Read El Valle de los lobos Online
Authors: Laura Gallego García
Los finos oídos del elfo captaron inmediatamente los pasos de Dana sobre la fría piedra, y él se volvió para mirarla. La muchacha se quedó quieta, sorprendida de verle tan desmejorado. Los hombros de Fenris estaban hundidos, y su piel más pálida de lo habitual; sus ojos almendrados habían perdido el brillo y mostraban unas profundas ojeras.
Fenris parecía cansado, muy cansado. Dana nunca había visto así al orgulloso elfo, y por tanto sólo se le ocurrió una cosa que decirle:
—Lo siento.
Había hablado en voz muy baja, pero Fenris la oyó. Sonrió levemente, asintió y volvió a clavar sus ojos en el horizonte.
—Gracias por salvarme la vida la otra noche —añadió Dana.
El elfo la miró fijamente un momento, como si estuviera decidiendo qué responderle.
—No hay de qué —dijo por fin.
Sin embargo, no parecía muy dispuesto a seguir con aquella conversación. Dana se dio cuenta; pese a ello, hizo un último comentario en voz baja:
—Creí que podría con ellos. Fue una tontería por mi parte, ¿no?
Fenris no respondió. En aquel momento, Dana ya no sentía nada en contra de él. El mago le había salvado la vida y, por lo visto, le había costado caro. Dana estaba dispuesta a perdonarle la indiferencia con que la había tratado aquellos cinco años, a empezar de cero y tratar de ser su amiga.
Pero el elfo seguía sin colaborar. Dana agachó la cabeza. Había subido allí buscando respuestas, aquellas respuestas que Kai le negaba. Pero ahora pensaba que no debería haberlo hecho. Dio media vuelta para marcharse.
—No lo fue —dijo entonces Fenris.
—¿Cómo dices?
—Digo que no fue una tontería. Tú no podías saber que esos animales no son corrientes. Muchos otros han cometido el mismo error: no te culpes por ello.
—Pero el Maestro dijo...
—Son más las cosas que no dice que las que dice. Y todos queremos saber.
Animada por sus palabras, Dana se acercó un poco a él.
—Gracias —dijo—. ¿Puedo preguntarte una cosa?
Fenris sonrió.
—¿Puedo impedírtelo yo? —dijo suavemente.
Dana sonrió también. Empezaba a caerle bien el mago elfo.
—¿Qué te ha pasado?
Fenris hizo una mueca de dolor, como si el mero recuerdo de aquella noche le hiciera daño. Dana iba a disculparse de nuevo cuando un aullido estremecedor, proveniente del bosque, desgarró el crepúsculo y ascendió hasta la Torre.
El elfo se levantó de un salto y fijó sus extraños ojos en aquel punto.
—Eso ha sonado demasiado cerca —comentó Dana, con un escalofrío.
—Lo sé —se limitó a responder Fenris.
Durante un rato permaneció quieto, con la mirada clavada en el bosque, muy serio, y Dana se sorprendió al percibir la gran cantidad de energía que despedía el cuerpo del mago, pero no se atrevió a romper el silencio con una pregunta.
Se oyó otro aullido, pero esta vez mucho más lejos. Fenris frunció el ceño.
Poco después, el silencio volvió a adueñarse del Valle de los Lobos. Entonces el elfo pareció relajarse, e incluso sonrió un poco.
—¿Algún tipo de hechizo? —quiso saber Dana.
—Eres muy curiosa —observó Fenris.
Ella enrojeció.
—Lo siento, yo...
—No te disculpes. Creo que yo también sentiría curiosidad —y la miró de una forma extraña—. Todos tenemos nuestros secretos, ¿no?
Dana sólo podía esquivar aquella indirecta con una nueva pregunta:
—¿Y cuál es el secreto de los lobos del valle?
El elfo esbozó una media sonrisa.
—Fuiste al pueblo el otro día. ¿No te lo contaron?
—A decir verdad, nadie me habló demasiado —suspiró ella—. ¿Desconfiaban de mí en particular o desconfían de todos los magos en general?
—Buena pregunta —admitió Fenris—. Tal vez llegues a descubrirlo algún día.
Dana se sintió frustrada.
—¿Nadie va a responder a mis preguntas en este lugar?
Fenris replicó con una alegre carcajada. Dana lo miró, confusa. Era la primera vez en cinco años que lo veía reír.
—Es el sino del aprendiz —comentó el elfo—. Nadie cuenta contigo hasta que no eres un mago completo. Vives arrastrando el peso de un montón de preguntas sin respuesta.
—Pero no hace mucho tú eras aprendiz también —le recordó ella—. ¿No vas a tener un poco de compasión conmigo?
Fenris inclinó la cabeza, aún sonriente.
—Veré qué puedo hacer. ¿Qué quieres saber?
—¿Qué pasa con los lobos del valle?
El mago se quedó pensativo un momento. Luego dijo:
—Se dice que es por causa de una antigua maldición que pesa sobre el valle, o tal vez sobre la Torre, quién sabe. Esos lobos son criaturas extrañas, no cabe duda. La persona que los hechizó hizo un buen trabajo.
—Esa maldición... ¿tiene algo que ver con el unicornio?
—¿Otra vez el unicornio? Probablemente no son más que leyendas, Dana.
Ella desvió la vista hacia el suelo para que su expresión no denotara lo que sabía. Sin embargo aún preguntó:
—¿Y qué dicen las leyendas?
—Bueno, se habla de un tesoro oculto en el bosque. Se dice que sólo el unicornio conoce el camino para llegar hasta él. Pero la persona que poseyó ese tesoro se encargó de que nadie lo encontrase. Si el unicornio es el guía, los lobos son los centinelas. Todo leyendas, ya te lo he dicho.
—No puede ser tan legendario cuando es tan evidente que no se trata de lobos corrientes —observó Dana con sagacidad—. Tú mismo has dicho que están hechizados.
—Yo puedo ver a los lobos; en cambio, no conozco a nadie que haya visto al unicornio. Es distinto: esa parte de la historia es lo que considero leyenda.
—Está bien, olvidemos al unicornio y centrémonos en los lobos. ¿Qué más sabes de ellos?
—¿Qué más hay que saber? —replicó Fenris, encogiéndose de hombros—. Arremeterán contra cualquiera que invada su territorio de noche. Y probablemente habrían irrumpido en la Torre tiempo atrás, de no ser...
—¿De no ser por tu hechizo? ¿De no ser porque proteges la Torre desde aquí todas las noches? —aventuró Dana; era un dardo lanzado al azar, pero, por lo visto, dio en el blanco, porque el elfo se puso repentinamente serio.
—Mira, puedo contestar tus preguntas, hasta cierto punto —dijo él, y sus ojos de color miel mostraron un cierto destello peligroso—. Pero hay cosas que simplemente un aprendiz no debe saber. Y te agradecería que no volvieras a hacerme preguntas sobre mí mismo. No me gusta. Conténtate con eso, Dana.
Se giró bruscamente, dándole a entender que daba por finalizada la conversación.
Dana no tentó más a su suerte. Se despidió de él y, lentamente, volvió a su cuarto. En su cabeza se mezclaban las voces de los habitantes de la Torre.
«Vives arrastrando el peso de un montón de preguntas sin respuesta»... «Los lobos de este lugar no son como los demás, y ni siquiera una aprendiza aventajada como tú es rival para ellos»... «No merece la pena volver a correr el riesgo»... «Todos queremos saber»... «Te sirvió a ti y es lo que importa»... «Nada vale tanto como para dar la vida por ello. Nada»... «El conocimiento es algo que va parejo a la capacidad de un mago»... «Es el sino del aprendiz. Nadie cuenta contigo hasta que no eres un mago completo»... «Puede que la próxima vez no tuvieras tanta suerte»... «Sólo quiero saber si encontraste lo que habías ido a buscar»... «Hay cosas que simplemente un aprendiz no debe saber»... «No quiero que te pase nada malo. No me lo perdonaría nunca»...
Recordando estas palabras, y dándole vueltas a todo lo que sabía, Dana tomó una decisión. De acuerdo, haría caso a Kai y olvidaría el asunto por el momento... pero sólo hasta que estuviera preparada. Preparada para saber.
Cuando fuera una hechicera, podría volver a preguntarle a Fenris, a Kai, incluso al Maestro. Sabría muchas cosas y tal vez tendría la capacidad de mantener a raya a los lobos, como hacía el elfo.
Entonces... volvería a salir en busca del unicornio y descubriría la verdad acerca de la dama de la túnica dorada, los lobos del bosque y la maldición que pesaba sobre el valle.
Los aullidos de los lobos volvían a sonar peligrosamente cerca.
—¡Los espectros no han acabado con ellos! —profirió Dana, pasmada.
—Sólo los han entretenido —dijo Fenris, y su armoniosa voz sonó más ronca de lo habitual.
Dana lo miró. Había algo extraño en él. Quizá era el brillo amarillento de sus ojos, quizá su pesada respiración. Se frotó los ojos; estaba muy cansada. Fenris la empujó suavemente hacia el caballo alazán.
—Sube y vuelve a la Torre —le ordenó, y la frase acabó en una especie de gruñido.
Dana estaba demasiado agotada como para sentir curiosidad, pero su sexto sentido le dijo que algo no marchaba bien del todo.
—¿Tú no vienes? —preguntó mientras montaba sobre el lomo de Alide.
Fenris sacudió la cabeza y se volvió sólo un momento para mirarla. Dana apreció algo extraño en su rostro, pero no tuvo tiempo de darse cuenta de lo que era, porque el elfo dio una fuerte palmada en la grupa del caballo y éste no necesitó más para salir disparado hacia las montañas... y hacia la Torre.
Dana se volvió rápidamente, reticente. No quería dejar al elfo atrás.
Y entonces vio algo que le llamó la atención, algo que tenía que ver con el mago y con los lobos que salían del bosque, algo que no encajaba del todo...
Dana ahogó un grito y manoteó en el aire. Entonces despertó y se dio cuenta de que no estaba en el bosque, sino en su cama, en su cuarto, en la Torre. Tenía el cuerpo cubierto de sudor y el camisón se le pegaba a la piel. Respiraba con dificultad y sentía que el corazón le latía alocadamente.
—Ha sido un sueño —se dijo a sí misma a media voz—. Sólo un sueño.
¿Un sueño? Más bien una pesadilla hecha de retazos de algo que había sucedido un año atrás.
Se sentó en la cama y respiró profundamente. No había logrado olvidar lo sucedido aquella noche, cuando Kai y ella habían salido a buscar al unicornio, y los lobos los habían atacado. Desde entonces, y ante la negativa de Kai de hablar más del asunto, Dana se había concentrado en los estudios y en el Libro del Fuego. Pero no era tan sencillo hacer como si nada hubiera ocurrido. Podía ignorar las apariciones de la mujer de la túnica dorada, pero no podía ignorar los sentimientos que todo aquel asunto provocaba en ella.
Ahora, doce meses más tarde, tenía dieciséis años y se preparaba para presentarse al último examen de su aprendizaje básico, la llamaba Prueba del Fuego. Después, sería una auténtica maga.
Asintió para sí misma, aferrándose a esa idea. Volvió a tumbarse en la cama y cerró los ojos, dispuesta a dormirse de nuevo. Pero entonces, como una mosca inoportuna, una indiscreta vocecilla sugirió en su mente una idea: «¿Los elfos tienen barba?».
Dana abrió los ojos. Qué pregunta tan estúpida. ¿Y qué importaba eso?
Recordó entonces que en su sueño Fenris tenía un aspecto peculiar. Casi involuntariamente reconstruyó las imágenes de la pesadilla, y de pronto comprendió algo con aterradora claridad: no era un sueño, sino un recuerdo recuperado.
Dana se incorporó de un salto, excitada. ¿Era eso lo que Kai había visto aquella noche y ella no había logrado recordar al despertarse días después? ¿De qué se trataba? ¿Y por qué lo recordaba ahora de nuevo, después de un año? Intentó concentrarse y aferrar todos los detalles de aquel sueño: la voz de Fenris, el extraño brillo de sus ojos, el vello que le cubría parte del rostro y...
Lo que había insinuado Kai. Al volver la vista atrás desde la grupa de Alide, Dana había visto —ahora sí lo recordaba, con total claridad— que los lobos rodeaban a Fenris y no hacían nada por atacarlo. Y el elfo... ¿los acariciaba? ¿Como si no fueran bestias asesinas, sino fieles perros de compañía?
Poco después Dana entraba en silencio en la habitación de Kai. En la penumbra vio al muchacho dormido, y, como solía hacer cada vez que se tropezaba con él, apartó de manera mecánica las dudas que le surgían acerca de su identidad. Kai era su amigo, se recordó a sí misma una vez más. Y, como él le había dicho tiempo atrás, no importaba que sólo ella pudiera verle, no importaba quién o qué era él en realidad: siempre estaría a su lado.
—Kai —lo llamó suavemente.
El chico se despertó enseguida.
—¿Dana? ¿Qué haces tú aquí?
Ella ya se había sentado al borde de la cama y lo miraba temblando de excitación.
—He tenido un sueño.
—¿Y vienes a contármelo a estas horas? —protestó él, encendiendo la vela de su mesilla.
—Es importante.
—Habla, pues —suspiró Kai—. Soy todo oídos.
Dana le contó con pelos y señales todo lo que recordaba de su sueño.
—¿A que eso es lo que tú viste aquella noche y yo había olvidado? —concluyó.
Kai no respondió enseguida. Se había despejado del todo, y la había escuchado seria y atentamente. Su expresión se había ido haciendo más sombría a medida que ella hablaba.
—Bueno —dijo por fin, pero no se le ocurrió qué más añadir.
—Fenris tiene poder sobre los lobos —añadió ella, triunfante—. Ahora sé que se trata de una habilidad especial suya, no de un hechizo que cualquiera puede aprender; porque, de lo contrario, esos lobos no serían un problema. ¿Era eso lo que querías ocultarme? ¿Y por qué?
—Está bien, tú ganas —dijo Kai, y se incorporó un poco para mirarla a los ojos—. Tenía miedo, eso es todo. Miedo de que quisieras volver a intentar la excursión al bosque, ahora que sabes...
—... que si vamos con Fenris y él nos protege, podríamos tener una oportunidad —completó ella—. ¿Pero por qué me lo ocultabas?
—Yo no te lo ocultaba —se defendió el chico—. Tú olvidaste lo sucedido.
—Es cierto, lo olvidé —reconoció Dana pensativa—. ¿Y por qué? ¿Qué pudo hacer que...?
—Qué o quién —corrigió Kai—. Creo que ya sabes a qué me refiero.
—¿El Maestro? ¿Quieres decir que él me borró la memoria, o...? ¿Y por qué lo haría?
—No lo sé. Lo que no entiendo es por qué ahora vuelves a recordarlo.
—Los hechizos no son eternos. De todas formas, sigo sin entender por qué...
—Para que no volvieras a salir al bosque de noche, probablemente. Quizá para protegerte. Puede que pensara que ni siquiera con la ayuda de Fenris podrías salir con vida si volvías a intentarlo.
—Y tú pensaste eso también. Por eso no me dijiste nada.
—Quiero que me comprendas. No temo nada por mí, pero tú...