La ciudad sin tiempo (20 page)

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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

Bueno, pues no lo eran.

Barcelona vive de mitos.

Lo que ocurre es que no se ha dado cuenta.

El notario dejó de trabajar en septiembre de 1714. Yo dejé de trabajar. Los menestrales de los gremios dejaron las herramientas y tomaron las armas. Los que tenían brazos se plantaron en las murallas. Los físicos subieron a éstas para atender a los heridos. Las mujeres se olvidaron de que tenían hijos para recordar que tenían una bandera.

Y todo por un rey lejano del que ni siquiera sabían bien dónde había nacido.

Todo por una palabra.

Las campanas tocaron a rebato.

Las campanas no entienden de sensateces. Son siempre la última voz que dejan los muertos, pero entonces fueron la última voz de los que iban a morir.

Yo me preguntaba por qué. Ella me lo dijo.

Eva procedía de la Cataluña interior, que ya estaba sometida por las tropas borbónicas llegadas de toda Europa. Un doble círculo de cañones, torres de asalto, coraceros, montados, mercenarios a pie y minadores convertidos en topos rodeaba la ciudad sin esperanza, pero las campanas seguían siendo la última voz de los que iban a morir.

Yo no tengo sexo. Yo no tenía sexo. Las mujeres, al mirarme, sabían que no iban a perpetuar la especie, y por eso no entiendo lo que Eva vio en mí. Quizá, como el perro encadenado, adivinó en mí la verdad elemental del mundo. Además, ella no necesitaba perpetuar la especie, porque ya llevaba la especie dentro. Estaba embarazada de nueve meses.

Al igual que la niña que anhelaba morir, su señor la había poseído cuando acababa de cumplir quince años, dejando bien sentado que son los señores, y no los siervos, los que dominan las fuerzas de la Tierra. Eso sí, no había sido usada tantas veces como la niña que anhelaba morir, y además el señor le había prometido mantener al hijo con dos condiciones: que no pidiera nunca ser reconocido y que, como todos sus antepasados, permaneciera atado a la propiedad y fuera para siempre un pedazo más del campo.

Eva me hizo dar cuenta de que la ciudad luchaba por una promesa, pero ella lucharía por una parte de su ser.

La historia de Barcelona está llena de mujeres que lucharon por una parte de su ser. Pero de ellas no se habla nunca.

Y ella intuía que lo que llevaba en sus entrañas era una niña. El instinto de las mujeres nunca las engaña. Eva sabía que su hija nacería pegada a la tierra, que se haría mayor, vería nacer sus pechos y crecer sus caderas. Y que el amo también la vería crecer y querría hacer suyas esas caderas. Y esos pechos.

Y al fin otra cama.

Y otro señor que mediría con ella su virilidad. No, Eva no quería eso.

Me lo dijo:

—Quiero que mi hija nazca libre.

Desde los tiempos que guardaba mi memoria, Barcelona siempre había sido identificada con la libertad. Los siervos que lograban afincarse en ella pasaban a ser libres. Los que tenían una hoz luchaban para no ser esclavos. Los que iban a morir imaginaban que los fueros los hacían distintos de los otros y les daban un futuro.

Soy demasiado viejo.

Oí ese deseo ancestral en una canción revolucionaria, durante la guerra civil:

«Si yo muero, mis hijos vivirán.»

Eva decidió que su hija viviría.

La conocí en las murallas, cuando a pesar de su gravidez empuñaba una alabarda. Yo estaba a su lado porque quería vivir aquel momento de locura y sabía que sólo las locuras hacen la Historia. Cuando vi que las granadas destrozaban la muralla la llevé a una de las torres de la catedral, que me parecía un lugar más seguro.

La vieja «Tomasa» tocaba a rebato.

Los que morían por un rey lejano no sabían que estaban muriendo sólo por su honor.

Eva sabía algo más.

Eva sabía que moriría, pero no por su vientre, sino por el vientre de su hija.

Sabía más que yo.

Cuando la acogí en mis brazos no pensé en ella, sino en mi madre. Mi madre no había podido nacer libre. Y cuando las murallas ya cedían hechas pedazos, cuando las tropas borbónicas ya entraban a sangre y fuego en la ciudad, Eva me dijo llorando que quería hacer una última cosa en su vida: lograr que su hija naciera en una tierra libre. Le dije que Barcelona ya no lo era, que sólo le quedaban unos cuantos brazos y apenas media legua de libertad, si es que la libertad existía. Pero eso fue lo que forzó a Eva y a su maravillosa juventud, que sólo oye una voz y un latido: casi oculta bajo la campana, se subió la falda y se acuclilló como las bestias del campo, como las primeras mujeres. Noté sus senos hinchados, oí su estertor y el crujido de sus dientes. Balbució mirándome:

—La ciudad la acogerá.

Mientras las balas silbaban a nuestro alrededor, e incluso rebotaban en la campana, intenté ayudarla porque sabía; en los hospitales, mientras la sangre manchaba las paredes, había visto trabajar a los físicos.

Y entonces aquel joven intentó ayudarla también. Soltó su bandera al darse cuenta, quizá, de que el vientre de una mujer contiene más verdades que todas las banderas del mundo. Se acercó a Eva, la tendió en el suelo y le abrió las piernas, entre las que ya coronaba una cabeza. La sangre lo salpicó todo. Ella ni siquiera gritó porque era consciente de que no estaba pariendo una hija, sino una esperanza.

—Soy ayudante en el hospital —dijo aquel joven—. Algo sé de esto.

Yo sabía bastante más, pero noté que hacía las cosas bien, de modo que me limité a ayudarlo. Mientras veía apretar los dientes a Eva pensé que ni ella ni la niña tenían apenas posibilidades de vivir, no ya por las balas, sino por la suciedad. Lo lógico era que al cabo de unos días murieran las dos a causa de las fiebres.

El joven casi gritó:

—Ya ha nacido. Es una niña.

Y noté humedad en sus ojos.

Seguro que era de los que piensan que la vida siempre vencerá a la muerte.

Pero el asalto estaba ya en la fase final. Los barceloneses morían tras las últimas piedras de la muralla. Desde la altura, vi a uno de los representantes de la ciudad, Casanova, que caía abrazado a la bandera. Los extranjeros avanzaban triunfales a redoble de tambor mientras los últimos defensores intentaban detenerlos, no ya con sus armas, sino con sus gritos. Tomé a la niña ensangrentada y la dejé bajo la campana, junto a su madre, que había perdido el conocimiento.

Fue entonces cuando la bala me rozó el cuello; pudo haberme penetrado de lleno, pero sólo me acarició. Mi sangre salpicó la «Tomasa» y dejó impregnados sus bordes. Como suele ocurrir en esos casos, no sentí el menor dolor y casi no me di ni cuenta.

Me di cuenta, en cambio, de que aquélla era la última embestida y de que las tropas borbónicas ya estaban allí. Barcelona entera estaba muriendo, pero no sería la primera vez. Y de repente apareció El Otro, moviéndose entre las ruinas. Iba vestido de negro, como siempre, impecable, severo… No llevaba armas y parecía estar allí sólo para contar los muertos.

Qué gran alegría para él, pensé.

Los muertos no pecan.

El ataque final estaba llegando a los últimos rincones de Barcelona. Todo a mi alrededor se derrumbaba y los gritos de triunfo de los vencedores ahogaban los alaridos de los moribundos. Desde abajo, varios soldados me apuntaban, y entonces fui consciente de que podía morir.

Mi cabeza, fue durante segundos un torbellino. Necesitaba vivir. Y allí tenía un auténtico festín de sangre.

Y triunfó el Mal.

Triunfó mi cobardía.

Puse delante de mí al joven, que ya se había puesto en pie y recobrado la bandera. Las dos balas que iban a mi pecho fueron al suyo. Le vi caer y yo me seguí protegiendo con su cuerpo, cayendo al mismo tiempo que él.

Me salvé.

Los gritos iban cesando.

Los asaltantes remataban a la bayoneta a los heridos.

Pero la bandera seguía en pie.

Me deslicé entre los tejados de la catedral pisando los últimos cadáveres, y entonces cayó la bandera.

Lo que viví en esos días me enseñó que la gente sencilla, el pueblo, acaba siempre cumpliendo su destino, que es trabajar para sus hijos y morir para sus amos. Queda el honor, pero el honor no alcanza a los desconocidos del Fossar de les Moreres, ya que se lo reservan los que no están enterrados allí. Ningún hombre o mujer que aspire a la eternidad querrá ser pueblo.

Y me di cuenta de algo que ya sabía: Barcelona sigue viviendo de mitos.

Cada once de septiembre se organiza un homenaje patrio a Rafael de Casanova, que cayó junto a la bandera pero que no murió: se retiró a sus propiedades e incluso aceptó una pensión del vencedor, muriendo de viejo como un hombre razonable. Y se olvida al general Moragas, que fue decapitado por los vencedores y cuya cabeza fue exhibida en una jaula.

Uno debería inclinar la cabeza ante el pueblo sin nombre.

Pero sólo la inclina ante los que dejan de ser pueblo. Bueno, aunque nadie tiene que hacerme caso. Yo no soy más que un proscrito.

Barcelona lo perdió todo, menos el deseo de seguir trabajando. Al día siguiente de la destrucción, la gente estaba en sus puestos y volvía a ser un pueblo dispuesto de nuevo a escribir la Historia. Felipe V —que no lo hizo tan mal, porque al menos introdujo ciertas normas civilizadas de los franceses— dictó el Decreto de Nueva Planta, que anulaba prácticamente todas las libertades catalanas, y destruyó el antiguo barrio de la Ribera, el de Santa María del Mar, para crear la Ciudadela. Entre ésta y los cañones de Montjuïc se tenía que dominar por entero la ciudad levantisca; así no habría hijo de madre que se atreviera a alzar la voz. Barcelona posiblemente sea la única ciudad del mundo que ha visto alinear sus calles para facilitar las cargas de la caballería.

En efecto, desde la Ciudadela, donde estaban las tropas, la calle Princesa lleva en línea recta a los ciudadanos (y a los jinetes armados) hasta los centros de poder que son el Ayuntamiento y la Generalitat, fácilmente dominables; desde allí, la calle Fernando sigue llevando en línea recta a las Ramblas, siempre agitadas, y también en línea recta, por la vieja calle Conde del Asalto, al Paralelo, última frontera del Raval, y a sus obreros hambrientos. Cualquier tropa que descienda desde Montjuïc enlazará con la que ha cabalgado desde la Ribera y convencerá al pueblo de que lo mejor es seguir siendo pueblo.

Encima el pueblo no suele saber lo que quiere. Y mi larga experiencia de malvado me dice que el pueblo siempre manda mal al pueblo.

Los desalojados del barrio de la Ribera fueron trasladados a una nueva Barcelona en minúscula que se llamó «la Barceloneta». El nuevo barrio fue diseñado, no sin falta de talento, por un ingeniero militar llamado Ceemeño, y allí los nuevos vecinos hicieron tres cosas: descubrir el mar, llenar los pisos de críos y soñar con la revolución pendiente, hasta que los fusilamientos en las playas les convencieron de que es mejor no soñar. Con los años, vi convertirse la Barceloneta en un barrio de restaurantes, cervecerías, refugios para calamares y plazas para yates, o sea, lo vi convertirse en un barrio del todo razonable.

Los que vagamos entre las sombras no olvidamos nada, pero los vecinos de las ciudades olvidan su propia historia. Cuando el Borne, el gran mercado central, quedó en desuso porque ya existía otro mercado mayor, se pensó hacer allí un centro cultural o una gran biblioteca, para lo cual hacía falta excavar en los cimientos que durante siglos habían soportado el paso de los faquines, los gritos de los vendedores y el peso de las carretas. El gran vientre de Barcelona estaba vacío y se pensó en llenarlo con pedazos de memoria. Pero al profundizar en la tierra aparecieron los restos de casas, calles, zanjas y conducciones de agua, es decir, una verdadera ciudad ignorada, una especie de ciudad egipcia. Nadie sabía bien lo que era aquello, hasta que por deducción lógica se llegó a la conclusión de que eran los restos del barrio de la Ribera, destruido por Felipe V y desde donde los barceloneses habían resistido la última carga. O sea, era un barrio de héroes que durante siglos había estado sepultado bajo toneladas de verduras y frutas que ni siquiera eran del país. Las autoridades se pusieron en posición de firmes ante aquel honor, derramaron lágrimas municipales y, por supuesto, llamaron a los fotógrafos. Se puso especial cuidado en localizar los posibles cadáveres para honrarlos debidamente.

Aparecieron algunos huesos, pero sólo dos esqueletos humanos que parecían recuperables. Uno pertenecía a un hombre joven que empuñaba los restos de una hoz y daba la mano a una mujer.
La Vanguardia
quiso hacer un gran reportaje sobre la posible relación sentimental entre los dos muertos, aunque de nada sirvió. Al tratar de separarlos, se convirtieron en polvo.

25
El hombre que no fue enterrado nunca

Polvo, polvo, polvo… Desde las ventanas de su despacho, que dominaban la ciudad vieja, Marcos Solana veía crecer sin cesar la ciudad nueva, que ya desbordaba todos los límites y que además destruía los edificios antiguos de diez familias para hacer bloques de cincuenta, donde nadie recordaba la historia ni del terreno en que vivía. Por todas partes se veían grúas y nubes de polvo que indicaban la muerte de un edificio y anunciaban el parto de un nuevo hijo del cemento. Barcelona estaba llena de pozos de petróleo donde los constructores hacían más negocios que los que se hicieron en la antigua Texas.

Mejor, se decía a veces.

En las viejas calles no se podía vivir.

Pensaba a veces en el callejón Malla, ya desaparecido, donde antiguas fotografías le mostraban niños que jamás habían visto el sol.

Y todo era muy rápido, demasiado rápido. Él había leído que la Diagonal no llegó a la carretera de Sarria hasta 1900, y que el resto eran campos y casas aisladas donde la gente no se atrevía a vivir. Ahora la Diagonal no tenía fin, porque era en realidad una autopista que llevaba a los barceloneses a la huida, aunque también soportaba a más de un millón de los que entraban y salían para su trabajo. Porque una de las maravillas de Barcelona era que los barceloneses ya no podían permitirse el lujo de vivir en ella.

Solana dio una vuelta por su despacho y desfiló ante sus ventanas, una a una. Se sentía protegido por la ciudad vieja. Y al mismo tiempo se sentía más seguro porque pisaba su propia historia.

En aquel momento entró Marta Vives. El abogado susurró:

—Perdona, pero se te ve cansada.

—No lo estoy. Es simplemente que ahora duermo mal por las noches.

—Si quieres, puedes tomarte un fin de semana largo, para cambiar de ambiente. Físicamente quizá te canses más, pero los problemas se te irán del coco.

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