La ciudad sin tiempo (11 page)

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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

—Conseguí esos papeles entre dos gestiones, en un momento que me quedaba libre. No retrasé para nada lo que me habías encargado.

Marcos trató de sonreír. Le costó. Se nota que un abogado es veterano cuando va perdiendo la sonrisa.

—De todas formas, no sé qué interés puede tener todo eso —dijo—. Son papeles que sólo se buscan para una tesis doctoral o para escribir un libro.

—Te equivocas —aclaró Marta.

—Pues ¿para qué?

—¿Recuerdas que cuando se adjudicó aquella cruz medieval a nuestros clientes, no hace mucho, me dijiste que había sido sacada del sepulcro de una mujer asesinada?

—Claro.

—La mujer asesinada se llamaba Vives, como yo. Yo soy Vives por parte de padre y por parte de madre. Existía una posibilidad de que aquella mujer de la tumba profanada fuese una antepasada mía.

—Y decidiste averiguar.

—Sí.

Marcos Solana paseó sus ojos por el paisaje que se extendía más allá de la ventana. Como tenía el despacho en un ático de la Vía Layetana, vislumbraba las torres de la catedral, las de Santa María del Mar, la cúpula de la Generalitat, los tejados del barrio viejo, donde antes hubo palomares y ropa tendida y ahora había alguna habitación ilegal y algún viejo decidido a morirse al sol. La Vía Layetana había destripado casas, enterrado recuerdos, sepultado por dos veces a los muertos, pero eso había ocurrido en una época lejanísima, cuando ni los abuelos de Marcos Solana tenían proyectado conocerse. De modo que el abogado era consciente de vivir sobre una ciudad sepultada, aunque a veces, cuando sonaba el maravilloso carillón de la Generalitat, le parecía una sepultura digna de la Historia.

—Así que crees que la mujer que tenía esa cruz en su tumba pudo ser una antepasada tuya.

—No digo que lo crea. Sólo digo que existe la posibilidad.

—Y ya que estás en ello, quizá la mujer que fue quemada viva en Madrid, junto con el párroco de Sant Pau del Camp, también podía serlo —añadió Marcos, algo irónico.

—Reconocerás que no es imposible.

Marcos Solana se encogió de hombros. La mayor parte de los abogados que ganan dinero se dedican a la constitución de sociedades, fantasmas o no, y a las transacciones inmobiliarias, lo que les da un gran sentido de la actualidad y hace que su mundo suela empezar en los años ochenta, cuando se comenzaron a utilizar los primeros ordenadores. Pero él era un abogado de viejas familias con estirpes ancladas en la Edad Media y vivía entre archivos, panteones y hechos que habían acontecido alguna vez en el transcurso de los siglos. La actualidad, pues, no era más que el resultado de mil pasados distintos, y eso hacía que Marcos Solana no fuera exactamente un abogado como los otros, aunque a veces sentía vértigo.

Años antes, cuando él, muy joven, empezó a trabajar para las viejas familias y, por tanto, se encontró con los censos enfitéuticos, había un procurador que lo sabía todo y conocía cualquier antecedente, como si el Registro de la Propiedad lo hubiese creado él. Se llamaba Bernardino Martorell y tenía en la calle de la Diputación un despacho más bien fúnebre. Pero una vez muerto Martorell, resultaba muy difícil encontrar personas que supieran moverse entre los papeles sepultados siglos atrás. Una de esas personas era Marta Vives, aunque últimamente se estaba obsesionando con las viejas historias. Y obsesionarse es malo.

—No tendrás tiempo para tantas cosas —le dijo Marcos Solana.

Y dejó de mirar el paisaje, las viejas torres, para mirar las firmes piernas de Marta Vives, piernas de atleta, de campeona. Pero sobre aquellas piernas, Marcos Solana lo ignoraba todo. Quizá alguien las acariciaba, quizá alguien las mordía en secreto o buscaba con la lengua su hueco final. El abogado ignoraba si aquella mujer cargada de historias tenía historia.

—Dormiré menos horas —contestó ella—, pero no te preocupes, porque todo el trabajo del despacho saldrá a su tiempo.

—Me temo que hará falta, Marta. Por si no tuviéramos bastantes asuntos civiles entre manos, me ha caído encima un asunto criminal. No me ha quedado más remedio que aceptarlo porque viene de un viejo cliente que quiere que me constituya en acusador privado. De ese modo me acabarán pasando todos los datos del sumario por el caso de aquella mujer estrangulada en una casa de Vallvidrera y junto a la cual apareció un hombre salvajemente muerto por arma blanca. Es un caso sobre el que se han hecho incluso reportajes de televisión, o sea que a cualquier abogado sediento de fama le encantaría. Pero yo odio la fama. No haré declaraciones, y apareceré en público lo menos posible. Lo digo por si algún periodista me telefonea. Dale cualquier excusa para que no insista. No quiero que nada me distraiga de mi auténtico trabajo.

—Pues claro que sí —dijo Marta—. Lo haré al pie de la letra. Pero ¿quién es el cliente?

—Un banquero que tiene varias lujosas fincas en los alrededores del lugar del crimen. Le interesa que todo se aclare para que las propiedades no pierdan valor y para que yo, como parte en el juicio, pueda entrevistarme con la policía si hace falta, disipando rumores. Ya sabes: los suelos urbanizables necesitan mejor fama que las personas. Pero aquí hay algo extraño.

Marta Vives apenas volvió la cabeza para mirarle.

—¿Qué? —preguntó.

—El banquero, cuando me recibió en su despacho, tenía sobre su mesa varios retratos lujosamente enmarcados. Retratos políticos, claro. Uno de ellos dedicado por el Rey; otro, curiosamente, dedicado por Franco. Los banqueros nunca se enfadan con la Historia. Pero había también algún retrato de familia, naturalmente. Por ejemplo, el de unos niños sonrosados que ahora deben de ser, por lo menos, interventores de cuentas. O el de una señorita de muy buen ver que ahora, muchas veces mamá, ya no debe ni poder subir las escaleras del Liceo. O la de un grupo de caballeros que debían de ser, seguro que sí, un consejo de administración. Me di cuenta de que entre ellos había un hombre con una cara muy joven, con una cara inexpresiva, como sin tiempo. O yo estoy loco o esa cara la había visto antes alguna vez. Y en algún lugar que no me cuadra.

—¿Y por qué no se lo preguntaste? —susurró Marta Vives.

—Porque no estaba seguro de que fuera él —contestó Marcos con la mirada perdida—. Porque no estaba seguro de que fuese la misma cara.

16
La muchacha que quería morir

Al párroco delgado que había sido quemado vivo vino a sustituirle un párroco gordo que no pensaba ser quemado vivo jamás. Era amigo del obispo y, al parecer, había reunido los informes que luego fueron enviados a la Inquisición. Creía en la bondad del Señor, la bondad de la fe y la bondad del vientre. Comía hasta quedar casi sin aliento en una época de hambres atroces que llenaban los cementerios y bendecía en su garganta vinos lejanísimos que le eran traídos a lomos de mulas. Por ejemplo, los de Alella, hijos de unas viñas que estaban cerca del mar, pasado el Besos; y los del Priorato, una tierra tan remota que para lograrlos había que ir casi a territorio de infieles. Pero él los prefería, porque aseguraba que eran excelentes para la consagración de la misa.

Por supuesto, tenía una barragana. Era una chica muy joven, casi una niña, que hacía todos los trabajos pesados y a la que por las noches se oía gemir, aunque no de placer precisamente.

El nuevo párroco hizo dos cosas: primera, echar a todos los pordioseros que dormían en los cementerios; y segunda, preguntarme mi edad.

—Según los registros, has estado aquí casi quince años —dijo—, por lo que deberías ser mucho mayor. Dime qué edad tienes.

—No lo sé; nunca me lo han dicho, y tampoco creo que mi nacimiento conste en ninguna parte.

—Pues es extraño, porque los feligreses me han dicho que, ya entonces, tenías el mismo aspecto que ahora.

Era una señal de alarma, la señal de alarma que yo estaba esperando desde mucho tiempo atrás y que significaba el único peligro que yo no podía evitar. La gente se acabaría dando cuenta de que mi aspecto no cambiaba nunca. Por lo tanto, decidí huir.

Por entonces, el Raval estaba cambiando mucho en pocos años. La parte izquierda de la Rambla, bajando hacia el mar, estaba cerrada por la muralla, y en su parte final, hacia Escudellers, se edificaban algunos palacios. Pero la parte derecha de la Rambla, siempre bajando, era ancha y libre, y seguía siendo la tierra del mal: el alcohol, los bailes, la música popular, las mujeres públicas y la impiedad constituían su mundo. Aunque también era el único sitio donde cabían los cuarteles, los conventos y hasta el único gran hospital, de modo que su ambiente iba cambiando. Las calles perpendiculares a las Ramblas se hacían más animadas y compactas y se iba formando así otra ciudad donde todo el mundo se conocía, es decir, todo el mundo podía conocerme a mí.

Necesitaba irme lejos, y me dirigí hacia la otra iglesia románica más antigua de Barcelona, a Nuestra Señora del Coll. Quizá es que lo antiguo me atraía, o es que no sabía encontrar trabajo fuera de las iglesias. Allí, en aquel lugar tan lejano, era posible que necesitaran un acólito.

Lugar lejano…

Y a fe de Dios que lo era.

Había que salir de las murallas por la puerta de Canaletas y andar siempre hacia el norte, a través de campos poco poblados, hacia una aldea que empezaba a nacer y a la que llamaban Gracia. Pero aquel lugar de gente independiente, y hasta belicosa, era sólo la mitad del camino. Era preciso remontar unas montañas suaves y descender luego una hondonada que entonces no tenía nombre, pero a la que más tarde oí designar como Vallcarca. Allí empezaba la verdadera subida, entre bosques y caminos de cabras, para llegar a dos lugares píos: uno, a la izquierda, eran unas cuevas donde vivían unos eremitas dignos de piedad y que la gente llamaba Penitentes, y otro, mucho más lejano, era una ermita pequeñísima a la que llamaban del Carmelo, dedicada, no a la ira del Señor, sino a la soledad de una Virgen. Pero la iglesia del Coll no estaba tan lejos, se encontraba al final de las primeras cuestas.

Apenas nadie vivía por allí; sólo se distinguían unas cuantas masías y unos pequeños rebaños de cabras. Todo era soledad, silencio, matojos y la quietud de las estrellas. Era un mundo completamente distinto del de Sant Pau del Camp, donde las músicas se oían hasta altas horas de la noche y en cuyos muros, a veces, hasta se asentaban las prostitutas.

El encargado de la iglesia —no sé si ni siquiera era párroco— me recibió bien y me preguntó qué edad tenía. Le dije que veinte años. A continuación me hizo un ligero examen de latín, doctrina cristiana y canto religioso que superé perfectamente: me había pasado demasiado tiempo oficiando ceremonias y asistiendo a entierros. Pero de ningún modo le dije que venía de Sant Pau del Camp, porque ya se sabía lo ocurrido con el párroco y yo podía adquirir enseguida fama de hereje.

La iglesia era tan diminuta que en la parte del altar apenas cabíamos el sacerdote y yo. Los fieles eran cuatro campesinos, sobre todo mujeres, que vivían en el temor de Dios y jamás faltaban un domingo.

Allí pronto me encontré con dos cosas, una buena y una mala: la buena, por supuesto, era que nadie me conocía, y la mala, que allí no había mataderos ni animales que se desangrasen. Los cerdos y las cabras eran sacrificados, naturalmente, pero en familia. Habría sido arriesgadísimo repetir lo que había hecho por las noches entre las murallas de Barcelona. Eso me asustó, porque yo prácticamente no comía. Lo que me daba verdadera fuerza era la sangre.

De alguna forma tenía que resolverlo.

En la iglesia había muy poco trabajo, a diferencia de Sant Pau del Camp, donde siempre había viáticos y siempre se estaba muriendo gente. Además, en las épocas de predicación del párroco que fue quemado vivo, el templo se llenaba de gentes venidas de todas partes, gentes que jamás habían oído una palabra de Dios tan distinta de las otras palabras. Aquí, en Nuestra Señora del Coll, una zona sin casi habitantes, la gente se moría poco. No había apenas trabajo, excepto contemplar el paisaje desde las lomas. En el silencio de los campos, la Barcelona amurallada se veía como una mancha pequeñita, y las calles que iban naciendo en sus alrededores ni siquiera se distinguían. Claro que por tan escaso quehacer no me pagaban nada: sólo la cama y la comida. Una vida tan plácida me permitió hurgar en los viejos archivos que se conservaban en el templo, algo que sólo el párroco y yo podíamos hacer. Nadie en la zona sabía leer, y menos escribir, y su catalán era tosco y fabricado con cuatro palabras. Nadie conocía el castellano, que en cambio era bastante usual en las calles de Barcelona. Yo me maravillé de saber leer y escribir no sólo en catalán y castellano sino en latín, lo cual indicaba lo bien que me habían enseñado algunos clientes de mi madre cuando se compadecían de mí. El latín no tenía secretos gracias al párroco de Sant Pau, el considerado hereje, pero aun así yo debía de tener una inteligencia muy superior a lo normal para haber aprendido tanto. O quizá era muy viejo y había podido disponer de unos años que los otros no tendrían nunca. No lo sé. En aquella época era completamente incapaz de definirme a mí mismo.

Quizá el párroco de Sant Pau lo había hecho, al decirme una noche que el Mal también necesitaba hijos. Pero yo no quería recordarlo. Y la verdad es que nadie me había vuelto a definir.

Hasta que tuve que ir al palacio de la Inquisición, donde me esperaba El Otro.

Y hasta que conocí a una muchacha que quería morir.

17
Alguien que conoció al diablo

Cuando la policía se encuentra ante casos inexplicables busca a tientas, y eso quiere decir que en la oscuridad tropieza con todo el mundo.

Dos de las personas con las que la policía más tropezó fueron el padre Olavide y el abogado Marcos Solana, aunque ni mucho menos fueron los únicos. Lo que diferenció al sacerdote y al abogado fue que los trataron con mucho mayor respeto; incluso un comisario besó la mano al padre Olavide. Resultó que el comisario era del Opus.

Los interrogatorios versaron principalmente sobre la muerte —«muerte nunca vista», decía el comisario de la Obra— de Guillermito Clavé. Ahora Guillermito Clavé ya estaba sepultado en forma de cenizas, pero el caso continuaba abierto con la necesaria discreción. Era un asunto de asesinato, y los asesinatos no deben turbar la paz de las buenas familias.

La viuda sólo había sido interrogada una vez.

El padre Olavide dos, como confesor del difunto. ¿Tenía éste amistades extrañas? ¿Era aficionado a hacer experimentos científicos con su propia sangre? «Porque hay gente que está muy loca, padre, más de lo que parece.» Guillermito, aparte de la religión, ¿había confesado creencias en algo sobrenatural?

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