Read El Valle de los lobos Online
Authors: Laura Gallego García
Dana lo miró, sorprendida, intuyendo lo que vendría a continuación.
—Hagamos las cosas bien,
Kin—shannay
—concluyó el Maestro—. Te he citado aquí para someterte a la Prueba del Fuego.
Dana sintió que un escalofrío le recorría la espalda. También Fenris se había rebullido, inquieto, en su puesto tras la Silla del Examinador, y Dana se dio cuenta de que no estaba tan ausente como parecía. De todos modos, el elfo estaba tan atrapado como ella, y ahora no podría ayudarla. Estaba sola.
—Pero vos dijisteis que aún no estaba preparada para examinarme.
El mago se encogió de hombros.
—Mala suerte —comentó.
—Pero si yo muero en el intento —objetó ella—, no obtendréis lo que queréis.
—Procura que eso no suceda —le advirtió él—, porque si fracasas tu querido Kai será un fantasma embotellado para toda la eternidad. Y una eternidad es muy, muy larga, Dana...
Dana sintió ganas de saltar sobre el viejo hechicero y sacarle los ojos.
—Yo que tú no lo haría —le advirtió el Maestro—. Ya sabes por qué.
Dana asintió y procuró pensar en cosas más agradables.
—Está bien —suspiró—. Estoy lista —se situó en el centro del círculo y recitó, según las reglas—: Yo, Dana, aprendiza de cuarto grado de la Escuela de Alta Hechicería de la Torre del Valle de los Lobos, me presento voluntariamente —puso una especial ironía en la palabra— a la Prueba del Fuego para convertirme en maga de primer nivel.
El Maestro asintió.
—Se aprueba tu presentación, querida alumna. Te deseamos suerte.
«Seguro que sí», se dijo Dana, y se concentró en recordar todo lo que pudo del Libro del Fuego; sus estudios de hechicería le parecían muy lejanos después de todo lo que había sucedido aquella noche.
—Que dé comienzo la prueba —ordenó el Maestro, y el círculo del suelo se iluminó.
Dana percibió la mirada de Fenris dándole ánimos. Recordaba perfectamente el día en que, tres años atrás, el elfo se había presentado a la temida Prueba del Fuego. Se había preparado durante años y la había superado, pero a un terrible precio. Había tenido que pasar en cama dos semanas recuperándose de graves quemaduras, y en sus ojos había quedado grabada para siempre la impronta de un recuerdo especialmente doloroso que advertía que él nunca volvería a ser el mismo. Dana nunca le había preguntado por la Prueba del Fuego, porque sabía que era algo que a ningún mago le gustaba evocar.
La luz tricolor de las lámparas disminuyó en intensidad, y la sala quedó sumida en una suave penumbra. Dana respiró hondo. Sus músculos estaban tensos, y se esforzó en relajarlos. Debía pasar la prueba, se dijo. Por Kai.
Intentó dejar su mente en blanco, pero alerta, lista para actuar en el caso de que necesitara echar mano de algún hechizo, y comenzó a acumular energía mágica. Fenris había dicho que ella estaba destinada a hacer cosas grandes, y esta idea la animó un poco y le hizo erguirse en el centro del círculo iluminado, del que no debía salir, y en el que tendría lugar el examen.
A su alrededor todo se había puesto oscuro. No podría utilizar sus sentidos mortales; para descubrir los peligros que le acechaban, tan sólo contaba con la percepción extrasensorial de la magia.
Sintió de pronto que algo se acercaba. Se giró rápidamente, mientras la magia se iba acumulando en su interior. Súbitamente una inmensa bola de fuego se abalanzó contra ella, y Dana extendió los brazos y gritó las palabras para crear una barrera mágica, mientras sentía que en su interior explotaba la magia acumulada.
Pero la bola ígnea la atravesó limpiamente. Dana gritó...
—No lo logrará —dijo Fenris al cabo de un rato, y recordó la vez que, un año atrás, había pronunciado aquellas mismas palabras.
El Maestro también pareció evocar la misma escena, porque dijo:
—Esta vez no vas a ir a ayudarla.
Fenris no respondió. Pensaba en Dana con toda la parte de su ser que no estaba centrada en los lobos que cercaban la Torre, y
rezaba
a quien pudiera escucharle para que su amiga superase con vida la Prueba del Fuego.
¿Y entonces qué?, se preguntó de pronto. Dana sería una hechicera, pero su voluntad quedaría sometida para siempre a la del Amo de la Torre. Y Fenris no quería ni pensar en lo que podría hacer el Maestro con los poderes de una
Kin—shannay.
«No se quedará encerrado en la Torre», pensó el elfo, y se estremeció. Fijó sus ojos almendrados en el aura mágica que les permitía ver a Dana sin que ella descubriese su presencia.
Ni él ni el Maestro percibieron la forma invisible que se movía tras ellos.
Dana cayó extenuada en el círculo. Después de dos largas horas de combate contra el fuego, sentía que no podía resistir ya más. Había sido como intentar domar un potro salvaje, pero el fuego era infinitamente más peligroso y letal. Dana lo había esquivado, lo había detenido, le había ordenado que le obedeciera. Pero el fuego tomaba múltiples formas: gigantescas bolas ígneas, círculos de llamas, pequeños demonios que reían y la provocaban sin cesar... Pero lo peor había sido el dragón. Después de haber acabado con él, Dana había creído que ya había pasado la Prueba del Fuego. Sin embargo, seguían apareciendo enemigos, y la chica no comprendía qué debía hacer. ¿Acaso no había acumulado ya méritos suficientes? ¿Hasta cuándo duraría aquello?
Ahora yacía sobre el suelo embaldosado, agotada, los ojos cerrados, respirando fatigosamente. Su túnica violeta estaba en parte chamuscada y hecha jirones, y su rostro se hallaba sudoroso y ennegrecido.
Dana había combatido contra todas las criaturas del fuego. El último había sido un caballo alado de fuego, que había tratado de aplastarla bajo sus poderosos cascos. La joven por poco había caído fuera del círculo... ¿Había destruido al pegaso de fuego? Creía que sí. Algo había estallado en su interior, se había sentido mucho más poderosa que él, por unos instantes...; luego, aquello había acabado, y, como si hubiera agotado todas sus energías, Dana no encontró ya fuerzas para seguir en pie.
Distinguió de pronto un leve resplandor en la oscuridad, y su corazón se aceleró. No podía haber nada más. Ya no le quedaban fuerzas. Si aquello iba a atacarla, no podría defenderse.
No logró ponerse en pie, ni tampoco crear un círculo protector a su alrededor. Consciente de que iba a morir, escrutó la oscuridad con el corazón en un puño. ¿Qué sería ahora? ¿Un fénix? ¿Más demonios del fuego? ¿Otro dragón?
No tardó en averiguarlo. Lentamente se acercaba el caballo alado que Dana creía haber destruido.
¡No podía ser verdad! Luchó por levantarse, pero sus miembros no la obedecieron. El caballo seguía acercándose, y Dana supo que había llegado el fin.
En un momento pasaron por su mente escenas de toda su existencia, y algo se rebeló en su interior. No podía morir ahora, no ahora que Kai la necesitaba...; quiso con toda su alma levantarse y seguir luchando, pero su cuerpo se negó. El esfuerzo hizo que rodaran lágrimas por sus mejillas, que el calor de la proximidad del pegaso de fuego evaporó casi inmediatamente.
Dana intentó no pensar en nada. El caballo alado se iba acercando poco a poco, y la muchacha cerró los ojos.
Sintió entonces una suave calidez en la mejilla y los abrió, sorprendida. Más le asombró lo que vio.
La criatura le acariciaba suavemente el rostro con el belfo. Sus alas batían lentamente el aire.
Dana no podía creerlo. Estaba segura de que no había levantado ningún círculo de protección a su alrededor. Se hallaba completamente indefensa, como cualquier mortal. ¿Qué pasaba con el corcel de fuego? ¿No era real?
Dana pudo mover un poco la cabeza para mirarlo con atención. Sí, era de verdad. Podía distinguir perfectamente las llamas que emitía cada pulgada de su piel ígnea, podía ver sus ojos, como carbones encendidos, sus enormes y letales alas...
La criatura alzó la cabeza y se tumbó junto a ella.
Dana comprendió entonces. No debía destruir a los seres de fuego; sólo doblegarlos a su voluntad. Después de aquella especie de bautismo brutal, el fuego ya no podía dañarla.
¿De veras? Vacilante, consciente de que no había formulado ningún hechizo de protección, alargó la mano para acariciar las crines del animal mágico.
Fue una sensación muy extraña, única, que Dana no había imaginado jamás. Hasta aquel día podía tocar la tierra, el aire y el agua. Y ahora, tras la prueba final, podía también tocar el fuego. Sus dedos pasaban a través de las llamas y sólo sentía un leve calorcillo en la mano.
Con un esfuerzo casi sobrehumano, la joven maga se levantó y montó cuidadosamente sobre el lomo del caballo de fuego. La criatura se incorporó y batió las alas un par de veces, mirando después a su nueva dueña, como esperando instrucciones.
Dana las esperaba también. Sabía que ya había pasado la Prueba del Fuego y, en cualquier caso, aunque no fuera así, ya podían aparecer más dragones, más círculos de llamas, más demonios: ya no podían dañarla, no podían carbonizarla, porque era inmune al fuego.
Sintió una salvaje sensación de triunfo. «Soy una hechicera», se dijo, y pensó en el imponente aspecto que tendría montada en aquel ardiente caballo alado. «Ahora soy una hechicera.»
No sentía alegría porque sabía que ahora su mente pertenecería al Maestro. Pero, al menos, gracias a ello Kai sería libre.
—Te lo debía, amigo mío —susurró con voz ronca—. Ahora estamos en paz.
Consciente de que el Maestro la estaba observando, Dana dio unas vueltas sobre el caballo de fuego, y finalmente lo hizo alzarse de manos mientras lanzaba un grito de amarga victoria.
Dana había superado la Prueba del Fuego. El Maestro asintió, satisfecho. No había esperado menos de ella. Chasqueó los dedos y las tres lámparas de la sala de pruebas se iluminaron nuevamente, bañando la estancia con su luz tricolor. El círculo aún emitía una suave luz blanca, pero el caballo de fuego había desaparecido. Allí sólo estaba Dana, en pie, exhausta y chamuscada, pero desafiante. El Maestro le sonrió, y ella le dedicó un torvo saludo. Entonces el mago chasqueó los dedos de nuevo y la maltrecha túnica violeta de Dana se transformó en una nueva y magnífica túnica roja.
—Enhorabuena —dijo el Maestro—. Ya eres una hechicera de primer nivel.
Dana levantó la barbilla y lo miró con desprecio.
—Sellemos el pacto —dijo—. Deja libre a Kai y mi voluntad y mi magia serán tuyas.
—Sea —asintió el Maestro.
Se levantó de la Silla del Examinador y bajó del estrado hasta colocarse frente a ella. Dana no temblaba, no tenía miedo. Después de lo que había pasado, ya nada le importaba, salvo la libertad de Kai.
Fuera, los lobos aullaron muy alto. Fenris contemplaba la escena con gesto sombrío. «Lo siento mucho, amiga mía», parecía querer decirle. «No mereces esto, pero yo no puedo ayudarte ahora.»
El Maestro extendió hacia Dana la palma de su mano, y sobre ella apareció la pequeña botella verde que contenía el espíritu de Kai.
—Tu libertad a cambio de la suya —dijo.
Dana asintió.
—Que así sea.
El hechicero sonrió. Alzó las manos sobre ella y comenzó a conjurar en lengua arcana. Dana iba traduciendo casi inconscientemente las palabras del hechizo: «Por todos los poderes del aire y las almas, yo te conjuro, Dana, para que tu voluntad quede ligada a mí para siempre a cambio de la libertad de la criatura sometida bajo el
sul'iketh.
Desearás lo que yo desee, me obedecerás y respetarás como tu único amo y señor, y pondrás tu vida y tu magia a mi servicio para el resto de tu existencia. Por los poderes del aire y de las almas, yo te conjuro, Dana. Tu espíritu me pertenece y la criatura llamada Kai queda libre de mi poder desde este mismo instante».
Dana sintió que un frío glacial le devoraba el alma mientras la consciencia del Maestro entraba en su mente y la exploraba soltando uno por uno los hilos de su voluntad. Los ojos de la joven maga se llenaron de lágrimas, pero se esforzó en mirar al frente, a la botella verde que el Maestro seguía sosteniendo en sus manos. Una fina columna de niebla emergía de ella lentamente mientras la voluntad del Amo de la Torre se apoderaba de la de Dana. Lo último que vio ella con sus propios ojos fue la figura de un muchacho rubio con ojos verdes que se materializaba detrás del viejo hechicero y la miraba con profundo dolor.
Lo último que dijo Dana con sus propias palabras antes de que la consciencia del Maestro se apoderase de ella fue:
—Kai...
Sonrió y cerró los ojos. Cuando los abriera sería esclava del Amo de la Torre, pero eso ya no importaba, porque Kai volvía a ser libre.
La consciencia de Dana cayó a un oscuro y profundo pozo del que no volvería a salir nunca más, mientras oía la voz de Kai llamándola desesperadamente por su nombre...
«¿Dana?»
Dana no veía, sentía ni oía nada. Pero en algún rincón de su mente sonaba una voz que pronunciaba su nombre.
«Dana. Despierta.»
Dana abrió los ojos por fin. Se sintió extraña, distinta, muy ligera. Se miró las manos y descubrió con terror que podía ver a través de ellas. Quiso gritar, pero su boca no emitió ningún sonido.
«Dana», dijo la voz. «No tengas miedo.»
Entonces, Dana la reconoció. Era la voz de Aonia.
Miró a su alrededor. Estaba en medio de un paisaje de colores extraños y cambiantes, y formas que se difuminaban bajo un cielo de tonos violáceos en el cual no brillaba ningún sol. Una bruma fantasmal lo envolvía todo, y, entre jirones de niebla, se alzaba la hechicera, en pie, delante de ella. Ya no era Maritta, sino solamente Aonia, la archimaga de la túnica dorada, que le sonreía con amabilidad.
«Has recuperado tu cuerpo», observó Dana mentalmente.
«No», respondió ella, y su sonrisa se ensanchó. «Tú has perdido el tuyo.»
«¿¡Qué!?», quiso gritar Dana, pero, aunque sus labios formaron la palabra, de nuevo fue incapaz de hablar. «¿Qué has querido decir con eso?»
«Era la única manera de salvarte, Dana.»
Dana sintió una presencia tras ella y se volvió. Allí estaba Kai, que le sonreía.
«Ahora estamos juntos los dos», dijo el muchacho y, aunque a Dana le parecía maravilloso volverlo a ver, las implicaciones de sus palabras la hicieron estremecer.
Pero Kai alargó un brazo hacia ella y la cogió de la mano, y Dana vio que los dedos de él aferraban los suyos de alguna manera, por primera vez desde que lo conocía.