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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

La ciudad sin tiempo (24 page)

Todo esto lo leí yo en un libro que José María Carandell y Leopoldo Pomés habían escrito sobre el viejo café. Y lo leía precisamente en una de sus mesas, mientras la sala se iba llenando de hambrientos comensales que conocían la fama del restaurante. Abundaban los comensales de guía turística, en especial los japoneses.

Clos, uno de los viejos camareros, me preguntó:

—¿Necesita algo más, señor Ponte?

Ahora me llamo Ponte.

Tengo la misma cara de treinta años, la misma estatura y el mismo peso, la misma mirada huidiza que procura no mirar con fijeza a ninguna parte. Poseo el documento de identidad de un muerto al que yo mismo sepulté entre la argamasa aún fresca de un edificio que estaba siendo construido. Era el de un confidente de la policía que estaba investigando mi identidad y que me ponía en peligro. Pienso mucho en las muertes que he ido causando, pero en ésta no. El tal Ponte no merecía vivir, y además actué en defensa propia.

La policía cree que al confidente lo asesinó alguien y que nunca aparecerá. Bueno, pues es cierto: lo asesinó alguien y nunca aparecerá. Como no tengo tarjeta de crédito (yo, todo un interventor de banca, no la tengo) ni he pedido pasaporte ni hago diligencias en centros oficiales, mi documento de identidad es difícilmente controlable. Sé que no lo podré renovar jamás, porque entonces aparecería una extraña historia, pero para entonces ya me habré buscado otra identidad basándome en la gran cantidad de desaparecidos que se dan cada año en Barcelona. Eso de los desaparecidos es un manantial que no se me acaba nunca.

—Aquí tiene la cuenta, señor Ponte.

Pago y doy una generosa propina, porque ahora no me falta dinero. Como apoderado, controlo las operaciones de Bolsa de mi banco y no tengo más que cruzar la calle para llegar a mi lugar de trabajo, que es el palacio clásico que hay delante del café. Ese edificio clásico da la sorpresa de albergar en su interior una magnífica construcción gótica, y hace años se descubrió una maravillosa sala superior cuya existencia nadie conocía. Muchos viejos edificios de Barcelona son como tumbas donde todavía no se sabe lo que hay.

Miro el Pía de Palau, el lugar donde antes estaba el palacio del conde de España. Y trato de mirar más al fondo, al parque de la Ciudadela, donde siempre funcionaba la horca. La historia de Barcelona está construida por unas docenas de muertos de los que se habla y por miles de muertos de los que no habla nadie.

Sólo yo los recuerdo.

Los liberales.

Los rebeldes que tuvieron tiempo de lanzar un último grito de esperanza.

La niña.

El respetable señor Ponte, al que nadie puede relacionar con un confidente del Barrio Chino, cruza la calle y se introduce en la Bolsa. La foto del documento de identidad es lo único falso, pero la edad suscita admiración en todos los que la leen. En el documento figura que he cumplido cincuenta y cinco años, y todo el mundo se maravilla al ver mi rostro que no cambia.

Digo que uso cremas para la piel.

Me preguntan cuáles son.

Respondo siempre que es un secreto que me llevaré a la tumba. «Lástima. Si las comercializara, se haría fabulosamente rico.»

—No sirvo para los negocios.

No sirvo para los negocios y, sin embargo, soy apoderado de un banco.

Pero mi caso tampoco es tan raro. La mayoría de los hombres y las mujeres que sobreviven en la ciudad trabajan en algo que no les gusta.

No siempre fue así.

Cuando aquella noche de 1820 dejé de ser uno de los secretarios del conde de España, busqué refugio en un centro liberal, y por supuesto clandestino, que era en realidad una logia masónica. Sus miembros creyeron en mí porque les facilité los planos de unas entradas en la Ciudadela que les permitieron dar un golpe de efecto y liberar a media docena de condenados a muerte. Yo mismo, para acabar de convencerles, participé en la operación nocturna.

No se pudo salvar a uno de los condenados, llamado Serra. Lo ahorcaron a la mañana siguiente, dejando una joven viuda.

Yo llevaba una existencia sin mujeres.

Pero fue aquella mujer, Claudia, la viuda que no sabía llorar, la que marcó mi vida.

Aquel grupo de conspiradores liberales tenía una tapadera: una escuela para analfabetos en la calle de Aviñón, en la cual yo me ofrecí a dar clases. Para que no me reconocieran, me teñí el pelo y usé una barba postiza. También me puse unas gafas falsas, pero tras ellas subsistió algo que no cambiaría nunca: mi mirada de vida eterna.

Por supuesto, todos los que acudían a aquella escuela de analfabetos sabían leer y escribir: las clases eran una excusa para propagar la idea revolucionaria. Los constitucionalistas, los avanzados, los librepensadores y hasta algún hereje se extasiaban ante mis clases. Yo era el único hombre que parecía saberlo todo.

Veían que no tenía que consultar ningún libro. Que conocía la historia de los edificios más importantes de la ciudad como si yo mismo los hubiese construido. Que para mí no tenían secretos las anécdotas de los antepasados famosos. Era el mejor maestro que habían tenido, y eso aumentó mi fama.

La aumentó demasiado.

Los sicarios de Fernando VII se infiltraban en los círculos clandestinos, y así no era de extrañar que alguien se diera cuenta de que mi cara no cambiaba nunca, a pesar de los disfraces. Cada día me estaba jugando la vida.

Fue Claudia la que me lo dijo. Claudia, la viuda de Serra, el hombre ahorcado al que no habíamos podido salvar, vino a verme a mi pequeño refugio, que estaba en la calle de Escudellers. La calle, contigua al puerto de la ciudad, había contenido hermosos palacios de la nobleza, y aún quedaban restos de su pasado. Todavía no era una calle cercana al mundo del hampa, como sería mucho más tarde.

Yo disponía de una habitación en una especie de fonda que me habían recomendado los propios masones y que tenía un nombre muy peligroso: «La Hermandad». La pagaba con las traducciones del latín que me encargaban para textos universitarios.

Claudia era joven y tenía las facciones blancas y finas de las mujeres que siempre han vivido en la ciudad. No obstante, era una revolucionaria, más incluso que su marido, el ahorcado: no sólo bordaba banderas, como Mariana de Pineda, sino que las empuñaba. Estuvo en un asalto a la Ciudadela en la que murieron veinte hombres y ella era la única mujer. Perseguida por las calles, fue amparada sin embargo por un cura ultramontano, que en pago la quiso violar. El marido de Claudia, ya la primera noche, mató al ultramontano.

Ahora vivía más allá de la muralla de San Antonio, en una calle que no tenía todavía nombre y donde más tarde estaría el famoso mercado del Ninot. Cuando vino a verme me lo dijo claramente:

—Los de la Logia empezáis a ser conocidos, y en cualquier momento vendrán los esbirros del rey y os detendrán a todos. Y si no te detienen allí, lo harán en esta fonda cuyo nombre es como un anuncio. Tienes que venir a vivir a un sitio más seguro, y yo lo he encontrado. Lo estuve buscando desde que ahorcaron a mi marido.

Sencillamente, me estaba invitando a vivir con ella. Era la primera mujer que se interesaba por mí y la primera, pienso, que me veía como un hombre. Naturalmente, le dije que no.

De ningún modo podía hacer aquello. Ella descubriría enseguida que yo no era un hombre.

Pero al final no me quedó más remedio que acceder. Un infiltrado de la policía denunció a la Logia y vinieron a detenernos. Yo escapé porque conocía un antiguo pasadizo medieval que había en la calle, aunque necesitaba como fuera cambiar de domicilio.

Y allí estaba Claudia.

Generosa. Valiente. Partidaria de la libertad para toda la nación y de la libertad para todas las mujeres. No pensó jamás en el peligro que ella también corría, ni pensó tampoco que en la pequeña vivienda sólo había una cama.

No sé si en aquel momento existían en Barcelona más mujeres como Claudia. Quizá era única. Consideraba al hombre un compañero junto al que se podía morir, pero que no era el dueño de su destino. Llevábamos apenas una semana viviendo juntos (yo dormía en el suelo sin ningún problema) cuando se dio cuenta de que yo apenas comía, de que salía casi todas las noches, no se sabía adonde, y de que cierta vez regresé con unas pequeñas manchitas de sangre en la ropa. Le dije que había matado a un sicario de la policía real, lo cual era cierto, pero lo que no pudo imaginar fue la manera en que lo maté.

No debí haberle dicho nunca la verdad. Claudia me consideró un héroe y se enamoró de mí. Era un compañero vivo, y su marido no era ya más que un compañero muerto. Claudia empuñaba las armas porque creía en el futuro, y en este caso el único futuro era yo.

Recuerdo la modesta casa rodeada de vacío, o sea, rodeada de huertas, de perros aulladores y de gatos que se refugiaban entre las piernas de Claudia. Ella trabajaba a veces como labriega y otras iba a la ciudad, a ayudar a las sirvientas de las casas nobles, pero aun así era una mujer distinguida. Tenía clase. Cualquier hombre se habría sentido atraído por ella.

De hecho, había gente rica que la rondaba. Le ofrecían dinero. Claudia era la antecesora de las muchachas que durante siglos vinieron a Barcelona a ganarse el pan y se lo tuvieron que ganar no sólo para ellas, sino para su hijo, al ser expulsadas por inmorales de las casas de señoras que no habían trabajado nunca. Pero Claudia no cedía. Cedió conmigo porque me consideraba un valiente. Menudo valiente, yo, que siempre atacaba a traición y no era más que un cobarde. Una noche me ofreció sus labios, su aliento y su cama. Entre el silencio de unos campos donde sólo los perros seguían aullando, viendo a lo lejos las fogatas de las murallas de Barcelona, Claudia descubrió que yo tenía sexo, pero que no sentía la llamada del sexo. Y yo me hundí por primera vez en la vergüenza de mí mismo.

Porque incluso un hombre que no siente el sexo se avergüenza de no servir para nada ante una mujer. Millones de hombres me habían precedido antes en ese camino, aunque yo no lo sabía. Y como millones de hombres, ya que era inútil, decidí al menos ser sabio.

No sólo había nacido en un prostíbulo, sino que conocía todos los prostíbulos de la ciudad, porque no había en ella nada que yo no conociera. Durante mis estancias en las iglesias había oído susurros de confesiones de mujeres y sabía lo que a éstas las tentaba, de modo que seguí queriendo ser sabio.

Hice lo que había visto hacer a lo largo de los siglos, aunque no lo compartiera. Me serví de todas las combinaciones en las que el pene no existe, y adiviné todos los secretos que las mujeres nunca revelan y que siguen siendo secretos porque no los practican con nadie.

No sirvió. Claudia no quería un señorito burgués —yo lo parecía— sino un compañero íntegro, capaz de darle hijos y de luchar junto a ella. Noté que en lugar de tener un orgasmo en su vientre tenía lágrimas en los ojos.

No era como las otras.

Las otras sólo querían tener una seguridad, un futuro entre sus propias paredes, unos hijos bien criados y una serie de prohibiciones en la cama.

Y porque Claudia no era como las otras le conté la verdad, hice lo que no había hecho con ninguna otra mujer del mundo. Pensé que por una vez podía ser sincero y entregarme a una mujer que se me entregaba.

Pero no me creyó. Claudia no creía en los hombres inmortales sino en los que tenían el orgullo de morir. Y a la noche siguiente, cuando yo estaba fuera como siempre, la policía realista rodeó la casa. La querían atrapar viva; Claudia, que era la enlace de los revolucionarios, conocía tantos nombres que se los sacarían aun abriéndole las entrañas.

Por eso ella no quiso que la cogieran viva.

Se ahorcó.

Lo único que encontraron los sicarios fue un mensaje póstumo que no supieron que iba dirigido a mí. El mensaje decía sencillamente: «De todos modos, tienes que creer en algo».

Claudia murió para ser enterrada en la fosa común, como su marido, pero no imaginó ni por un momento que tendría un entierro lujoso: lo pagó un prestamista en cuya casa ella había trabajado y que cien veces había intentado comprarla. Una gran corona de flores tenía una cinta cuyo contenido le pareció inexplicable a todo el mundo. Decía: «Al fin aceptas mi dinero».

Muchos hombres sólo tienen ese único orgullo.

El prestamista hizo todo lo posible para que de aquel gasto no se enterara su mujer.

Su mujer se enteró.

Yo, que había buscado refugio en el despacho de un abogado de la calle de San Pablo —cerca de la iglesia y de su viejo cementerio, donde ya había cambiado todo—, recibí el encargo de ver a la esposa para hacer una partición de bienes. Y la tranquilicé tanto al respecto que decidió seguir con su marido, porque «al fin y al cabo —dijo— me conviene más». Esa frase burguesa era toda una declaración de principios que yo no comenté con nadie.

El prestamista, agradecido, pagó al abogado una buena minuta, y además quiso conocerme para incorporarme a sus negocios. La solución pactada también era ideal para su buena imagen. Al ampliar sus negocios y transformarlos en un verdadero banco, el antiguo prestamista reconvertido en banquero me tomó definitivamente a su servicio.

Y allí nació otra vez el señor Ponte.

Curiosamente en Barcelona, considerado el mayor centro económico de España, no hay bancos genuinamente catalanes: todos son entidades con sede fuera de Cataluña, como por ejemplo el Santander Central Hispano, el Bilbao-Vizcaya y el Español de Crédito. Y sin embargo, yo sé que en Barcelona se creó el primer gran banco español, cuando sólo existía el Banco de San Fernando, que luego fue el Banco de España. Su propietario más famoso fue Manuel Girona, un multimillonario que llegó a financiar de su bolsillo la nueva fachada de la catedral. El Banco nació en 1842, y la que fue su sede aún puede verse en las Ramblas: es el último edificio de éstas, bajando hacia el mar. Supongo que está llamado a ser un edificio serio hasta que se hunda, pues antes contuvo una fundición de cañones y luego algo peor: los juzgados militares.

El Banco de Barcelona, así llamado, tuvo incluso el privilegio de la emisión de billetes de curso legal, lo que le colocaba en una situación privilegiada casi única. Pero sufrió dos crisis: una en 1848 (hambre en Europa, revoluciones y retirada masiva de fondos) y otra en 1866 (crisis de los títulos de crédito, que llegaban a confundirse con los billetes de curso legal), aunque las superó bien. Cayó sin embargo en 1920, cuando el nuevo orden europeo al final de la Gran Guerra acabó con los privilegios comerciales que España había obtenido por su neutralidad. Fin.

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