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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

La ciudad sin tiempo (3 page)

—Ya me estoy ocupando de eso —la tranquilizó Solana—, como también de que los trámites forenses se hagan enseguida. Pero reconozco que nunca me había encontrado con un caso tan extraordinario como éste; por un momento, incluso he llegado a creer en algo sobrenatural.

El padre Olavide, que vivía de lo sobrenatural, preguntó con un tonillo de burla:

—¿De verdad?

—No me diga que no había algo de sobrenatural en aquel forense que entró cuando nosotros salíamos —dijo el abogado, sin advertir que no era de buen gusto hablar de aquello en presencia de la viuda—. Parecía el mismo que figuraba como médico en una fotografía de noventa años atrás. El mismo, aunque vestido de otro modo. Por eso corrí, por eso intenté alcanzarlo en la sala de autopsias.

—¿Y?…

El tono del padre Olavide, ante las inoportunas palabras del abogado, exhalaba un matiz de desprecio. Además, conocía la respuesta.

—Ya no estaba —susurró Marcos Solana—. El forense me dijo que era un auxiliar de los que cuidan el instrumental, y que no lo conocía. Según parece, los cambian de turno con frecuencia. Miré por todas partes, pero ya no estaba…

—Eso no tiene nada de sobrenatural —dijo el sacerdote intentando cambiar de conversación—. Un hombre que se parece a otro… ¿y qué? No piense más en ello, Solana, porque anoche todos estábamos nerviosos. Por cierto, señora, aceleraremos los trámites legales en la medida de lo posible, y para eso necesito preguntarle algo. Le pido perdón.

—Pues claro… ¿Qué quiere preguntar? ¿Hay algo que usted no sepa?

—Los sacerdotes católicos sabemos bien un par de cosas, pero normalmente no son de este mundo. Todo lo demás, fingimos saberlo. Por ejemplo, no sé lo que ha sido de aquella manchita de sangre que apareció en la cabecera de la cama del pobre don Guillermo. Era la única que se veía. ¿Qué hicieron con ella?

Ahora era el abogado el que sabía la respuesta. Murmuró:

—La policía la analizó para saber si era sangre del difunto. Es decir, si correspondía al mismo ADN. Comprobaron el de don Guillermo, lo cual era muy fácil, y luego el de la muestra de sangre. No era de la misma persona. Entre otras cosas, la muestra correspondía a un cero negativo, y la de don Guillermo no.

La viuda se levantó de la silla reina Ana. Fue hacia una mesita junto a la ventana en la cual reposaba un auténtico jarrón de la dinastía Ming. Más allá de la ventana, en la serenidad del jardín, se distinguía una palmera perteneciente a una dinastía de mulatos. Y junto a la palmera, un jardinero en cuya dinastía figuraba una madre que luchó en la columna Durruti. Claro que la señora sólo conocía lo de la dinastía Ming. Se volvió hacia la vitrina y señaló el único resto que quedaba de la campana medieval, la que en 1714 mezcló sus últimos tañidos con los últimos gritos de los muertos.

Musitó:

—Es extraño.

—¿Extraño? ¿Qué?

—Hace dos semanas, cuando Guillermo estaba vivo, vino a vernos una comisión de la Generalitat, una comisión de la Consellería de Cultura, ya saben. Profesores con gafas que no ven a su mujer a dos pasos, pero ven a dos kilómetros una columna románica sobre la que descansaba el culo la reina Elisenda. Bueno, pues me pidieron permiso para analizar ese resto de la «Honorata». Decía la tradición que a la fuerza tenía que estar manchada de sangre. Y resulta que es verdad: en ese fragmento hay una manchita que, analizada con los medios más modernos, resulta ser sangre. Esos medios modernos, que a veces salen en la tele, me marean, porque resulta que nunca acabamos de morir.

—Es verdad —reflexionó el abogado en voz alta—: siempre dejamos huellas, y al cabo de los siglos aún hay quien las sigue. Por ejemplo, se investiga hasta la vida sexual de las momias y se sabe lo que comían los legionarios romanos de la antigua Mérida, que por cierto fue un geriátrico para los que ya no podían levantar la espada. Bien, y con esos amantes de la reina Elisenda, ¿qué pasó?

—Se llevaron el resto de campana, jurando devolverlo. Y lo hicieron. Pero mientras tanto analizaron todo lo que había en el metal, y me dijeron que, en efecto, había una mancha de sangre. No saben lo felices que parecía hacerles eso. Dedujeron que tenía que ser sangre de los defensores de Barcelona de 1714. De uno de ellos, vamos: seguro, dijeron, que el que mantenía en pie la bandera. Hasta hablaron de comprarme el resto de esa campana.

—Pero usted no necesita el dinero.

—No.

—¿Y qué sacaron en limpio de esa manchita de sangre que ya tiene tres siglos? En primer lugar, ¿cómo ha podido conservarse?

—Pues supongo —dijo la dama— que no habría podido permanecer sobre una campana expuesta al aire. Me parece imposible. Es decir, aquellos técnicos me explicaron que era imposible. Pero el hecho de que destruyeran la «Honorata» fue su salvación, porque los restos estuvieron siempre protegidos. Por ejemplo, éste. Aunque no acabo de entender por qué la gente gasta dinero en esas cosas.

—Invertir en el pasado —gruñó el padre Olavide— es el consuelo de los que no pueden invertir en el futuro.

Y volvió la espalda.

Mientras tanto, el abogado había preguntado:

—¿Sacaron algo en limpio? Supongo que es algo imposible. No se puede obtener un ADN sobre una muestra de esa clase.

—Supongo que no —dijo con indiferencia la dama—, ni me importa. No hablaron de ADN ni nada de eso. Sólo dijeron que habían logrado averiguar qué tipo de sangre era.

—¿Y cuál era? —quiso saber Marcos Solana.

—Cero negativo.

—¿Como la de la manchita hallada junto al cuerpo de su marido?

—Sí. Es curioso… Ahora que lo pienso.

El sacerdote se volvió lentamente y dejó de darles la espalda.

4
El hombre del cepo

Mi madre me explicó en cierta ocasión cómo había sido concebido dentro del prostíbulo. Las cortesanas, por llamarlas de algún modo, que parían en casa de sus dueños sólo eran llevadas al Hospital de la Santa Cruz en caso de hemorragia o fiebre puerperal, por lo general morían allí santamente. Los hijos que sobrevivían eran alimentados por el dueño, quien así adquiría el derecho de considerarlos esclavos a su vez, vendiéndolos y apartándolos de sus madres. La mía había tenido antes de nacer yo otros dos hijos, a los que no volvió a ver nunca.

Debo decir aquí algo que ella misma me contó. Cuando conoció a mi padre le ocurrieron dos cosas que, en cierto modo, eran asombrosas. La primera, que se trataba de un cliente realmente fornido y guapo, el más hermoso que había visto en su vida de esclava que se entregaba cada día a verdaderos desechos humanos. La segunda, para mí la más inexplicable, fue que supo desde el primer instante que se quedaría embarazada de él, y precisamente de un niño.

Aquel extraño cliente, tan distinto a los otros, la visitó varias veces, siempre de noche, cuando las calles de Barcelona estaban completamente a oscuras. Le contó a mi madre que era marino y que venía de Oriente, lo cual era difícil de creer siendo tan blanco de piel como era, pues los marinos estaban expuestos al sol, el viento y la lluvia durante todas sus travesías. Pero también resultaba difícil no creerle —me seguía explicando mi madre— cuando clavaba en ella sus ojos profundos y penetrantes, los ojos más hermosos y enigmáticos que ella hubiera visto nunca.

Parecía bondadoso. Y lo fue durante las primeras visitas —dos o tres—, hasta que en la última cambió y se transformó en otro hombre.

Mi madre jamás pudo imaginar que esa vez la obligara a practicar el sexo con el suplicio del cepo.

—Pagaré más —dijo—, pero esta noche serás torturada.

Llevaba el cepo, la máquina que sujetaba manos y cabeza de la víctima, escondido debajo de la capa. Las dos piezas de aquel cepo encajaban tan a la perfección que mi madre tuvo miedo de morir ahogada.

Torturada durante años, acostumbrada a todo, no pudo oponerse a aquel capricho malsano, como ninguna esclava podía oponerse a los latigazos de su señor, quien seguramente las castigaba con buena intención, para que no incurrieran en más vicios. Cuando la tuvo completamente desnuda, aquel hombre le encajó el cepo y ordenó:

—¡De espaldas y de rodillas!

Fue así como la poseyó varias veces seguidas como un semental infatigable. La estuvo torturando hasta el amanecer, hasta que las campanas de las iglesias anunciaron el nuevo día. Entonces, y con las calles todavía en sombras, aquel misterioso sádico desapareció. Pero antes pagó generosamente a mi madre y le dijo las palabras más extrañas que ella hubiera oído nunca:

—No creas que esto ha sido un acto de crueldad. Ha sido todo lo contrario: un acto de amor.

—¿De amor? —preguntó mi madre, creyendo que además se burlaba de ella.

—Sí, porque mientras llevabas el cepo no he podido morderte el cuello.

Mi madre no lo entendió. Claro que no lo entendió. Pero se cumplió el presentimiento que había tenido. A los nueve meses nací yo. Lo que no sabía era que tratarían de matarnos, y que eso lo haría alguien conocido. En cuanto al hombre de los ojos inquietantes, el que sólo había aparecido tres noches, no lo volvió a ver. Jamás.

Y ése fue mi mundo.

La Barcelona que mucho más tarde cometería la hermosa locura de enfrentarse sola a las tropas de Felipe V constaba, cuando yo nací, de alrededor de cinco mil casas, lo que podía significar más o menos treinta mil habitantes, quizá treinta y cinco mil. Digo «más o menos» porque entonces no había registros y para acreditar la identidad, la edad o el nacimiento y muerte de las personas era necesario que los vecinos hicieran una declaración ante las autoridades, en una especie de «acta de notoriedad». Las calles que fui conociendo las pocas veces que me dejaban salir del burdel eran estrechas y sórdidas, sobre todo dentro de las murallas. Cierto que la casa en que nací estaba situada fuera de ellas, como la mayor parte de los prostíbulos: queriendo castigarnos nos permitían vivir, paradójicamente, mejor que en el recinto amurallado. Nuestras calles también eran angostas y malolientes, pero de vez en cuando se veía un huerto, había una plaza o se alzaba un grupito de árboles.

Dentro de las murallas, en cambio, muchas calles eran tan estrechas que por ellas sólo podía pasar un carro en sentido único; a la hora de girar, el carro no tenía espacio y chocaba con las paredes. Por ello, en los extremos de dichas calles, a fin de evitar su lenta destrucción, se colocaban refuerzos de hierro. Los cementerios solían estar dentro del recinto amurallado, en las iglesias, y cuando la plaza de esa iglesia era incorporada a la ciudad por falta de espacio, el cementerio se convertía en una plaza urbana. El terreno era nivelado y los ciudadanos pasaban por encima de sus muertos. Hoy ningún barcelonés piensa que sus pies se deslizan sobre los osarios.

En las casas no había agua, ésta procedía de los pozos. Sin embargo, Barcelona era una ciudad afortunada, porque bastaba horadar el suelo para dar con reservas de agua dulce, incluso muy cerca del mar. También se transportaba agua desde lejos, a través del canal del conde Miró, que hacía llegar el líquido desde el río Besos para poder mover los molinos. Pero esa agua no era para uso del ciudadano, y ni mi madre ni sus clientes se podían lavar apenas; así se transmitían unos a otros el herpes y la sarna. Claro que, pese a todo, la gente vivía bastante. Había viejos de hasta cuarenta años.

En las casas tampoco entraba luz natural, lo cual me favorecía, pues enseguida noté que la claridad me molestaba y me hacía sentir una especie de cosquilleo en todo el cuerpo. Pasaba las horas mamando de mi madre hasta hacerle brotar sangre, y ella me quería tanto que, cuando estaba con los clientes en la cama, me permitía verlo todo mientras no molestase. Así pasaba tardes enteras, acuclillado dentro de la habitación, con los ojos muy abiertos y el cerebro en blanco, sin entender apenas nada.

Fue entonces cuando mi madre empezó a ahorrar lo que le daban los clientes como propina, porque el pago principal se le hacía al dueño de la casa. Y fue entonces también cuando ella me confesó llorando que todo eso lo hacía para situar mi rostro en un rincón de la eternidad. En ese momento no la entendí, porque yo no sabía lo que significaba mi rostro, y mucho menos lo que era la eternidad.

5
La eternidad y un día

El sacerdote Olavide miró a través del ventanal las palmeras que la rica polución barcelonesa estaba matando y luego preguntó a Solana:

—¿Cree usted en la eternidad, abogado?

Marcos Solana respondió mirando al vacío:

—Los humanos siempre hemos necesitado creer en la eternidad, amigo mío. Y siempre hemos trabajado para hacerla nuestra.

Olavide volvió a preguntar inesperadamente.

—¿Cree usted en la eternidad, abogado?

—Bien… Puedo creer, al menos, que el hombre, consciente de la muerte y el olvido, trata de no ser olvidado. Para que su nombre pueda perdurar durante siglos, hay desequilibrados capaces de cometer crímenes horrendos, arrojarse a un volcán en llamas o fundar nuevas religiones que no sé si salvan almas, pero salvan depósitos bancarios. Dicen que no estás del todo muerto mientras alguien te recuerda, y por eso el recuerdo es un valor apreciadísimo. Hay quien incluso está dispuesto a pagar para que sus cenizas reposen en los pilares de un campo de fútbol, pensando que el fútbol siempre existirá y que además el club de sus amores seguirá ganando ligas. Hay quien ya nace pensando en su propia estatua. Si la propia estatua se pudiera pagar en vida habría codazos ante la taquilla, pero lo malo es que la única estatua que uno puede pagarse en vida es la del panteón.

El padre Olavide sonrió sarcásticamente.

—Ya veo —dijo— que los abogados se dedican sólo a las ambiciones terrenas.

—Pues no sé qué quiere decir.

—Me refiero a la eternidad, y la eternidad no es sólo un valor humano, sino esencialmente un valor religioso.

Marcos se encogió de hombros. Se daba cuenta de que la viuda les escuchaba atentamente, pero no es de mal gusto hablar ante la viuda de la eternidad del marido. De modo que susurró:

—Puede que la eternidad sea lo que usted está pensando en secreto: un engaño religioso para que sigamos la línea que se nos marca. Ahí han terminado —muchas veces a tiros— interesantes discusiones. Pero no soy tan simple como para dejar de pensar, o al menos lo intento. Hay dos aspectos que me obligan a reflexionar.

—¿Cuáles son?

—Uno es el propio concepto de eternidad. La eternidad no corresponde a ninguna realidad humana, o sea que la experiencia no nos sugerirá jamás esa realidad. Pero sin embargo tenemos el concepto, y eso sugiere que la realidad no vista tiene que existir. A ver si me explico mejor. Todo lo que el hombre ha aprendido desde el principio de los principios está basado en cosas que antes ha visto o sentido, sea con placer o con dolor. Todas las ciencias, de la química a la medicina, de la ingeniería a la arquitectura, de la guerra al derecho, se basan en cosas que el ser humano ve —o puede ver mediante instrumentos— o bien puede calcular o medir.

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