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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

La ciudad sin tiempo (6 page)

Lo que estaba ocurriendo en aquella habitación de las afueras de Barcelona podía parecer, en efecto, un ritual de sadomasoquismo, puesto que no faltaban los elementos esenciales. En primer lugar la oscuridad y el secreto: la habitación estaba cerrada y se encontraba en el sótano de un viejo chalé de Vallvidrera situado en La Pineda y a cien metros de distancia del vecino más próximo. Sin embargo, el lugar no estaba lejos de la civilización, ni mucho menos, pues las paredes del sótano recibían a intervalos las vibraciones cuando pasaba un convoy de los Ferrocarriles de la Generalitat.

Seguían en la cadena los otros elementos esenciales: un látigo, una alfombra y una mujer joven apresada por el cepo. La mujer estaba completamente desnuda, de rodillas sobre la alfombra y con la cabeza y las manos apoyadas en ella. Naturalmente no las podía mover, puesto que el cepo las apresaba, y en esa postura ofrecía al espectador, muy alzadas, sus poderosas nalgas.

Reforzando esta impresión de rito sexual, un hombre relativamente joven se encontraba en pie detrás de la mujer, también desnudo, y exhibiendo una potente erección. Cualquier espectador de la escena podía suponer lo que era obvio: el empalmado propinaría una serie de latigazos sobre las nalgas de la chica y luego la penetraría. Pero había tres circunstancias que no encajaban en una situación tan obvia.

Una de ellas era que había un espectador en la pequeña habitación. Era otro hombre, de una edad indeterminada, pero éste iba completamente vestido, incluso con una cierta elegancia sobria.

Eso era lo primero que no acababa de encajar, pero muchos expertos en esa clase de ritos —por otra parte anunciados en periódicos solventes— habrían dicho que sí encajaba. Tales ceremonias atraen la atención de los
voyeurs
, y por tanto no era tan extraño que alguien —quizá un impotente— pagara por presenciar la escena.

Lo cierto era que el hombre estaba inmóvil, observando.

El segundo punto quizá también habría originado una discusión entre los expertos: se trataba de la mujer. Era muy joven y bonita, y las mujeres jóvenes y bonitas suelen tener otras pretensiones y no se someten al castigo.

Aunque eso depende —seguirían diciendo los expertos— porque a veces la sumisión es vocacional. Los expertos se fijarían también en otro detalle: la muchacha era una inmigrante color canela, es decir, de sangres mezcladas, y muchas inmigrantes pobres se tienen que someter a lo que se les ofrezca. Eso haría que, para muchas buenas gentes entendidas, la situación resultara lógica.

Sin embargo algo chocaba en el aire, algo no cuadraba en aquella penumbra y en la muchacha sometida.

Este tercer detalle estaba en la cara simiesca del tipo que se disponía a acometerla, en su piel llena de cicatrices y de tatuajes. Excepcionalmente un tipo de esa clase puede ser un hombre de fortuna (cada semana hay loterías y quinielas), pero bastaba verlo para llegar a la conclusión de que se había pasado la vida como carne de presidio. En circunstancias normales, aquel tipo no podría pagar lo que costaba la ceremonia.

Claro que bien podía habérsela pagado el otro, el misterioso espectador.

Había algún detalle más que podía llamar la atención de un experto (los expertos son abundantísimos entre los lectores de revistas del género), detalle que consistía en el no uso del látigo: el hombre desnudo empuñaba los dos extremos de una soga, y eso parecía desconcertarle. Fue entonces cuando el hombre vestido, el que estaba a un lado de la habitación, le dijo con voz metálica:

—No necesitarás volver del permiso carcelario. Sabes que tienes garantizada la salida del país y una suma que te permitirá vivir bien al menos un año. De modo que no esperes más.

La chica lo oía todo, pero no se movía. A ella también le habían prometido que podría vivir durante un año. Y después de todo, nadie la iba a matar.

La voz metálica insistió:

—Hazlo.

El miembro, que estaba vibrando en el aire, se acercó a la espalda de la mujer. De la garganta del hombre escapó un gruñido. Pero la voz llegó escueta desde el lado de la habitación.

—No.

—No ¿por qué?

El hombre desnudo estaba a punto de saltar de rabia. No lo entendía. Y la voz que surgía de la penumbra dijo entonces algo que en aquella situación era inaudito, que no tenía sentido.

—Porque el sexo es pecado.

—Pero…

—Hazlo. Sabes que te conviene por el dinero y la libertad. Luego podrás buscarte a otra mujer, cuando yo no lo vea.

La boca simiesca se torció. Los ojos brillaron febrilmente. Cualquier espectador se habría dado cuenta de que tampoco le disgustaba hacer lo que haría.

Las manos pasaron la soga por el cuello de la muchacha indefensa, la cruzaron sobre su nuca y apretaron salvajemente empezando a estrangularla. El cepo dificultaba la operación, pero el asesino era lo bastante hábil y fuerte para que le bastara una porción de cuello.

La víctima, asombrada, no llegó ni a gritar. Murió sin entender nada. Todo duró apenas unos segundos.

El asesino se volvió. Sus ojos indicaban hasta qué punto había disfrutado. Ahora su erección era máxima.

Y se encontró entonces con los ojos del otro. Quietos. Helados. Impenetrables.

—La policía se asombrará al encontrarte así —musitó—. A lo mejor te llevan a un museo.

Y hundió la daga de un solo golpe en el corazón del simiesco tipo.

Precisión de joyero.

Sólo un sonido seco.

Sólo unas gotitas de sangre.

El hombre bien vestido ni se manchó.

Las paredes vibraron un momento. Uno de los ferrocarriles acababa de pasar.

Giró sobre sus talones y consultó su reloj. Si se daba prisa aún llegaría a tiempo a la estación para coger el siguiente tren.

Un día después, cuando los cadáveres fueron descubiertos por una mujer de la limpieza, la policía pensó que lo resolvería con facilidad.

El propietario del chalé era identificable. Se trataba de un alemán que lo tenía alquilado para los veranos con servicio de administración y limpieza. Es decir —precisó enseguida la policía—, no era propietario, sino inquilino. La propietaria era una agencia que poseía muchos edificios así, y no podía garantizar, por lo tanto, que todas las llaves estuvieran controladas. Pero todos sus agentes tenían coartada, y por supuesto también la tenía el inquilino alemán. El día anterior había estado en un hospital para un examen rutinario.

O sea que no tan fácil.

Pero por el lado de las víctimas sí que lo era. El hombre, un violador y asesino al que acababan de dar su primer permiso carcelario. Una ficha más larga que un discurso cubano. La chica, una pobre inmigrante sin papeles que había ejercido la prostitución de bajo precio en la calle Robadors y con problemas con las drogas. A veces la ayudaban para su desintoxicación en una institución religiosa.

O sea que no tan difícil.

Y las huellas. Huellas por todas partes: las de los dos muertos y las de alguien que, sin duda, estaba vivo. Por allí se iba en línea recta al éxito.

O sea que cada vez menos difícil.

Además, las huellas del vivo aparecieron en los archivos. Pero eran las de un industrial del textil que ya era rico en los años veinte, antes de la Dictadura de Primo de Rivera, y que se había visto involucrado en la muerte de un sindicalista. Tan honorable personaje tenía que estar, sin duda, diez veces muerto, aunque no constaba en ninguna parte su acta de defunción.

O sea que no tan fácil.

10
La ciudad oculta

En la época en que fue ahorcada mi madre los clérigos vivían bien y no tenían grandes cosas en que pensar, excepto en si llegarían a la santidad o no, lo cual reconozco que es una preocupación diaria y muy importante. Por eso se enzarzaban en discusiones sobre cuál era la iglesia más antigua de Barcelona, dentro de las murallas, y se había llegado a la conclusión de que era la de los santos Justo y Pastor, entre otros méritos porque estaba edificada en un terreno regado por la sangre de los mártires y porque contenía los restos del obispo San Paciano. Se consideraba que era incluso más antigua que la primera catedral, en cuyos cimientos fueron empleadas piedras de la primera muralla romana. Eso me había hecho comprender, ya a mi edad, que todo se aprovecha y que ningún edificio es eterno en este mundo.

La discusión se agudizó cuando se tuvo que decidir el destino dado a la extraña piedra hallada en el lecho de mi madre, y en la que yo había dejado la marca de mi sangre. Era evidente para algunos que una piedra hallada en el lecho del pecado, y además traída por un alquimista, tenía que ser destruida, pero ¿quién se atrevía con un material tan duro? Y además, ¿no merecía ser conservado un pedrusco tan antiguo? ¿Y dónde mejor que en una antiquísima iglesia, que además la purificaría?

El párroco de San Justo y Pastor, hombre leído, decidió que ésa era la mejor solución, y la piedra fue protegida bajo un altar, en la creencia de que así no acabaría nunca más en la cama de una puta. De modo que yo no vi nunca más a mi madre, enterrada en la fosa común de las Moreres, ni volví a ver la piedra.

Si quería sobrevivir y no morir como un esclavo en la casa donde mi madre había sido tantas veces poseída, debía escapar a toda prisa. Tengo que reconocer que no fue difícil, pues nadie me vigilaba especialmente, al ser sólo un chiquillo que no tenía adonde ir. La primera noche después del entierro de mi madre la pasé en la casa donde se suponía que tendría que estar, el prostíbulo sobre cuyo dintel estaba mi rostro.

Fue esa misma noche cuando conocí al verdugo. Este, que resultó ser un pobre hombre cargado de hijos y que cobraba a tanto por ejecución, vino a verme para pedirme perdón. Dijo con humildad que yo era el único pariente de la ahorcada, y que por eso tenía que disculparse ante mí, por no haber ceñido personalmente el lazo, como era su obligación. Hombre experto en el oficio, me juró que ninguno de sus condenados había sufrido. Sabía calcular bien la longitud de la cuerda, de modo que el cuerpo, al retirarle el apoyo, tuviera un instante de caída libre, el suficiente para que se le rompiesen las vértebras del cuello y se produjera así la muerte instantánea, o casi. Precisó bien: o casi. Para ello, era mano de maestro que el nudo de la soga estuviera bien colocado, justo debajo de la oreja izquierda, para que apretase donde tenía que apretar. De haberlo hecho como tenía por costumbre —añadió—, mi madre habría sufrido menos.

Me contó que un caballero de la nobleza cuyo nombre ignoraba —yo ya sabía que era El Otro— le había dado una buena cantidad por permitirle hacer el trabajo a él. El verdugo siempre aceptaba propinas, pero eran por hacer bien su trabajo, nunca por no hacerlo, de manera que se sentía culpable por haber dejado que la ejecución la realizara aquel caballero cuyo nombre ignoraba. Aunque él estuviese al lado fingiendo que realizaba personalmente la tarea.

Había aceptado la propina porque estaba cargado de hijos a los que, además, nadie daba trabajo (se decía que la estirpe del verdugo estaba maldita), y aun así se ofreció a compartir el dinero conmigo, que no era más que un crío con la extraña cara de un chico mayor. Eso me demostró que entre las clases más pobres de las ciudades, incluso entre las consideradas viles, hay muchas gentes que tienen un sentimiento y saben derramar una lágrima. Lo que pasa es que no las escucha nadie.

Le dije que no aceptaba su dinero, puesto que tampoco iba a necesitarlo. Dormiría en lugares escondidos, intentando que nadie me apresase, y para comer acudiría a la sopa de los conventos. Lo que no le dije era que de vez en cuando, si me sentía muy débil, debería deslizarme entre las mesas donde habían sido sacrificadas las reses.

El verdugo me confesó entonces algo más: mi madre tenía una alhaja.

Por supuesto que yo ya lo sabía. Si había visto a mi madre desnuda, siempre con un hombre encima, ¿cómo no iba a notar que llevaba en el cuello un delgado collar de oro?

La cadena era muy delgada y no tenía gran valor, porque de lo contrario el dueño de la casa ya se habría quedado con ella. Y quizá tentaciones tuvo, porque una esclava no podía poseer nada. Pero ahora me doy cuenta —en la lejanía de mis recuerdos— de que los clientes habían comentado que aquel mínimo detalle de lujo dotaba a la prostituta de un halo especial, y por tanto la elegían más veces. Eso había hecho que el dueño considerara aquella cadenita como una inversión rentable.

Pero el verdugo me dijo que mi madre había sido lanzada a la fosa común sin aquel adorno, que normalmente habría sido botín del ejecutor de la ley, o quizá vendido a la familia mediante un rescate. Aquel hombre me confesó que el caballero que utilizó la soga había arrancado el pequeño adorno, guardándolo para sí.

El verdugo me juraba que él no tenía la culpa y que si quería recuperar el último recuerdo de mi madre ya sabía quién lo poseía ahora.

¿Recuperarlo?

¿Recuperar un esclavo perseguido, el hijo de una ramera, lo que ya estaba en manos de un noble como El Otro?

Era imposible, y más valía olvidarlo.

Lo intenté. Y lo habría conseguido, seguro que sí, de no haber pasado luego tantas vicisitudes que me hicieron recordar aquella pequeña joya, aquel misterio y aquella muerte.

El primer misterio era quién se la habría podido regalar a mi madre. ¿Quién? Sin duda un cliente, pero ese cliente se había perdido en los arcanos de la noche. Y como yo había visto siempre la cadenita en su cuello, llegué a la conclusión de que se la había entregado mi padre.

El propio verdugo me aconsejó que huyera, aunque apenas tenía posibilidades de esconderme en la ciudad libre. Y tenía que hacerlo enseguida, antes de que el dueño del prostíbulo decidiera por mí. Este podía hacer conmigo lo que quisiera, excepto ofrecerme como mercancía carnal, pues el sexo entre hombres, y aún peor con niños, era considerado pecado nefando y castigado con la muerte.

Y esa misma noche huí. Antes de que me vendiesen como grumete en las galeras —lo que significaba acabar de remero—, antes de acabar prisionero en un combate naval —lo que significaba que me atasen al fondo de la galera, hasta ahogarme, o me arrancaran los ojos—, me perdí en el laberinto de la ciudad, aunque sabía que allí acabarían encontrándome. Debía cambiar de personalidad como fuese, transformarme en alguien que hasta entonces no hubiera existido nunca.

A la luz de la luna, me despedí de mi cara, de «la carassa», el anuncio fidedigno de que allí había un prostíbulo. Dije adiós a mi propia imagen. Sabía que no iba a verla más. Sabía que tampoco iba a ver más a las rameras, las compañeras de mi madre, porque no podía volver a aquel lado del Raval, a medio camino entre la muralla gótica y las huertas de San Beltrán, donde se alzaban conventos, pero también teatrillos, prostíbulos, carpas de titiriteros y casuchas donde vivían los menestrales que no podían pertenecer a ningún gremio. Me despedía de todo un mundo, aunque las viejas compañeras de mi madre eran las que me inspiraban más piedad. No todas eran esclavas; algunas eran madres solteras a quienes habían arrojado de sus casas para evitar la deshonra, y otras simples campesinas que no habían encontrado trabajo en la ciudad. Cada vigilia del Día del Señor —el mundo no ha cambiado tanto— el semen amargo de la ciudad se derramaba sobre sus vientres. Ellas daban dinero a los dueños de las casas, al municipio que las toleraba e incluso a la propia Iglesia, pero no tenían derecho a quejarse nunca.

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