La ciudad sin tiempo (15 page)

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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

Del mismo modo en que contribuimos a formar una ciudad, contribuimos a formar una conciencia.

Me pregunté si esa conciencia me había sido obligatoriamente dada.

Llegué a la conclusión de que no. De que yo mismo podía contribuir a fabricarla. Y de que quizá el Diablo, al fin y al cabo otro perseguido, era más tolerante conmigo de lo que podía serlo Dios.

Pero eso no podía decirlo en confesión.

—En realidad no confiesa nada —dijo el escribano—. Nos hace perder el tiempo.

Era la señal para que me forzasen a hablar, y yo sabía muy bien lo que eso significaba.

Bastó una orden seca para que me atasen desnudo sobre la cama de hierro.

19
Las joyas son el tiempo

De todos era sabido que Marta Vives utilizaba Internet en el bufete, pero no era amiga de hacerlo para sus investigaciones privadas. En la red hallaba una gran cantidad de información, pero no era lo bastante antigua, era una información que jamás podía igualar a la que ella encontraba en los viejos archivos, donde era una autoridad que quizá con los años llegaría a ser reconocida.

O tal vez lo era ya.

Sólo así se explicaba que por Internet hubiese entrado en contacto con aquel joyero que temía haber visto al diablo.

Marta Vives acudió a la cita.

Por unas horas decidió olvidar a aquella antepasada suya que fue asesinada, y cuya cruz de bronce había sido robada de la tumba en el viejo cementerio de Sant Pau del Camp, un cementerio del que ya no se tenía memoria.

Una mujer asesinada de la que le parecía saber que había tenido una hija…

El joyero no era tal joyero. Mejor podría decirse que lo había sido. Tuvo un establecimiento en la calle Fernando, cerca de las Ramblas, lugar de dinero antiguo, damas encorsetadas y pisos nobles que tenían estucos en el techo.

Ahora los estucados permanecían, pero el lugar ya no era noble, el dinero antiguo se había ido al Paseo de Gracia y las damas encorsetadas habían sido sustituidas por audaces nenas que enseñaban el ombligo. Marta Vives, mujer quizá anticuada, se estaba dando cuenta de que el ombligo se había ido transformando en un llamamiento erótico de urgencia.

El joyero que ya no lo era se había convertido en un diseñador de éxito. De hecho, siempre lo fue. Creaba joyas exclusivas siguiendo el criterio modernista que el recuerdo de Gaudí había dejado establecido: insectos, libélulas, cadenas enroscadas sobre sí mismas, alas hechas de oro pero que parecían hechas de aire.

—Amiga mía, siéntese.

Marta Vives recordaba los diseños. Horas y horas en los archivos y las pinacotecas la habían familiarizado con los retratos de las damas que lucían joyas inmortales, hoy legadas a las nietas y guardadas en las cajas fuertes de los bancos. En cuanto vio al joyero, recordó a algunos de sus clientes: Roca, que parecía llevar siglos en el Paseo de Gracia; Doménech, que estuvo en las Galerías Condal, y últimamente Suárez, donde se concentraba el dinero nuevo. Los grandes joyeros necesitan un creador, y el hombre que Marta tenía delante lo era.

—Perdone que la molestara al coincidir los dos en aquel chat. En el fondo, creo que buscábamos lo mismo: usted, historias de mujeres antiguas que aún deben de tener un sitio en el tiempo; yo, diseños de los que las damas aún llevaban a principios del siglo veinte, para tener ideas nuevas. Enseguida me di cuenta de que usted es una auténtica autoridad.

—No en joyas —confesó Marta Vives—. Me gano la vida como pasante de abogado, pero mis verdaderas vocaciones son la historia y la arqueología. He dado clases en seminarios.

—Y ha sido asesora del Salón de Anticuarios. Fue allí donde oí su nombre.

Marta Vives sonrió. Quizá en su sonrisa no hubo orgullo, sino todo lo contrario: timidez y vergüenza.

—Me pagaban tan poco que de eso no habría podido vivir.

—¿Y como pasante de abogado sí?

—Al menos es algo fijo.

—Me parece usted muy joven para ser una investigadora reconocida.

—Dudo que sea reconocida. Pero llevo tantos años entre papeles antiguos que también dudo haber sido joven alguna vez.

El diseñador le enseñó sus últimas creaciones, o intentos de creación: docenas de dibujos, ensayos en metal, fotos antiguas sobre las que buscaba una variación, catálogos que parecían haber nacido siglos atrás en una gala del Liceo… Al acabar, se sentó ante una cartulina en blanco.

—Usted, señorita, sabe que me llamo Masdéu.

—Usted sabe que me llamo Marta Vives.

—Quiero hacerle una consulta, y si me lo pide le pagaré por el tiempo que ha empleado en mí. Sería lo justo. Pero antes pretendo que me diga si ha visto esto alguna vez.

Y con trazos de profesional le dibujó en la cartulina una cadenita muy fina, que en principio no parecía tener un gran valor en sí. En realidad era una cadena sencilla, muy delgada, que aun labrada en oro no sería expuesta en ningún escaparate de postín. Marta la miró con escepticismo.

—¿Por qué tenía que haberla visto?

—Usted es una experta. Había visto joyas en catálogos de todo el mundo.

—Aunque yo fuera una experta de verdad —susurró Marta—, esta cadena en concreto no me habría llamado jamás la atención. Es una cadenita sin nada extraordinario. Quizá tenga algo especial, pero yo no lo noto.

—Vea el dibujo. Se aprecia mejor con lupa, los eslabones parecen tener forma de seis.

Marta Vives contempló el dibujo con lupa. El dibujo era tan real que parecía como si pudiera tocarse la cadena. Y era verdad: la estructura parecía muy frágil, ya que los eslabones, en cierto modo, estaban abiertos: cada uno de ellos pendía del otro por la cola del seis.

—Pero aún así no se deshace con facilidad —dijo Masdéu—. Es un engarce casi perfecto.

—Supongo que eso es lo que da valor a la joya —opinó Marta—, porque la cantidad de material que requiere esa pieza es escasa.

—No.

—¿Me está diciendo que el diseño tiene poco valor?

—Al contrario, es algo muy poco usual, y hasta para un joyero con experiencia representa un desafío. Pero su auténtico valor radica en que es una pieza que yo no había visto jamás, y que conste que tengo experiencia. Por eso quería saber si la había visto usted alguna vez.

—No.

—Lo cual me hace creer aún más en la rareza de esta joya, lo que sin duda le otorga un valor. Pero no es eso. El auténtico valor de esta pieza única —que incluso no sé si existe realmente— está en su historia. Yo compré cierta vez una colección de antiquísimos grabados para buscar nuevas ideas: la pesadilla del creador es hallar algo que los otros no hayan encontrado todavía. Había dibujos de damas con joyas antiguas, y eso era lo que me interesaba. Pero de pronto, entre el montón de viejos papeles, encontré la descripción de un rito diabólico. Nada especial, porque esos ritos son de todas las épocas y de todos los países; no me extrañaría nada que en Barcelona aún se realizaran. Pero aquel rito diabólico, en el cual de momento no había víctimas, se veía interrumpido de pronto por una especie de antidiablo, un hombre vestido de negro del que, al parecer, nadie sabía nada, y que mataba con su daga a uno de los participantes. El grabado era antiguo, yo imagino que del siglo XVI, de tal modo que hasta la daga, muy bien dibujada, me pareció una pieza de diseño para nuestra época. El hombre que interrumpía la ceremonia no estaba, en cambio, muy bien dibujado. Se trataba de alguien sin edad definida, vestido con elegantes ropas negras. Pero en su cuello había algo que sí estaba muy bien dibujado: era esa cadena. Resultaba tan especial que casi me obsesionó: pensé inmediatamente en imitarla, y por eso guardaba los viejos grabados. Aunque he de confesarte que con un poco de miedo.

—¿Por qué?

—Los ritos diabólicos me parecen una práctica tan antigua y tan ligada a los misterios de la naturaleza humana que me causan inquietud. Pero en este caso hubo hasta miedo. Todo era tan perfecto, tan real, que incluso me molestaba tener los grabados en casa. Y un día alguien los robó. Y no sé cómo. Mi casa no ofrece una seguridad especial, pero por eso mismo se nota que no hay en ella objetos de valor. Por si fuera poco, sólo yo sé, en el desorden de mi estudio, dónde tengo guardadas las cosas. Un ladrón vulgar lo habría desordenado todo antes de hallarlas. Bueno, pues no había nada desordenado y sólo faltaba eso.

Marta Vives se mordió el labio inferior con tanta fuerza que casi brotó sangre.

Se acordaba de algo muy especial.

Alguien, sin desordenar tampoco nada, había robado el retrato de su madre.

Por un momento se le nubló la vista.

No sabía qué pensar.

El diseñador preguntó:

—En sus estudios, ¿ha visto muchos grabados relacionados con el diablo?

—Seguramente sí, pero sólo recuerdo uno de ellos en concreto. Es una pintura de Michael Pacher que se remonta a 1480, me parece. Su título es
San Agustín obliga al diablo a sostenerle el misal
. Siempre me pareció que, en este caso, el diablo no deja de ser un personaje muy correcto.

—Yo también recuerdo esa pintura, pero en ella no había ningún diseño de joyas. ¿Y retratos de damas con alhajas? ¿Los recuerda?

Marta Vives repasó el fondo de su memoria. Todo su cerebro era un inmenso archivo. Pero ¿quién le iba a dar de comer sólo por eso? A veces dudaba de que su cerebro valiese para algo. Muchos le habían dicho que valían más sus piernas.

—Recuerdo un Leonardo Da Vinci —murmuró—. Se llama
La dama del armiño
y es de 1494. En él hay una joven que luce un hermoso collar de dos vueltas: una está muy ceñida al cuello, la otra le cae entre los senos.

—Lo he imitado muchas veces —confesó Masdéu—. Es uno de los collares más elegantes que se puedan crear para una dama.

—¿Y qué me dice del colgante de la Virgen con Niño, del Maestro de la Verónica?

Masdéu la contempló con admiración.

—Era inevitable que usted y yo nos acabásemos encontrando —susurró—. Usted es una de las mujeres más estudiosas que he conocido, una de esas mujeres que están por encima del tiempo. ¿Y sabe por qué he dedicado mi vida a las joyas? Porque están también por encima del tiempo. Las buenas joyas duran siempre, son amadas siempre y además resumen la historia. Uno de sus hechizos es que nunca han tenido una sola dueña: las generaciones se unen en ellas.

—Podría citarle alguna otra obra que recuerdo —dijo Marta con una lejana sonrisa—. Por ejemplo, el collar de María de Borgoña, hija de Carlos I el Temerario. Es una de las joyas más complicadas y bellas que he visto.

—Lo mismo que yo. También la he imitado en mis diseños, pero nada puede parecerse al sublime original. Cualquier imitación carece de grandeza.

Marta Vives sonrió complacida. Se daba cuenta de que aquel hombre, mucho mayor que ella, podía haber sido perfectamente su maestro y orientarla en el camino de los viejos libros, pero ninguno de los dos podría haber desarrollado su vocación junto al otro. Masdéu era un diseñador, ella, la modesta pasante de un abogado que vivía entre gentes que no se aman. A veces, Marta empezaba a notar un rictus en los labios, y ese rictus era el de los años que no sirven de nada.

—Y, sin embargo, nunca ha visto la cadenita que acabo de mostrarle… —dijo Masdéu.

—Confieso que no.

—Yo sólo la he encontrado en el ritual de aquella ceremonia satánica, lo que me causó una cierta inquietud. Le confieso que hasta sentí una especie de miedo y al mismo tiempo una especie de estupor, porque el antidiablo, el que mataba con la daga, me inquietaba más que el diablo. Lo que de verdad me aturde, sin embargo, es que me hayan robado esos papeles viejísimos. ¿Quién puede necesitarlos? ¿De qué pueden servir? ¿Y quién ha podido encontrarlos como si supiera desde siempre dónde estaban?

Marta volvió a recordar con angustia el robo del retrato de su madre.

Sólo eso: angustia.

Pero sintió frío hasta el fondo de los huesos cuando Masdéu deslizó en voz baja:

—¿Sabe quién era el autor del grabado que me robaron? Se llamaba Vives, como usted. Fue su obra póstuma, porque lo asesinaron poco más tarde.

20
El señor de los muertos

El secretario de la Inquisición había decidido ya que no se iba a perder más tiempo conmigo. Hizo una seña al verdugo para que me atasen a la cama de púas. Noté el horror de los pinchos en mi espalda desnuda, pero todavía no se me clavaron porque yo podía evitarlo con la relajación de mi cuerpo. Todo sería distinto con la primera vuelta de la rueda, porque entonces me clavaría materialmente en ellas.

El secretario ordenó:

—Comience.

En aquel terrible momento me di cuenta de una serie de circunstancias. En primer lugar, la sala de piedra olía a sudor y a sangre, como si de pronto se hubiera exhalado sobre ella el último aliento de los muertos. La rueda era tan grande que a la segunda vuelta quedaría completamente hundido en las púas. La única luz que iluminaba la tortura era la que procedía de dos grandes hachones. Y lo más asombroso para mí: el hombre vestido de negro, el que ocultaba la fina cadenita de oro, ya no estaba en la sala.

Había salido diciendo:

—La Iglesia no es responsable de esto.

Sus manos no se mancharían con mi sangre.

Pero sabía que iba a morir.

Noté que la cuerda de mis pies se tensaba, mi cuerpo era impulsado hacia el final de la cama y las púas de hierro, orientadas hacia arriba, se empezaban a clavar en toda mi espalda, desde los hombros hasta las nalgas y el mismísimo sexo. Era la primera vez que yo notaba que tenía sexo: dos testículos jóvenes y un pene que se había empequeñecido por el horror. A todos los efectos era un hombre, pero nunca me había sentido como tal. Era como si mi cuerpo no existiese, como si fuera una coraza traída desde el otro mundo. Mi madre jamás me había hablado de mi cuerpo. Y yo no era consciente de él.

De pronto lo fui.

Hice un esfuerzo espantoso para no gritar, para no regalar a los torturadores la sensación de que su obra estaba bien hecha. Noté el gotear de la sangre por debajo de la cama. La sensación de la muerte, que hasta entonces me había sido ajena, entró en mí. Me di cuenta de que jamás había pensado en la muerte, como si yo no fuera como los otros. Y es que quizá no era como los otros. Las púas se clavaron un poco más, y entonces pensé que aquello era el fin. Cuando se hundieran entre mis costillas y las separaran, todo mi cuerpo quedaría dislocado. Cuando se hundieran en mis riñones y en mi hígado, ya no me quedaría la menor posibilidad de vivir.

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