Cuando hacía sus rondas de trabajo, nadie se fijaba en él. El verdugo de Barcelona era pequeño, de apariencia frágil, y cuando acudía a un café era un cliente amable y con aspecto de pequeño rentista. De hecho, nadie se fijaba en él ni lo reconocía, porque en las ejecuciones llevaba sombrero y además se le veía de lejos.
Yo estaba de noche en un café de la Ronda hablando de viejas ejecuciones que había visto, algunas de ellas tan delicadas como ir arrancando los miembros del condenado con unas tenazas. Entonces el verdugo se acercó y pidió permiso para sentarse. Parecía hechizado por lo que acababa de oír. Nicomedes Méndez me miraba a los ojos y bebía materialmente de mis palabras.
Adivinó que había algo especial en mi manera de contar aquellos horrores.
—Parece como si usted hubiera visto todo eso —dijo de pronto.
—Claro que no —exclamé dándome cuenta de que había cometido un error—, comprenderá que por mi edad es imposible que lo haya vivido.
—Claro, claro… Usted no puede tener más allá de cuarenta años… Pero habla con tal realismo que parece un testigo directo.
—No me haga caso. Son historias que uno ha leído; porque, eso sí, soy un ratón de biblioteca que acumula la experiencia de muchos hombres.
—Pues oriénteme, porque yo no recuerdo que haya libros sobre el tema, al menos en esta ciudad.
—Tal vez yo tenga algo en alguna edición antigua. ¿Le interesa el tema?
—En cierto modo sí, aunque sólo por motivos… profesionales. Yo intento hacer bien mi trabajo, aunque la gente no lo imagina. Oiga, ¿usted a qué se dedica?
—De momento a nada. Me quedan unos pocos ahorros y con ellos voy viviendo.
—¿Busca empleo?
—No se qué decirle… Me interesaría trabajar, pero preferiblemente de noche.
Sus ojos brillaron extrañamente. Nunca los olvidaré. Puso sobre mis manos una de las suyas, que quería ser afable, aunque me pareció fría y sarmentosa, y sin dejar de mirarme a los ojos me preguntó directamente:
—Yo soy el verdugo de Barcelona. ¿Quiere ayudarme a ejecutar a un hombre?
Miré con asombro a Nicomedes Méndez. Me di cuenta, por si no lo hubiera advertido ya antes, de que era un hombre de apariencia frágil y modales suaves, bien educado, pero con una gran fuerza en sus manos y un extraño fulgor en los ojos. Me sentía incómodo ante él, a pesar de mi experiencia de la muerte, una experiencia que era muy superior a la suya, muy superior a la de cualquier otro ser vivo. Pero al mismo tiempo había en aquel hombre algo que me atraía de una forma irresistible, que casi me fascinaba.
El verdugo susurró:
—No me gusta llamar la atención ni que la gente me reconozca, y por eso apenas rondo por los cafés. También entro en la cárcel de la forma más discreta posible, porque la presencia del verdugo siempre es conocida y sume en horror a los condenados a muerte. Ni siquiera a los funcionarios les gusta verme. Pero es mi deber, y lo cumplo escrupulosamente, evitando cualquier sufrimiento inútil.
—Lo sé —murmuré—. Yo trabajaba antes en un… Bueno, quiero decir que tengo muchos amigos en los periódicos, y ellos me hablaban del verdugo de Barcelona.
—Otra cosa que debo decirle, para que aprecie el trabajo que le ofrezco, es que soy el hombre que mejor vive de España.
—¿No bromea?
—Por supuesto que no. La ayudantía que le estoy ofreciendo es una ganga, y mi empleo fijo es ganga y media. En Francia al verdugo se le llama «el ejecutor de las altas obras» como muestra de respeto. Cobro todos los meses y no tengo absolutamente ningún trabajo que hacer. Tengo que ir a la cárcel de vez en cuando, porque mi espíritu profesional me exige echar un vistazo a los condenados al patíbulo. Cada hombre, según la medida de su cuello, pide una muerte distinta, una muerte a medida por decirlo así, y mi obligación de funcionario es dársela… He ideado un nuevo sistema de argolla que hace el garrote mucho más eficaz, rápido y confortable.
—
¿Confortable?
…
—Sí, ya le explicaré. Todo esto viene de que soy un verdugo que se preocupa por los demás y hace que la muerte en el garrote dure sólo lo justo: no crea que lo consigue todo el mundo, porque si colocas mal la argolla asfixias al reo poco a poco. Ha habido fallos inenarrables en los patíbulos de Barcelona.
Y dándome un golpecito afable añadió:
—Mire: todos los condenados a los que hasta hoy he tomado medidas a ojo han sido indultados en el último minuto, de modo que, a pesar de mi siniestra fama, todavía no he matado a un solo reo. Estamos en 1892, y en Barcelona no se ha ejecutado a nadie desde 1875. Así que ya ve: paz y tranquilidad para el espíritu. Yo antes tenía un ayudante, ya que la ejecución no puede hacerla un hombre solo con la necesaria rapidez, pero murió de una apoplejía porque estaba demasiado gordo.
—Y ahora… —susurré— necesita usted otro.
—Sí —me contestó el verdugo—, porque parece que después de tanto descanso se aproxima una gran época llena de normalidad ciudadana. Hay en marcha varios procesos que ya, ya… Habrá trabajo en el patíbulo, y necesito a una persona que no se arrugue en los momentos decisivos, porque hay mucha responsabilidad. Le confesaré que hay algo en usted que me ha llamado la atención y que resumiré en una frase sin sentido: me parece como si usted estuviera más allá de la muerte. No puedo decirle si es el color de su piel, tan blanco, o la luz inquietante de sus ojos. Aunque yo diría que es su sonrisa… No se ofenda, amigo, pero tiene usted algo que hiela la sangre.
No me ofendí.
Sabía que la gente notaba eso.
—Tendremos que hacer unos pequeños trámites para el empleo —dijo Nicomedes Méndez—, porque en gran parte depende del ministerio de Gracia y Justicia. En primer lugar, ¿cómo se llama?
—Blay —dije pronunciando el primer nombre que se me ocurrió en ese instante.
—¿Tiene papeles?
—Me temo que no. Ya sabe usted que la gente que se reúne en estos cafés no da importancia a los papeles.
—Es verdad: sólo los ricos se sacan la cédula personal, por la que hay que pagar dinero. En fin, que en el fondo viene a ser como un impuesto… Pero no se preocupe. Yo soy algo así como «un funcionario distinguido» y puedo responder por usted si hace falta. Supongo que le interesará saber a quién tenemos que ejecutar, porque la sentencia ya está confirmada.
—Imagino que a Isidro Mompart —contesté—. Leo los periódicos y oigo lo que la gente dice en los cafés.
—Efectivamente —musitó el verdugo con los ojos cerrados—. A ése no van a indultarlo, de modo que lo tendré que matar. Acaba de cumplir veintidós años, pero tiene mal instinto, muy mal instinto, nunca se redimirá. La gente lo piensa: muerto el peligroso, muerto el peligro. Ya debe de saber lo que hizo Mompart.
Asentí.
—Violó y mató a una mujer indefensa — aclaró el verdugo, aunque no me hacía falta oírlo otra vez—, lo cual, por sí sólo, ya le hace digno de conocer el garrote vil. Pero a Mompart no se le ha condenado sólo por eso: se le ha condenado también porque entró a robar en una fábrica cerca de la carretera de Mataró, y de paso asesinó a una criatura de cinco años y a una muchachita que hacía de criada. Ya desde el principio del proceso lo vi claro: se le aisló y se escribieron en la puerta de su celda la fatídicas letras PFM, que significan «Petición Fiscal Muerte». Mompart pasea solo por el patio y tiene prohibido hablar con nadie. En uno de sus paseos le eché un vistazo, digamos que por instinto profesional.
—Es usted un enamorado de su oficio —dije sin ningún ánimo de elogio.
—No, enamorado no, sólo trato de hacerlo bien. Un hombre puede ser ejecutado, pero no necesariamente maltratado. ¿Le he dicho ya que he inventado un sistema para que el garrote sea más rápido?
—Sí que me lo ha dicho, pero quizá yo no conozca el método.
—Pues es muy sencillo. El garrote consta de un poste vertical algo grueso, porque tiene que soportar mucha presión, y una silla, una silla cualquiera que a veces se trae de la barbería de la cárcel. O a veces de la propia capilla, lo que a mí me parece un recochineo. A ese poste se ajusta por detrás el «aparato», exactamente a la altura de las vértebras cervicales del condenado: pocas bromas, porque la disposición de esas vértebras, amigo mío, es muy importante. ¿Y en qué consiste el «aparato»? ¿Eh? ¿En qué consiste? —Nicomedes Méndez alzó un dedo, como el profesor que da una lección—. Pues la base es una argolla delantera que se cierra en torno al cuello del aspirante a difunto. Esa argolla va fijada a unas guías que tiran de ella hacia atrás, haciendo que se comprima el cuello. ¿Y cómo tiran hacia atrás? Pues por medio de un tornillo sin fin, de manejo muy rápido, que está detrás del poste, o sea que el reo no lo ve. Y el verdugo lo hace funcionar dando vueltas a una gran rueda, porque si la rueda fuese pequeña el suplicio no se terminaría nunca. Pero ¿por qué estoy hablando de dar vueltas en plural? En realidad basta con menos de una, mi distinguido amigo, o a veces basta con un simple cuarto de vuelta, según el arte del verdugo. Lo que pasa es que hay verdugos que no tienen arte.
Fingí asombrarme.
Yo había visto demasiados verdugos sin arte.
—No me diga —musité.
—Sí lo digo: no tienen arte. Porque la argolla aprieta el cuello del condenado contra el poste que tiene detrás. ¿Y qué pasa? Pues que lo ahoga. Valiente manera de morir. ¿Para eso se tuvo que inventar algo que fuera mejor que la horca? No, amigo mío. Por ello he ideado una pieza posterior que va unida al aparato y que debe encajar bien en la nuca del reo, de forma que la argolla empuja el cuello no contra el poste, sino contra la pieza, que en un santiamén se encarga de romper las vértebras. El dolor que se siente debe de ser cuestión de décimas de segundo, digo yo. Pero algo de vida queda, algo de vida queda.
Me estremecí.
Oí.
—¿Cómo lo sabe?…
—Porque el corazón sigue latiendo un rato. Me lo han dicho los médicos, que son los que tienen que certificar la muerte. Y también me han hablado de verdugos sin amor al oficio que han tardado casi media hora en matar a un hombre. Hace falta ser un hijo de la gran puta.
Hablábamos en voz baja, sin llamar la atención de nadie, viendo a través de los cristales empañados la vida que pasaba por las callejas, la vida que eternamente se iba. Aunque yo no sabía qué es eso de irse la vida. Yo sólo sabía lo que es el irse de los hombres y mujeres que había conocido. Los soldados volvían al cuartel de Atarazanas arrastrando los pies, los trileros se dirigían al mercado de la pulga, las parejas proletarias llegaban abrazadas hasta el puerto, jurándose una felicidad de ocho duros al mes. También había maricas desesperados que a esa hora se dirigían a un par de locales de la calle de San Pablo, esperando que alguien descubriese que tenían corazón de mujer solitaria. Aquella parte de Barcelona era un grito, una canción, una lágrima, era la gran mentira donde yacen las verdades de la calle. Yo sabía ahora que siempre amaría la calle, que necesitaba su oropel de trapo, su virtud vendida cada noche y su carcajada de difuntos.
Me sorprendía que durante un tiempo yo sólo hubiese frecuentado el Ensanche que crecía, sin necesidad de más, convirtiéndome en el redactor de un diario respetable y en defensor de los intereses de la parte alta de la ciudad. Quizá fue la necesidad de volver a las viejas calles lo que me había impulsado, más que el espíritu de defensa.
Comprendí que, puesto que necesitaba un trabajo, el que me estaba ofreciendo Nicomedes Méndez significaba la entrada en un mundo fascinante, aunque fuese un mundo de sombras.
—¿Seguro que me necesita? —pregunté—. ¿Seguro que habrá ejecución?
—Pues claro que sí. Ya hace tiempo que a Mompart lo condenaron en la calle de San Honorato, en la Audiencia, y es seguro que el rey rechazará el último recurso.
—¿Dónde estará instalado el patíbulo?
—Junto al Patio de los Cordeleros, naturalmente. Es un sitio céntrico, bien custodiado y con excelentes condiciones sanitarias. No siempre esta ciudad ha dispuesto de sitios así, tan bien preparados para un trabajo decente. Antiguamente muchas ejecuciones tenían lugar en… en…
—En la Plaza del Rey —le interrumpí—. La cárcel ocupaba parte del antiguo palacio.
Nicomedes Méndez me miró con suspicacia.
—Eso no lo sabe cualquiera —murmuró—. Nadie lee. Y los recuerdos de la gente no llegan a tanto.
—Me… me lo contaron.
—Ha llegado a ejecutarse gente en el Llano de la Boquería.
Mis ojos se nublaron un momento.
Musité:
—También me lo han contado.
—La ley tiene que ser inflexible —murmuró el verdugo con auténtico orgullo profesional—. Igualmente se había ejecutado en la Cruz Cubierta, aunque eso lo sabe aún menos gente. Yo sé el nombre del último que fue ejecutado allí.
—Yo también. Se llamaba José Escola —dije velozmente.
—Coño… ¿Y sabes qué apodo tenía?
—El «Sang i Fetge».
La admiración de Nicomedes Méndez se le leía en la cara.
Seguro que nunca se había encontrado con un tipo como yo. Casi extasiado, me pasó la mano por la espalda.
—Tú vas a ser el mejor ayudante que podía soñar —dijo—, y yo soy el único hombre que puede llevarte en línea recta hasta el nido de ratas de la cárcel. Quiero que esta misma noche conozcas al condenado a muerte.
Y añadió:
—Yo sé que antes de la ejecución el reo es visitado por un médico. Me han contado que el último que vio al verdugo le tendió la mano y le saludó diciendo:
—¿Qué tal, colega?…
Fue así, de la mano de Nicomedes Méndez, como penetré de soslayo en los entresijos de la muerte. Lo primero que noté es que, ante la inminencia de una ejecución, la gente tenía unos deseos enormes de conocer al verdugo de Barcelona. ¿Qué cara tendría? ¿Su aspecto seguiría siendo el de un ser humano? Pero nadie conocía de verdad a Nicomedes Méndez, excepto el funcionario del Tesoro Público que le pagaba su sueldo. Esa curiosidad popular fue la razón de que un periódico,
El Noticiero Universal
, deseando satisfacer a sus lectores, publicara un dibujo con su cara. Pero el dibujante se equivocó. Fue un error impagable que ha quedado para siempre en los recuerdos de la prensa. En lugar de la cara del verdugo hizo aparecer… ¡la del famoso novelista Narcís Oller!… que además acababa de ganar los Juegos Florales de la ciudad. Las maldiciones de Oller y sus invocaciones al Dios Todopoderoso, señor de los Ejércitos, llenaron durante semanas los cafés, las mesas familiares, las casas de préstamos y los bancos de una ciudad tan ilustre como Barcelona.