
—dijo solamente.

La palabra arcana era desconocida para Dana, de modo que se volvió hacia Maritta, y se sintió desfallecer cuando percibió en la semioscuridad que la enana se había puesto mortalmente pálida.

—¿Qué pasa? —susurró Dana, temblando—. ¿Qué es
sul'iketh?

—Un antiguo conjuro —respondió Maritta.

—¿Y para qué sirve? —quiso saber Dana, cada vez más angustiada.

La enana no respondió enseguida, y Dana sintió que el miedo le acuchillaba las entrañas.

—Para atrapar espíritus —dijo finalmente Maritta—. No puede hacerle daño a Kai; pero puede encerrarlo en una botella para toda la eternidad.

Dana gimió y se cubrió el rostro con las manos. Jamás debería haber abandonado a Kai, se dijo.

—Lo siento —susurró Maritta—. No pensaba que pudiese correr peligro.

Dana lloraba oculta por la capucha de la capa de camuflaje.

—Sabes que haré lo que sea —murmuró—. Todo lo que me pida, con tal de que deje libre a Kai.

—Sí —asintió Maritta—. Me temo que ése es su trato.

La risa del Maestro volvió a resonar por la escalera.

—Os estaréis preguntando qué es lo que quiero a cambio de la libertad del espíritu —dijo—. Es muy sencillo. Llevaba toda mi vida detrás del secreto del unicornio, y entre las dos me habéis burlado. Bien, bien. Puedo renunciar a la magia del unicornio, pero hay algo en esta Torre mucho más poderoso que él. Le dejaré libre,
Kin—shannay...
si tú trabajas para mí el resto de tu vida.

Dana palideció. Sintió que las piernas le fallaban, y se apoyó en la pared.

—Y para asegurarme de que no me engañas —añadió el hechicero—, pondrás tu mente a mi disposición. Después de eso liberaré a Kai y tú serás mi esclava. Y, por supuesto, le dirás a Aonia que se largue por donde ha venido y no vuelva a poner los pies en el mundo de los vivos.

Dana miró a Maritta buscando consejo.

—No veo ninguna solución —dijo ella con sinceridad—. Podríamos enfrentarnos a él, pero no podríamos obligarle a liberar a Kai... y sólo él puede hacerlo, porque él lo ha atrapado.

—¿Entonces...?

—La decisión es tuya, Dana. Yo no puedo decirte lo que debes hacer.

Dana cerró los ojos. Por su mente cruzaron mil imágenes de Kai, y de ella, y de todo lo que habían vivido juntos, y comprendió que jamás podría darle la espalda y huir de la Torre sabiendo que su amigo estaba en poder del Maestro.

—No puedo dejarlo aquí —dijo a media voz—. ¿Pero cómo sabré que ha cumplido su promesa después de que esclavice mi mente? ¿Cómo sabré que ha liberado a Kai?

—Lo sabrás. Si firmas un pacto con él, estará obligado a respetarlo porque, de lo contrario, tu mente no se sometería a su voluntad. Si él no libera a Kai, tú nunca serás su esclava, y lo sabe.

Dana seguía temblando. Recordaba a Kai corriendo por el bosque, montado sobre Lunaestrella o campando a sus anchas por la granja en la que ambos habían pasado la niñez. Y pensar que ahora estaba... encerrado en un frasco, o en una botella... le partía el corazón.

—Voy a aceptar el trato —le dijo a Maritta—. Kai habría hecho lo mismo por mí.

Ella asintió.

—Entonces, hemos perdido —dijo solamente.

Dana la miró.

—Lo siento. Sabes que habría arriesgado mi vida por tu causa, Aonia. Pero no puedo arriesgar la de Kai. No se lo merece —se llevó las manos al cierre de la capa—. Sal de aquí, huye de la Torre; no dejes que te atrape a ti también.

La capa de camuflaje cayó al suelo en torno a sus pies. Por toda la Torre se oyó el aullido de triunfo del Maestro.

—Muy bien, querida alumna —dijo el mago—. ¿Aceptas, pues, el trato?

—Lo acepto —dijo ella con voz clara y firme.

Maritta gimió.

—Márchate —dijo Dana—. Vete antes de que yo caiga en sus manos, antes de que te descubra.

Maritta la miró un momento y después hizo un pase mágico con la mano. Inmediatamente desapareció, y Dana se halló a solas en la inmensa escalera de caracol.

—Eso está bien —dijo el Maestro—. Ve a la sala de pruebas, Dana. Nos veremos allí y hablaremos.

Dana se estremeció, pero siguió subiendo obedientemente las escaleras. La sala de pruebas estaba en la décima planta. Allí era donde se hacían los exámenes para cambiar de grado, y la chica no podía imaginar por qué el Maestro la había citado en aquel lugar.

Le llevó poco tiempo llegar, pero supo enseguida que el Amo de la Torre ya la estaba esperando. Empujó la puerta con suavidad y entró.

La sala de pruebas era un espacio rectangular cuyo suelo estaba recubierto de baldosas adornadas con signos arcanos que, sin embargo, dejaban libre un enorme círculo en el centro de la gran habitación. Las paredes estaban llenas de dibujos de distintos monstruos y criaturas mágicas, por lo que resultaba un lugar bastante inquietante. En el techo brillaban tres enormes lámparas de cristal; una emitía una luz roja, otra una luz violeta y la tercera una luz verde. Al fondo, entre dos enormes candelabros de seis brazos, se alzaba la Silla del Examinador, el trono donde se sentaba el Maestro para evaluar a sus alumnos.

Allí la esperaba el viejo mago. Tras él, de pie, se hallaba Fenris, que apenas la miraba. El elfo no parecía darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, y Dana adivinó que estaba concentrado en controlar a los lobos desde allí.

Dana avanzó hacia ellos, y se le encogió el corazón al ver que a los pies del Maestro había una pequeña botella de color verde. La aprendiza percibió inmediatamente el aura de Kai encerrada allí, y se estremeció. Podía intentar recuperar la botella, pero nunca lograría liberarlo. Sólo el que había capturado a un espíritu sería capaz de ponerlo en libertad de nuevo.

—Ah —dijo el Maestro—. De modo que has llegado. ¿Tienes idea de por qué te he hecho venir aquí?

—Para sellar el trato —contestó ella, y se pasó una mano por el corto cabello negro, con nerviosismo.

—Muy cierto —asintió el Maestro—. Pero hay algo más. Tengo que velar por mis intereses, ¿sabes? Y no es lo mismo tener controlada la mente de una aprendiza que la de una maga consagrada.

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