Read El Valle de los lobos Online
Authors: Laura Gallego García
Sintiéndose segura sobre aquel caballo que corría como el viento, Dana, agotada, no oyó un aullido que sobrepasaba a todos los demás, un aullido cargado de rabia, pena y dolor, que se elevó hasta la luna llena como una desesperada plegaria. Kai, en cambio, sí lo oyó, y compadeció a la desgraciada criatura que se lamentaba de aquel modo.
Dana se despertó muy entrada la mañana, cuando el sol estaba alto, y los dorados rayos que se colaban por la ventana jugaban con su rostro y su pelo negro.
La muchacha volvió a la realidad lenta y perezosamente. Qué bien se estaba en la cama, cómoda y caliente. Bostezó y se frotó un ojo.
Y entonces, de pronto, recordó todo lo que había pasado la noche anterior, y sus ojos azules se abrieron de par en par. Se incorporó de un salto, pero una voz calmosa la detuvo:
—Descansa, pequeña. No hay ninguna prisa.
Dana se volvió rápidamente y descubrió que su Maestro estaba allí, observándola, sentado en la silla, con semblante serio. La aprendiza se dejó caer de nuevo en la cama, desalentada. El Amo de la Torre lo sabía todo y, sin duda, la castigaría por su desobediencia.
—Lo siento —murmuró.
El Maestro sonrió levemente.
—Tu pequeña travesura ha estado a punto de costarte muy cara, Dana.
Ella cerró los ojos. Las imágenes de pesadilla de la noche anterior volvieron a asaltar su mente. Los lobos, los aullidos, la magia que le fallaba, la sensación de agotamiento, la terrible huida a través del bosque, el fuego, el hielo, los espectros de sombra...
—No impongo normas a capricho, muchacha —prosiguió el Maestro—. Te dije que era peligroso adentrarse en el bosque por la noche. Los lobos de este lugar no son como los demás, y ni siquiera una aprendiza aventajada como tú es rival para ellos.
Dana abrió rápidamente los ojos.
—No les afecta la magia —recordó—. ¿Por qué?
—El conocimiento es algo que va parejo a la capacidad de un mago. La historia de los lobos de este valle ya la conocerás algún día, cuando estés preparada para entenderla. Por el momento, debe bastarte saber que nunca podrás vencerlos. Tal vez a partir de ahora te lo pienses dos veces antes de volver a hacer algo así.
El Maestro se levantó y se dirigió hacia la puerta.
—¿No vais a castigarme? —preguntó Dana cautelosamente.
Él le dirigió una breve mirada.
—Estoy seguro de que ya has recibido tu castigo —dijo—. No será una noche que olvides fácilmente —hizo una pausa y después concluyó—: Ni tampoco los remordimientos por haber arriesgado inútilmente la vida de Fenris.
El nombre estalló como un latigazo en los oídos de Dana y, como el Maestro había previsto, enseguida empezó a sentirse culpable. El mago elfo había tenido que correr a rescatarla en mitad de la noche, y... ¿se había quedado en el bosque?
—¿Cómo está? —preguntó ansiosamente al hechicero, antes de que éste abandonase la habitación.
El Maestro no respondió enseguida.
—Se recuperará —dijo finalmente—, aunque está agotado. Ha sido una prueba muy dura para él.
Dana se hundió bajo las sábanas. ¡Qué estúpida había sido!
Cuando el Maestro se hubo marchado, Dana se quedó un momento más en la cama. Se arrepentía profundamente de haber desobedecido una de las pocas normas que regían la Torre. En su arrogancia, había pensado que sería capaz de vencer a los lobos del valle. Se sentía muy mal por ello.
Pero de pronto recordó a Lunaestrella, y se levantó de un salto. Tenía que averiguar si la yegua había sido capaz de volver a la Torre. Se estiró junto a la cama. Se notaba entumecida y hambrienta, pero también sentía que había recuperado las fuerzas. Se vistió con su túnica violeta, se lavó la cara y salió de la habitación.
Bajó la escalera de caracol a todo correr y se plantó en el establo en un santiamén. Se asomó con prudencia, temerosa de descubrir que Lunaestrella no estaba allí, pero pronto sus temores se esfumaron: la yegua baya se hallaba comiendo tranquilamente junto a Alide y Medianoche.
Dana se sintió inmensamente aliviada y corrió a saludarla. Le habló con cariño, le limpió los cascos, le peinó las crines y le cepilló el pelo. Después le prometió que le traería unos terrones de azúcar en compensación por el susto pasado y, con esa intención, fue a la cocina.
Maritta se volvió inmediatamente al oírla entrar. Su rostro arrugado mostraba una profunda alegría.
—¡Niña! —exclamó—. ¡Mi niña!
La abrazó con tanta fuerza que Dana temió que fuera a partirla en dos. Sin embargo, no se le ocurrió quejarse: le emocionaba el cariño de la enana.
Pero inmediatamente Maritta volvió a adoptar una expresión severa.
—¡Menudo disgusto nos has dado a todos con tu travesura! —la riñó.
Ella se frotó la nariz, avergonzada.
—Lo siento —farfulló—. ¿Así que ya te han contado mi escapada de anoche?
—¿Anoche? —se burló Maritta—. Llevas cinco días durmiendo, corazón.
Dana se quedó sin habla.
—Sí —confirmó la enana—. Cinco días. Ya me tenías preocupada.
—Con razón tengo tanta hambre —murmuró la chica, echando un ávido vistazo a una fuente de bollos recién hechos que reposaba sobre la mesa.
—Come —la invitó Maritta al advertir su mirada, y Dana no necesitó que se lo dijera dos veces—. Parece que volviste cansada de tu excursión.
—Cansada no, exhausta —puntualizó la aprendiza entre bocado y bocado—. Me enfrenté con una manada de lobos muy raros. ¡Tendrías que haberlos visto! Los ataqué con todo lo que tenía: fuego, hielo, rayos, piedra... y al principio funcionaba, pero luego se desbarataba todo. ¡Los lobos resucitaban y volvían a la carga una y otra vez! ¡Y cada vez venían más!
Los ojos de Dana se habían abierto como platos mientras explicaba su aventura.
—¿Valió la pena? —preguntó Maritta suavemente.
—¿Qué quieres decir? Fenris casi muere por mi culpa. Yo no...
—No es eso lo que te estoy preguntando.
—No entiendo.
—Es evidente que fuiste allí por algo. Sólo quiero saber si encontraste lo que habías ido a buscar.
La imagen del unicornio llenó la mente de Dana, y su semblante se dulcificó.
—Oh, sí —dijo—. Era tan bello... Maritta, si hubieras visto...
Pero la enana la interrumpió con un gesto impaciente.
—Te sirvió a ti y es lo que importa.
Dana reflexionó. Hasta aquel momento, nadie le había preguntado las razones de su desobediencia, y se dio cuenta de que, más que un posible castigo, todo el rato había estado temiendo que el Maestro la obligara a responder a una sencilla pregunta: «¿Por qué?».
Una perturbadora idea la asaltó entonces: ¿y si el Maestro no le había preguntado nada porque ya lo sabía todo? ¿Y si había leído sus pensamientos y sabía que iba en busca del unicornio porque había hablado con...?
Dana gimió y enterró el rostro entre las manos.
—No sufras, niña —dijo Maritta—. Lo pasado, pasado está.
La muchacha miró a su amiga y sintió de pronto unos vivos deseos de contarle todo lo que sabía. Pero la enana había vuelto a su quehacer y no parecía tener ganas de reanudar la conversación.
De modo que Dana se despidió de ella, cogió el azúcar del bote y fue al establo a dárselo a su yegua. Después subió de nuevo las escaleras. No tenía ganas de ponerse a estudiar el Libro del Fuego por el momento, así que fue en busca de Kai, y lo encontró en su habitación.
—Buenos días, princesa —sonrió él al verla entrar—. Has dormido mucho.
Dana hizo una mueca.
—Eso me han dicho. En realidad no me sorprende; agoté mis energías lanzando rayos y centellas.
Kai sonrió. Se había sentado junto a la ventana, y Dana se reunió con él.
—Valió la pena —comentó ella, recordando las palabras de Maritta—. Encontramos al unicornio.
Kai asintió.
—Ahora ya podemos olvidarnos del asunto y seguir con nuestra vida —dijo.
Dana lo miró asombrada.
—¿Qué dices? ¡Aún no está nada resuelto! No hemos encontrado la respuesta al misterio...
Pero se calló al ver la mirada severa que le dirigió Kai.
—Dana, sé que quedan muchas preguntas por responder —le dijo—. Pero sólo hay una manera de hacerlo: volver el próximo plenilunio para buscar al unicornio y seguirlo hasta donde quiera que nos lleve. Pero eso es muy peligroso, ya lo has visto. Y no merece la pena volver a correr el riesgo.
Dana se había quedado con la boca abierta.
—¿Pero qué dices? Kai, no te comprendo. Tú siempre te arriesgas, siempre lo das todo. No te gusta dejar las cosas a mitad.
Su amigo la miró a los ojos, repentinamente serio, y ella enmudeció. Nunca lo había visto con una expresión tan severa.
—Escúchame bien. Correr aventuras es emocionante, intenso. Pero nada, ¿me oyes?, nada vale tanto como para dar la vida por ello. Nada. No lo olvides nunca.
Algo dentro de Dana se rebelaba contra sus palabras, pero el tono de voz de Kai era demasiado apasionado como para dejarlo pasar por alto, y la chica intuyó que tenía un buen motivo para hablar así.
—Pero yo quiero saber —protestó débilmente.
Kai suspiró, y siguió mirándola, esta vez con cierta simpatía.
—También yo —confesó—. Pero quizá encontremos respuestas en otra parte. A mí, por lo pronto, me interesaría saber qué pasó con tu magia la otra noche. ¿No dijiste que podrías con los lobos?
—Eso pensaba, pero... ¡esos animales eran tan extraños...! Casi parecían seres racionales.
—Explícate —pidió Kai, intrigado.
—Cuando sondeé sus emanaciones de energía descubrí... no sé, mucho más que furia provocada por el instinto de supervivencia. Parecía... parecían enrabietados por algo en concreto. Parecían clamar venganza.
Se calló de pronto, comprendiendo que aquello que había dicho no tenía mucho sentido. Pero Kai la escuchaba realmente interesado.
—¿Y qué te ha contado tu Maestro al respecto?
—Dice que los lobos del valle no son normales, y que nadie puede enfrentarse a ellos. Y no ha querido contarme nada más.
—A lo mejor el elfo sí lo hace.
Dana le disparó una mirada de reproche.
—No creo que quiera que se lo recuerde, Kai. Se jugó la vida para rescatarme.
—¿Tú crees? A mí me dio la sensación de que controlaba bastante la situación.
—¿Qué quieres decir?
—Cómo, ¿no te acuerdas?
—¿De qué?
—Pues de lo que hacía Fenris. ¿En serio no viste nada que te llamara la atención?
Dana frunció el ceño, tratando de pensar. Evocó paso a paso todo lo sucedido desde la intervención del mago elfo en el bosque. La había ayudado con una especie de bola de fuego zigzagueante, y luego invocando un grupo de espectros de sombra con forma de perro. Después todos habían echado a correr hasta la linde del bosque, donde los esperaba el caballo de Fenris. Él había dicho que montara y que escapara de allí. Ella le había preguntado si no pensaba acompañarla. Y, por toda respuesta, él había palmeado la grupa de Alide para que éste saliera al galope. Y Dana estaba ya demasiado cansada y confusa como para fijarse en nada...
Eso era todo.
—No entiendo qué quieres decir. Volvimos a la Torre montados sobre el caballo de Fenris, y él se quedó a cubrirnos la retaguardia. Pero no noté nada raro.
—No te acuerdas —observó Kai, extrañado—. Los dos miramos hacia atrás en un momento determinado mientras nos alejábamos galopando y...
Hizo una pausa y la miró expectante, pero ella no reaccionó.
—¡Tú lo viste también! —insistió Kai.
—¿Ver el qué? ¡Estoy harta de tus acertijos!
—Tienes lagunas —comentó el muchacho después de un breve silencio; estaba francamente sorprendido y no dejaba de mirarla.
—¿Lagunas?
—Agujeros en la memoria. ¿Cómo es posible? —se inclinó hacia adelante para observarla mejor—. ¿Es algún efecto secundario de la magia?
Dana se sentía molesta ante la insistente mirada de Kai, pero le preocupaban sus palabras: nunca había oído hablar de nada parecido.
—¿Qué es lo que me he perdido? —quiso saber—. No recuerdo nada anormal.
Kai ladeó la cabeza y no dijo nada. Parecía estar planteándose una idea interesante.
—¿Qué? —insistió ella.
—Tal vez sea mejor así —murmuró su amigo, casi como para sí mismo—. Tal vez sea mejor...
—¿Qué quieres decir? ¿No me vas a contar lo que sabes?
—Es por tu propio bien —explicó Kai rápidamente, al ver que Dana empezaba a enfadarse—. Lo mejor que puedes hacer es olvidar este asunto y no volver al bosque de noche. Puede que la próxima vez no tuvieras tanta suerte.
—¿Pero qué...? —Dana estaba ahora furiosa de verdad—. ¿Me embarcas en esta aventura y ahora dices que lo olvide todo? ¡Odio que me cuentes las cosas a medias! ¿Qué es lo que sabes y que yo no sé?
—Eh, oye, no te enfades —dijo él, cogiéndola cariñosamente por los hombros—. Ya sé que es frustrante, pero lo hago por ti —calló un momento, y después añadió—: No quiero que te pase nada malo. No me lo perdonaría nunca. La otra noche estuviste a punto de morir y... bueno, no quiero tener que volver a pasar por ello.
Dana se calló inmediatamente. La mirada de Kai era tan intensa que la asustó, y más todavía la respuesta que provocó en su interior. Apartó la vista, tan confusa que ya no sabía ni de qué estaban hablando.
—Me voy a estudiar —dijo abruptamente y, liberándose de las manos de Kai, salió del cuarto con precipitación.
Kai la vio marchar, preocupado, pero no hizo nada por detenerla.
Aquella tarde, cuando el sol se hundía tras las montañas, Dana subió por la escalera de caracol que llevaba a la plataforma almenada donde el hechicero elfo solía montar guardia. Había ido allí otras veces, pero siempre por la mañana, para no encontrarse con él, porque no se sentía a gusto en su presencia.
Pero aquel día era diferente.
Se detuvo un momento ante la puerta que llevaba a las almenas. La escalera seguía hacia arriba, pero Dana nunca había ido más allá: eran las habitaciones privadas del Maestro, la cúspide de la Torre. Un lugar prohibido.
Dana dio la espalda a las escaleras y cruzó la puerta para salir al exterior.
Fenris estaba sentado junto a las almenas, mirando hacia el bosque. Su túnica roja caía formando pliegues hasta el suelo. A Dana le llamó la atención, porque era la primera vez que no lo veía de pie en aquel lugar.