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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

La ciudad sin tiempo (8 page)

—Ya lo era antes.

—¿No le da cierta grima pensar que las cenizas de su marido reposan junto a esa extraña piedra negra?

—No, porque parece ser que esa piedra es antiquísima, y el difunto debía de creer que eso lo aproximaría de algún modo a la eternidad. Pero no hablaré con ella de algo así.

—¿Por qué?

—Me he dado cuenta de que la eternidad me asusta.

Y siguieron hacia el pequeño local —unas sillas plegables, dos mesas de desguace, un par de lámparas y una bandera catalana— donde Solana atendía gratis a los inmigrantes que esperaban encontrar su rincón en la ciudad. Había sólo cinco esperando, pero en el transcurso de las horas llegaron otros diez. Marcos Solana y Marta Vives acabaron agotados y sin haber ganado ni para el billete del autobús, pero tuvieron la sensación de que estaban justificando sus vidas.

Cuando las calles de la ciudad ya estaban cubiertas de sombras, ella volvió al pequeño piso donde vivía sola. Estaba en el centro, cerca de la Escuela Industrial —y por tanto no lejos del Clínico—, con dos habitaciones donde se amontonaban los libros, una cama donde se amontonaba la soledad y dos ventanas en cuyo alféizar dejaba a veces alimento para que se amontonaran las palomas inmigrantes.

Marta Vives no quería creer en la muerte, sino en la vida que palpita.

Aunque aquella noche tuvo una sorpresa. La segunda de las ventanas, la que daba al dormitorio, estaba abierta, y ella estaba segura de haberla dejado cerrada. «Quizá ha sido el viento», pensó. Pero durante el día no había hecho viento. «No tiene importancia», pensó también. Sí la tenía, porque las palomas se habían colado dentro.

Las dos habitaciones habían sido registradas, aunque con minuciosidad, orden y hasta un cierto cuidado científico. Dentro de lo posible, cada objeto había sido vuelto a colocar en su sitio; una persona menos meticulosa que Marta no habría notado nada. Y eso fue precisamente lo que le dio más miedo: era como si allí hubiera entrado alguien que no era como los otros, alguien que vivía en el aire. ¿Quién podía haber entrado por una ventana que estaba a cinco pisos de altura, sólo al alcance de las palomas? ¿Y quién había hecho aquello para no robar nada?

Nada, no faltaba nada. Ni documentos, ni las escasísimas joyas, ni dinero, ni las llaves de reserva que estaban dentro de la casa.

Sólo faltaba un objeto. Uno. E inexplicable.

Sólo faltaba un retrato de su madre.

12
La guerra que gano el diablo

No sé si existe aún, porque yo no he vuelto a acercarme a ella, pero entonces existía, juro que existía. Estaba en la calle Palma de San Justo y era una cloaca romana junto a la cual estaban los basamentos de las columnas de un porche. La cloaca debió de ser olvidada durante siglos y siglos, porque yo leí en un periódico anticlerical,
El Diluvio
, que había sido redescubierta en 1928. Pero cuando vi por primera vez «la carassa» existía, y seguía existiendo cuando huí. La cloaca estaba dentro de las murallas y pertenecía a la entraña de la ciudad muerta.

Pese a que allí no cabía una persona de pie, viví en su interior casi tres días, para que no me encontrara el dueño de la casa. Estaba seguro de que me buscaría y pagaría a alguien para que diese conmigo, como se hacía con todos los esclavos fugitivos; pero de mí no podía sacar gran provecho, así que supuse que se cansaría pronto.

Ocultarme en la cloaca romana fue lo mejor que se me pudo ocurrir, porque los buscadores de esclavos hurgaron en todo el perímetro amurallado. Luego supe que también habían buscado en el Raval, la Muralla de Mar y las Atarazanas, donde se construían las galeras. Buscaron incluso en las alturas de las torres, pero a nadie se le ocurrió hundirse en las cloacas.

Cuando salí, una noche, poco antes de que cerraran las puertas de la ciudad, comprendí que tenía que buscarme un nuevo refugio. Barcelona se extendía por la llanura, más allá de la frontera que marcaban las Ramblas, con sus avenidas de agua y los charcos fétidos que se formaban al final, junto a la orilla del mar, y que los ciudadanos tenían que atravesar a pie y generalmente descalzos. Como esa frontera ya no podía contener la extensión de la ciudad, iban formándose calles perpendiculares a la muralla, como por ejemplo la del Hospital, que terminaba perdiéndose en el vacío. Justamente cerca de esa calle estaba la casa donde yo había nacido, de modo que jamás me aventuraría por ella. Claro que a continuación venían campos, pequeños bosquecillos, viviendas de una sola planta y hasta un cementerio donde eran enterrados los más pobres de la ciudad, y cuyas calaveras aún se encuentran sepultadas en el mismo lugar. Junto al cementerio se alzaba una iglesia lo bastante lejana para inspirarme confianza. Era la de Sant Pau del Camp. Las plegarias y los muertos eran su único entorno.

En Barcelona, fuera de las murallas, existían dos iglesias románicas antiquísimas: una era la de Nuestra Señora del Coll, que estaba perdida en las brumas de la distancia, y otra, mucho más cercana, era la de Sant Pau. Era anterior al siglo X, con detalles visigóticos en su parte anterior, y lógicamente había sido arrasada por los musulmanes varias veces hasta ser reconstruida en 1117.

Y yo viví en ella porque me recogió su párroco. Al encontrarme en la calle debió de confundir mi expresión de miedo con una expresión de piedad, y me dio el trabajo de acompañarle en los viáticos nocturnos, que a veces eran peligrosos pese a la presencia del Señor. Algo vio en mí que le hizo creer que con mi cara paralizaría a la gente.

El sacerdote servía a Dios y al obispo en un paraje cercano a las primeras estribaciones de Montjuïc, con sus cuevas donde se refugiaban vagabundos y ladrones. En las inmediaciones de Sant Pau del Camp peligraba la virtud. Era también lugar apto —decían los feligreses— para los pecados de la carne. Por todo ello no era extraño que los viáticos nocturnos significaran un peligro y que el párroco de Sant Pau prefiriera que le acompañaran al menos dos acólitos, uno de los cuales fui yo. Me convenía porque así tenía techo y comida, y además el templo me protegía contra cualquier detención porque era lugar sagrado.

Las iglesias de mi edad infantil eran ricas, aunque no todas, en especial Sant Pau, donde abundaba de todo menos la gente próspera: es decir, a Sant Pau no le caían testamentos ni mandas. Porque, por lo que pude ver y aprender, los moribundos dejaban en testamento a las parroquias gran parte de sus bienes, ya que de lo contrario, decía el confesor, no era seguro que tuviesen buenas referencias ni buenos testigos en el juicio del Más Allá… «Complaced al Señor —gritaba el santo hombre que cuidaba de mí— porque en el terrible y decisivo momento El os hará una sola pregunta: ¿Qué me habéis dado?»

Y la gente daba, pero como es natural mucho más en los lugares ricos que en los pobres, que eran generalmente los de extramuros, como mi iglesia. En las parroquias prósperas, una enorme cantidad de tierras de labor y solares urbanos pasaban a la Iglesia por testamento cada vez que un cristiano se despedía, nunca mejor dicho, de los bienes de este mundo. La iglesia percibía los diezmos, de los que las primicias eran la tercera parte, aunque según pude ver, no todo iba a los bien comidos servidores de la fe. Muchas iglesias catalanas eran de padrinazgo particular, y el patrono se quedaba buena parte de la dádiva sin importarle demasiado si lo quitaba del corazón de Dios o de la boca del clérigo. De ahí que muchos templos subsistieran gracias a bautizos, bodas, entierros y limosnas, a las que yo dedicaba una santa energía. Incluso algunos ayuntamientos les ayudaban dándoles parte del importe de las multas que se imponían a los que eran pillados trabajando en día festivo. Nefasto pecado que luego, por lo que vi, los catalanes siguieron practicando entusiásticamente para alimentar a los nuevos cristianos que llegaban al mundo.

Las largas horas nocturnas esperando la confesión de los que morían me hicieron comprender algo que no había comprendido cuando era su tiempo: yo estaba vivo gracias al sacrificio de mi madre, es decir, estaba vivo gracias a un acto de amor. Probablemente me habrían ejecutado por atacar a una niña y beber su sangre. Y ese sentimiento, aunque demasiado tarde, me hizo cambiar en cierto modo, me obligó a avergonzarme de mí mismo y a tratar de vivir como los demás. Frecuentaba los cementerios durante las noches, pero eso formaba parte de mi trabajo, porque cuando en Barcelona se declaraba una epidemia, algo harto frecuente, yo tenía que buscar por anticipado, en lugar sagrado, huecos para las tumbas, que no siempre abundaban. También perdí el miedo a las cruces, que antes me aterrorizaban, porque las veía continuamente. Y hasta creo que no me habría sido imposible aprender a rezar, sobre todo a la Virgen: la Virgen, no sabía por qué, siempre me daba pena. La veía haciendo la voluntad de un Dios implacable y encima soportando el dolor que le iban trayendo otros.

Y me ocurrieron entonces dos cosas que al parecer no tenían sentido, y posiblemente no lo tendrán nunca. La primera es que perdí la noción del tiempo, de forma que no me percataba del paso de los años: era como si contase por siglos. La segunda fue tomar conciencia de que las desigualdades aumentaban en mi ciudad en lugar de disminuir, de forma que por fuerza Barcelona había de ser una ciudad revolucionaria. Cuando veía a las mujeres como mi madre aplastadas por los clientes, que a su vez eran unos muertos de hambre, ya debí haberlo pensado, pero entonces no me daba cuenta. De todos modos hay gente que no se da cuenta en toda su vida; y los que entonces lo pensaban creían firmemente que era voluntad de Dios.

La primera de las cuestiones, es decir, el paso del tiempo, sí que me preocupaba de verdad, aunque por una razón muy concreta: el párroco de Sant Pau, sus feligreses y los otros acólitos que trabajaban en la iglesia envejecían, mientras que yo siempre tenía la misma cara. Crecía un poco, pero sin que mis facciones variasen: la marca de los años no dejaba huella en mí, y eso a la fuerza acabaría llamando la atención de la gente.

No tardaría demasiado en necesitar un cambio de refugio; tendría que esconderme en algún otro lugar donde no me conociese nadie.

Y entonces el párroco de Sant Pau empezó a perder la fe.

En algunas ocasiones, por las noches, cuando nos abrigábamos ante una fogata en las cercanías del cementerio, me hablaba de que la vida no tenía sentido. «Y eso que la vida —reconocía— ha sido creada por el Señor.» Todo consistía en nacer, buscar algo que te diese el pan, seguir el instinto para reproducirse (instinto que además venía acompañado por la trampa del amor), envejecer y morir, dejando el sitio a otros. Nacíamos sobre las tumbas de los antepasados en espera de ser antepasados también, y fornicábamos junto a los cementerios sabiendo que sólo conseguiríamos una cosa: que los cementerios fueran más grandes.

—Esta vida no tiene sentido —murmuró el párroco mientras tendía las manos hacia la fogata—. Sustituirnos unos a otros, ¿para qué?

—Para que consigamos la vida eterna —dije—. Nuestra estancia en la tierra es sólo un paso, y seremos juzgados según lo que hayamos hecho en ella.

Era lo mismo que yo oía en los sermones de los domingos, o sea, las palabras de los sacerdotes, pero no tenía sentido que yo hablase como uno de ellos, puesto que no lo era ni jamás se me había ocurrido serlo. Además, había algo en las palabras de los sacerdotes que me repugnaba, sin que pudiese precisar razón. Tal vez lo dije porque quería halagar al párroco, que era mi protector. O porque consideraba que era mi obligación decirlo, ya que los dos vivíamos dentro de la iglesia.

—Eso es lo que he creído hasta ahora —me interrumpió—. Por eso soy sacerdote, y además con auténtica vocación. Son muchos los que no la tienen.

—¿Por qué?

—Porque el sacerdocio es, al fin y al cabo, un modo de vida. No creas que hay muchos más. O naces noble y con bienes, o sea que no tienes que trabajar, o has de ganarte la vida de alguna forma. ¿Cómo? O eres un esclavo en los campos, sometido a tu señor, o eres un esclavo de los gremios, si has llegado a ser libre en la ciudad. Ser libre quiere decir morirte de hambre, ni más ni menos. Lo único que queda entonces es la guerra o el clero: por eso hay tantos soldados de rapiña y tantos sacerdotes que no tienen fe.

Recordé a muchos de ellos que habían sido clientes de mi madre, pero no quise decirlo.

—Sin embargo, yo tengo fe —dijo el párroco con la mirada perdida—, y es precisamente eso lo que me hace pensar. Por ejemplo, he llegado a la conclusión de que el mundo no está bien construido, y por tanto no puede ser obra de Dios.

Me estremecí.

Nunca había oído hablar así a un hombre que viviera de la Iglesia.

Aunque en el fondo sentía una alegría secreta al oírle hablar de aquel modo, no sé por qué.

No me atreví a preguntarle, de manera que él continuó:

—Mira, por ejemplo, a los animales. Ellos nunca matan si no es por miedo o por hambre, con lo cual nos dan un ejemplo constante que deberíamos imitar. Porque nosotros matamos por placer.

—O por una causa justa —me atreví a decir.

—Buscamos una causa justa para disimular el placer, o al menos es lo que ocurre la mayoría de las veces. Las guerras son un magnífico ejemplo de las causas justas. Lo que admiro de los animales es que jamás caen en ellas.

—A los animales también los ha creado Dios —musité, defendiendo algo que no me importaba—, y en ese sentido podría decirse que la obra es perfecta.

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