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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

La ciudad sin tiempo (2 page)

Ahora hay allí paredes nuevas, y fuera una plaza amplia, algunos árboles y, por supuesto, un parking. Pero las solemnes columnas bajo el frontispicio están exactamente igual que cuando se creó el hospital, en un descampado fabril que sólo conocían los pájaros. Algunas fotografías, en color gris o sepia, encerradas en marcos baratos, colgaban de la pared. En una de ellas se veía el Hospital Clínico cuando fue erigido en el horizonte de la ciudad; en otra, una de las viejas salas comunes, presidida por crucifijos; en una tercera, un grupo de médicos de la época: batas blancas abrochadas hasta el cuello, botines, bigotes, alguna barba, alguna perilla que la foto había dejado colgada en el tiempo. Y debajo, una anotación en caligrafía inglesa: «Servicio de Urgencias, 1916». Servicio de urgencias cuando una septicemia te mataba al sacarte una muela.

El padre Olavide dijo:

—Podemos hablar con la familia, que será la primera interesada en que se aclare todo. No va a pasar nada si el entierro se aplaza un día más.

—Mientras no se disparen los rumores. Podemos hablar tranquilamente de una muerte por hemorragia, pero nunca de una muerte por asesinato.

—Deje que lo tratemos con la viuda. Si yo soy su confesor, alguna influencia tendré sobre ella, ¿no? Y de la prensa y los círculos comerciales ya se encargará usted. Oiga… qué lúgubre es todo esto, ¿no le parece? El viejo Clínico aún conserva parte de sus fantasmas, sobre todo en un momento como éste, a las once de la noche. Y esas fotos de las paredes, ¿no estarían mejor en un museo?

Fue entonces, al mencionarlo el sacerdote, cuando Marcos Solana se fijó en una de aquellas fotos. Concretamente la del grupo de antiguos médicos.

Y su cara cambió.

Sus párpados temblaron.

Con un hilo de voz susurró:

—Oiga, yo acabo de ver esa cara…

Señalaba a uno de los médicos del servicio de urgencias de 1916. Más de noventa años desde entonces, más de noventa ciudades distintas, más de noventa panteones vaciados y vueltos a llenar, más de noventa bebés llevados meticulosamente a la fosa. Aquel hombre, el de la foto, que ya era en esos tiempos una persona madura, tenía a la fuerza que estar muerto.

El abogado giró sobre sus pies, lanzó una especie de gemido y echó a correr hacia la sala de autopsias. Porque estaba seguro de que acababa de verlo.

2
La esclava

Cuando yo nací, en una casa de la calle que muchos años más tarde se llamaría de Espalter, aquello era ya un prostíbulo. Pero sobre la puerta no existía la cara.

Otros lugares semejantes la tenían en la entrada, aunque ahora pienso que el sitio en que nací era tan mezquino y miserable que ni ese distintivo podía pagar. Y eso que la cara constituía una especie de garantía legal. Pasado el tiempo, los que conocían la ciudad y sus prostíbulos pasaron a llamarla «la carassa»: a veces era la imagen en piedra de una mujer presidiendo la entrada de la mancebía, pero generalmente se trataba de la cara de un hombre con aspecto de borracho que reía, es decir, un hombre feliz. Por eso solía considerarse que «la carassa», aparte de anunciar que allí existía un prostíbulo autorizado, representaba a un cliente satisfecho, seguramente muerto en olor de santidad después de conocer a todas las pupilas. Nadie ha llegado a imaginar jamás que la cara que más tarde hubo sobre el dintel representaba a un ser que nació allí —es decir, yo— y que, además, no representaba el vicio, sino un acto de amor.

Con el tiempo, mi propia madre la hizo colocar allí, después de ahorrar durante años, hombre a hombre y moneda a moneda. A mi madre, los clientes le pagaban poco porque no podía liberarse. Era una esclava hija de una esclava.

Si alguien llega a leer esto (lo cual dudo, porque dicen que el que lee, además de servir mal a su señor, excita su imaginación y acaba en la sodomía), se asombrará de que, pasados mil cuatrocientos años desde la muerte del llamado Señor de los Cristianos, aún existiesen esclavos bajo la tutela de Su Majestad. Y existían, claro que existían, y de eso habría podido dar fe mi madre.

Pese a que Barcelona era considerada en cierto modo una ciudad liberal y de ideas avanzadas —aunque los liberales solían acabar en la horca—, las constantes guerras contra el infiel, o sea, contra los sarracenos, ocasionaban caídas de prisioneros, y éstos eran reducidos a la esclavitud, de la misma forma que los infieles hacían con los hijos de Cristo. Y puesto que los hijos de Cristo vivían aquí más del trabajo que de las bendiciones, utilizaban como mano de obra a los esclavos machos, y como mano de cama a las esclavas hembras, que siempre les hacían caer en la lamentable tentación, por lo cual, sin duda, merecían el castigo. Entre las que siempre merecieron el castigo estaba mi madre.

Los esclavos barceloneses, hasta bien entrada la Edad Moderna, y por asombroso que parezca, no sólo podían ser comprados y vendidos, sino hipotecados, y, por tanto, el intento de fuga era el peor delito que podían cometer, ya que perjudicaba la seriedad comercial de la ciudad. Y así se establecieron recompensas para los que, pensando en la prosperidad del país, perseguían a los fugitivos. Esas recompensas variaban según el trabajo y las molestias que el esclavo diera al perseguidor: si el fugitivo era capturado antes de atravesar el Llobregat, su captor recibía un modesto «mancus» (equivalente a un «dinhar» musulmán, con cuatro gramos de oro fino), pero si para capturarlo había que jugarse la vida y atravesar tan caudaloso río, el captor recibía una onza de oro.

Donde hoy se encuentra la calle de la Puerta del Ángel, en Barcelona, existía un mercado de esclavos, que podían ser comprados, vendidos, prestados e hipotecados. Una dama de la ciudad, según me contó un día el historiador Duran i Sampere (sin sospechar que yo ya lo había vivido), llegó a tener hasta siete esclavos de buena presencia. El historiador no me supo decir cuántas esclavas, de mejor presencia aún, había tenido el marido.

Como ésta ha sido siempre una ciudad seria y amiga de cuadrar bien los balances, los dueños de esclavos podían contratar un seguro. La encargada de cobrar el seguro era nada menos que la Generalitat, y yo puedo jurar que leí —pues soy lector, pero aún no sodomita— que en el año del Señor de 1431 ésta tenía asegurados 1.478 esclavos, casi todos de Barcelona, y es evidente que de tales seguros se obtenía un gran provecho para la fe y los negocios públicos.

Mi madre, como era hermosa pero de complexión débil, no podía aspirar a un futuro más o menos tolerable, como por ejemplo el lecho de un comerciante. Nadie se ocupó de ella. Y así, fue cedida a un prostíbulo modesto en el que todas las brutalidades estaban permitidas. Las leyes, según supe ya de niño, protegían a las mujeres públicas de la muerte, pero de poco más. Mi madre recibía a veces veinte clientes al día, los borrachos le pegaban y, como mínimo, recibía insultos, aunque como el dueño era bondadoso solía darle, cada cinco hombres, un vaso de leche obtenida de una cabra que era de confianza, pues vivía en una de las habitaciones de la casa. A esa cabra le debo la vida, ya que en ocasiones me amamantaba directamente con sus ubres.

Pero antes de todo eso fue mi madre la que me salvó, cuando El Otro quiso acabar con las dos. Como ya le habían matado a dos hijos, también nacidos en el prostíbulo, mamá me defendió con la rabia de una tigresa. Tan grandes fueron su desesperación y su odio —pues odio animal había— que El Otro tuvo que dejarnos vivos. Luego, tal como fueron las cosas, no sé si para ella valió la pena.

Más tarde, mucho más tarde, durante una velada tranquila en la que ella sólo se tenía que encamar con un prior, me contó cómo había nacido yo. Y fue cuando supe de todos los abusos a que había estado sometida. Uno de ellos me marcó. Aquella noche supe que le habían impuesto la tortura del cepo.

3
La voz del bronce

La más alta de todas las campanas situadas en la catedral de Barcelona es la llamada «Honorata», que anuncia los cuartos de hora a los agitados habitantes de la ciudad.

La «Honorata» pesa setecientos cincuenta kilos y fue fundida en agosto de 1865, cuando Barcelona era próspera, tenía el primer ferrocarril de España, las mejores fábricas textiles, los comerciantes más ricos y tripudos y las señoritas de alta sociedad más gráciles, pues para marcar cintura aprendían a montar en un nuevo club de aristócratas llamado Círculo Ecuestre.

Pero como pasa en todas las ciudades viejas, la «Honorata» no era la primera «Honorata». La campana que estrenó ese nombre fue colocada en el año del Señor de 1393, y servía para marcar la hora a los ciudadanos, entonces bastante menos ricos. Campana sensata donde las hubiera, sirvió también para crear puestos de trabajo, pues era golpeada en los momentos convenidos por los «sonadors», y a los «sonadors» los pagaba el Consejo de Ciento.

También al igual que sucede con las ciudades viejas, las campanas viejas viven momentos heroicos, o mejor dicho los sufren. Porque la «Honorata», que había sobrevivido a todo desde 1393, fue la que tocó a rebato durante el sitio de Barcelona en la Guerra de Sucesión de 1714, hasta que el 16 de marzo de aquel año los cañones enemigos la destruyeron mientras Barcelona era arrasada. La ciudad, tan fiel a sus negocios como a sus símbolos sentimentales, quiso gastarse el dinero en reconstruirla, aunque eso, como tantos otros símbolos, le fue prohibido. Nunca se podrá saber con exactitud qué culpa tiene una campana de haber llamado al combate, pero los jueces de Su Majestad Felipe V la acusaron de sedición, y el 16 de septiembre de 1716 la campana fue destruida.

¿Destruida?

El abogado Marcos Solana miró en la vitrina el pedazo de bronce del tamaño de una mano humana que le mostraba la viuda de Guillermito Clavé. La viuda de Guillermito Clavé era delgada como una radiografía, lo cual debió de significar un suplicio para el extinto, pues a éste le gustaban las mujeres gordas. La vitrina de recuerdos históricos también estaba cargada de objetos que habían hecho régimen: agujas con las que se había prendido el pelo la baronesa de Albí, juegos de alfileres rematados con perlas, cintas que habían marcado las páginas de libros santos y cucharillas con las que sin duda tomaron jarabes para la fertilidad señoras de buena disposición que sólo tenían cinco hijos. Todo eso y el pedazo de metal.

—Es el último pedazo que queda de una campana ilustre, quizá la más ilustre de la catedral —dijo la viuda—. La mandaron destruir, pero algunas familias nobles de la ciudad se quedaron con sus restos. O lo que pudieron capturar de sus restos. La campana era la primera «Honorata». Estoy convencida de que es el último que queda.

El padre Olavide, que también la estaba mirando, dijo sin el menor interés:

—Ya.

Ni él ni el abogado habían ido para eso a la torre de la Bonanova, uno de los últimos edificios verdaderamente nobles que quedan en un paseo que estuvo dedicado a los ahorros de la ciudad, y ahora está dedicado, a través de edificios de pisos con firma, a su riqueza hipotecaria. Ambos habían notado que la viuda buscaba toda clase de temas superfluos para evitar el más importante, que era el que realmente les había llevado hasta allí: la muerte de su marido y el posible aplazamiento del entierro. Quizá por eso añadió:

—Yo sé que moriré en esta casa, pero luego no sé qué será de ella. Quizá mis hijos la vendan para derruirla y hacer bloques de pisos caros, cuando se den cuenta de la cantidad de millones que les ofrecen por el terreno. Ése ha sido el destino de todas las viejas torres señoriales que se alzaban aquí. ¿Saben en qué año fue construida ésta?

—En 1898 —dijo Marcos Solana, que como abogado de la familia lo sabía perfectamente.

El bisabuelo Clavé volvió de Cuba cuando España perdió la isla: España lo había perdido todo, pero el bisabuelo Clavé no. Él se había hecho rico cultivando azúcar y tabaco. Con parte de su dinero compró aquella tierra muy por encima de una ciudad apretada que apenas había empezado a estrenar su Ensanche y edificó la casa. En ella aún se conservan las palmeras que plantaban todos los indianos como recuerdo de la tierra de Cuba.

«Y de las mujeres de Cuba», pensó el padre Olavide, que había sido confesor de tres generaciones de la familia.

Pero no lo dijo.

Solamente musitó:

—Señora…

—¿Qué?

—Hemos venido a molestarla para hablar de otra cosa. El juez ordenó la autopsia de su marido, como es reglamentario en los casos de muerte… no habitual, y tanto el señor Solana como yo pensamos que se trataba de un trámite sin demasiada importancia, pero no ha sido así. Los forenses necesitan una ampliación de datos, y eso retrasará el entierro.

La noble radiografía tomó asiento en una de las sillas antiguas, estilo reina Ana —más propias de un dormitorio que de un salón, pensó lejanamente el abogado—, y se retorció los dedos angustiada.

—No sé qué puedo hacer yo ni qué puede hacer la familia —suspiró—, pero empiezo a ponerme nerviosa y, lo que es peor, a sentirme abochornada. ¿Ya saben lo que pasa?

—Me temo que sí —dijo Marcos Solana—: la gente que no tiene otras ocupaciones empieza a murmurar. La extraña muerte de don Guillermo ha coincidido con una inspección fiscal en todas sus sociedades. Hay quien llega a decir que tenía negocios clandestinos. Y, colmo de los colmos, hay quien extiende la noticia de que se ha suicidado.

—Hay cosas que hasta ahora me parecían absurdas —musitó la dama—, pero que empiezo a ver como reales, o al menos posibles. No sé si ustedes me van a entender. Cuanto más se dilate esto, más problemas habrá con la herencia, y mientras tanto todo está inmovilizado. Y queda el asunto de los créditos… Hoy en día las empresas no son como las de antes, que trabajaban con fondos propios; ahora necesitan a los bancos. Si hay rumores de ese tipo, los créditos se suspenderán.

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