La ciudad sin tiempo (12 page)

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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

Porque era evidente que se enfrentaban a algo sobrenatural, de eso estaba seguro el comisario piadoso. Primero, porque la muerte de Guillermito no se la explicaba nadie según las reglas de la lógica. «Nadie cree en vampiros en el siglo veintiuno, excepto algunos historiadores que acabarán siendo perseguidos por la fuerza pública.» Nadie podía creer tampoco que la manchita de sangre que había dejado el asesino perteneciera —o al menos pudiera pertenecer— a la misma sangre que se conservaba en los restos de una campana de 1714. La viuda de Guillermito les había dado toda clase de explicaciones sobre eso —mientras ordenaba comprar medio millón en acciones de Aguas de Barcelona, porque la muerte de Guillermito la había hecho más rica aún— y el policía piadoso se mareaba y no sabía ya qué preguntar a los otros miembros de la Obra.

Era un caso en el que no se habían encontrado jamás.

Mientras tanto Marta Vives, en las pocas horas que le dejaba libre el despacho, investigaba en los archivos más recónditos de la ciudad, buscando no ya el tiempo que se había ido, sino al menos una sombra de ese tiempo. Renunció, por supuesto, al Archivo Fotográfico, frente al antiguo Borne, porque en los años que ella investigaba nadie había pensado jamás fotografiar nada. ¿O quizá sí? ¿No le había hablado Marcos de una cara que se repetía a lo largo del tiempo? Pero era inútil revisar miles y miles de fotos, millones y millones de caras, buscando al fin y al cabo algo que ya sabía pero que no podía comprender.

Se le ocurrió entonces indagar en dos sitios, dominando su propio miedo.

Los dos únicos archivos que podían serle útiles eran el Diocesano y el de Historia de la Ciudad. Husmeó entre centenares de legajos que tenían ese inconfundible olor del olvido y de la muerte. Pasó todas las horas posibles en las salas de estudio, hasta que la echaron. Buscó por Internet, donde sin embargo no solía haber noticias remotas. Hurgó en todo lo que se refería al apellido Vives, el suyo, pero se encontró con que la Inquisición había condenado a personas con apellidos variadísimos —a veces simples apodos—, de modo que las pistas se perdían. Únicamente pudo comprobar que la mujer enterrada con una cruz de bronce en Sant Pau del Camp había sido asesinada y se llamaba Vives, pero sin que existiera ningún dato de su nacimiento o de su vida anterior. Era como si aquella mujer hubiera vivido en las nubes hasta que bajó a la tierra. Y entonces la asesinaron.

De los viejísimos archivos que procedían de Sant Pau del Camp llegó a deducir que aquella mujer de la tumba ultrajada había podido tener una hija, si bien no constaba nada acerca de su nacimiento. Marta Vives comprendió al fin que se encontraba en un camino sin salida, ante una pared donde parecía estar escrita una sola palabra: «FIN».

Marta tuvo que olvidarlo mientras se hundía en el despacho, en sus pleitos y papeles de hoy, siempre más urgentes que los de ayer. Menos mal que su mesa de trabajo, situada en lo mejor del ático de Vía Layetana, le permitía ver la Barcelona vieja, la de los cementerios secretos, sobre la cual estaba investigando. Le consolaba ver a un tiempo la vieja torre de la plaza del Rey y la nueva Casa de Cambó —¿nueva?— donde había cristalizado la vida financiera de la ciudad, y donde en los años de la guerra civil cristalizó la historia obrera. A Marta, que conocía bien la historia de Barcelona, le divertían dos anécdotas de Francesc Cambó, quien se había encontrado siempre con una España que no deseaba. Una anécdota era la de la construcción de la propia casa, un prodigio de lujo entre los solares a medio edificar de la nueva Vía Layetana. Los solares aún vacíos eran tantos y estaban tan sucios que por las paredes medianeras del edificio subían las ratas hasta el propio ático de Cambó. Éste pidió al arquitecto que le diese alguna solución, y el arquitecto ideó hacer un voladizo a la altura del ático: «Así las ratas caerán desde lo alto y se matarán». A Cambó le pareció bien la idea, pero quiso hacer el voladizo a la altura del tercer piso. «De ese modo las ratas no se matarán —opuso el arquitecto—. ¿Por qué lo hace?» Y Cambó contestó: «Porque no me parece deportivo jugar con tanta ventaja».

La otra historia se refería a la inauguración de la nueva sede del Círculo Ecuestre, en pleno Paseo de Gracia, con unas instalaciones que lo convertían en el mejor club privado de Europa. Cambó fue invitado al acto, naturalmente, y al acabar el evento comentó: «Ya hemos fabricado el lugar señorial. Ahora sólo falta fabricar los señores».

Todo esto ayudaba a Marta —mujer joven que languidecía entre las cosas viejas— porque así lo que tenía alrededor le parecía menos aburrido y más humano. También humana le parecía la conclusión de la policía en cuanto al doble crimen de Vallvidrera: «A la fuerza debe ser un asesinato ritual. Todo es tan absurdo que no queda más remedio que pensar en el diablo».

Por supuesto, al diablo no lo tenían fichado.

Y una agotada Marta buscaba datos, pistas inútiles, papeles perdidos, verdades que quizá no habían existido jamás.

Hasta que en Internet, el reino de las casualidades, encontró a alguien que buscaba lo mismo que ella, aunque desde otro punto de vista. El punto de vista de Marta Vives era el misterio y la muerte, mientras que el de su interlocutor era el lujo.

Los grandes historiadores conocen la relación que suele haber entre el lujo y el misterio y la muerte.

Su interlocutor era un joyero. Pidió a Marta que le visitase urgentemente, porque de otro modo no se atrevía a contarlo.

Juraba que había tenido una relación con el diablo.

Y mientras tanto, Marcos Solana, ex miembro de la junta del Colegio de Abogados, presidente de la comisión de Ética y letrado de personas que iban a misa, hizo algo que un abogado de esa clase nunca debe hacer. Envió al diablo la Ética.

Y no una sola vez, sino dos.

La primera infracción la cometió cuando estuvo solo unos minutos en el despacho del banquero que le había pedido ser acusador privado en el caso del doble asesinato de Vallvidrera. Pero ¿acusador privado contra quién? No había ningún detenido, no había más que indicios que parecían conducir al Más Allá. Y a pesar de eso, el banquero tenía interés en que el asunto no se durmiese.

Hubo un par de entrevistas, y en una de ellas el banquero se ausentó unos momentos del despacho. Marcos Solana ya se había fijado otra vez en la antigua foto de un consejo de administración donde aparecía una cara que le resultaba conocida. Al quedarse unos instantes solo, fotografió con su móvil aquella vieja estampa. Cuando el banquero apareció de nuevo, él fingió estar telefoneando.

Esa foto, bien tratada por un técnico, le permitió concretar la identidad de la cara que le había llamado la atención.

Ésa fue su primera acción éticamente reprobable. La segunda consistió en robar la foto de los antiguos doctores del Clínico, la del Servicio de Urgencias de 1916. Como la foto estaba sencillamente colgada en un pasillo, no le resultó tan difícil.

Provisto de aquellos documentos gráficos, Marcos Solana inició sus investigaciones. Naturalmente, Marta Vives le ayudó en ellas, pues la muchacha, cuando se estudiaba el pasado, tenía una especie de magnetismo.

Con los datos que poseía, Marcos Solana fue a visitar al comisario del Opus.

Ya se sabe que los comisarios, de mejor o peor gana, están dispuestos a escuchar cualquier historia. Pero si el comisario es de la Obra, parece mejor dispuesto a escuchar cualquier cosa que tenga relación con los misterios de la fe.

Uno de los misterios de la fe es la resurrección de la carne.

De modo que el comisario se dispuso a escucharle.

El comisario se llamaba Echevarría.

Estaba tan seguro de la resurrección que abominaba de las cremaciones, a pesar de los cambios de la doctrina de la Iglesia.

Marcos Solana le mostró las fotos.

«Servicio de Urgencias del Clínico en 1916»

Las batas blancas abrochadas hasta el cuello, los bigotes y las perillas, los botines, más de unos quevedos sobre la nariz. La huella gris del tiempo.

«Consejo de administración del Banco de Barcelona, 1905»

—Mire estas dos caras, comisario.

—Diantre, parecen la misma.

—«Son» la misma.

—Bueno, no hay tanta diferencia de años —objetó el comisario—. El mismo hombre podía ser banquero en 1905, sobre todo de un banco que se fue a tomar viento, y médico en 1916. Tendría que cambiar de oficio casi a la fuerza.

—Pero no seguiría teniendo la misma cara.

—Veremos, en primer lugar, si la cara es la misma, porque puede darse el caso de un parecido como los de la vida real. ¿Sabe qué le digo, abogado? Que no quisiera tomar parte en una rueda de reconocimiento de sospechosos. Hay coincidencias tan asombrosas que a veces no sé qué pensar.

—Es cierto.

—Pero por suerte, estamos en el mejor sitio para comprobar algo así. Dispongo de técnicos en antropometría que pueden comprobar los rasgos… Si usted vuelve esta tarde, le podrán dar una respuesta segura.

Marcos Solana volvió por la tarde, después de comer en el Círculo Ecuestre. Ambiente de negocios, de familias conocidas, susurros de letrados y la última exposición de un pintor que también aspiraba a la eternidad. Como Marcos era muy conocido, no pudo comer solo. ¿Sabes que el juez Valbuena no ha querido ir al Supremo? ¿Te has dado cuenta de las auténticas manías de la jueza Rius? ¿Sabes que se ha descubierto un desfalco en la Generalitat, y que no lo sueltan porque va a haber elecciones? La sopa de cangrejos estaba buena y la carne en su punto, pero Marcos Solana apenas probó bocado. Cuando volvió a ver a Echevarría le dominaba una especie de vértigo.

—Han examinado los perfiles y las medidas de las cabezas, aparte de los rasgos. Ahora no hay duda de que en las dos fotografías está la misma cara —dijo el comisario.

—Dios santo…

—No debe extrañarle tanto, Solana. No son muchos los años de diferencia.

—Pero la cara no ha cambiado…

Consejo de administración del Banco de Barcelona, cuando éste estaba en lo mejor de su poderío. Trajes de lana de Manchester, chalecos ceñidos hasta el último botón, lazos de pajarita o chalinas de las que más tarde pondría de moda Ventura Gassol. Calvas memorables, panzas a la Grand Vefour, barbitas recortadas por un príncipe ruso que ya había pedido el exilio anticipado. Todo un mundo que ya había dejado de existir, aunque existía aún la casa donde se reunía aquel consejo de administración: la primera casa de la Rambla, antigua fundición de cañones. Y siempre el tiempo en las ventanas, el tiempo, el tiempo.

—He averiguado también otros detalles —dijo el comisario, piadoso.

—¿Cuáles?

—Recursos de un viejo policía que conoce gente. Ante todo, he hablado con Francesc Cabana, que es el mejor historiador de la banca que tenemos en este país. El hombre de la cara que no cambia nunca era, en efecto, consejero del Banco de Barcelona en 1905. Se llamaba Eduardo Rossell.

Marcos Solana le miró con renovado interés. Por fin un dato comprobable, una pista. Y también una cierta sorpresa, porque no esperaba que el comisario se esmerase tanto.

—Señor Echevarría, ¿qué más ha averiguado?

—Que ese hombre, Eduardo Rossell, desapareció dos años después. Hay algún dato en los archivos de Jefatura. Se dice que lo secuestraron los anarquistas por motivos políticos —o mejor sociales, porque los anarquistas no creían en la política—, algo que no era tan raro en aquella época. Se hicieron investigaciones, claro, dada la personalidad del banquero, pero éstas quedaron del todo frenadas cuando la Semana Trágica de 1909. Aparecieron tantos cadáveres en Barcelona que cualquiera pudo ser el de Rossell. De hecho, parece que hasta hubo una identificación de restos, aunque sin demasiadas garantías, hasta que el caso se cerró. No necesito decirle que ahora es un caso que pertenece a la prehistoria.

—No es tan extraño lo que me dice, comisario —susurró Solana—, porque las desapariciones violentas forman parte de la historia de este país, pero los archivos del Banco de Barcelona existen aún. Se podrá reconstruir la historia del tal Rossell. Por ejemplo, de dónde venía.

—Lo he hecho. No crea usted que mis hombres del servicio informático han estado inactivos. Hay indicios de que Eduardo Rossell hablaba varios idiomas, entre ellos algunas lenguas muertas, conocía la historia del país como si la hubiese vivido y manejaba la contabilidad como si fuese una computadora. Hay indicios de que asistía a tertulias en Els Quatre Gats, donde la gente se asombraba de todo lo que aquel tipo sabía. Hasta Sánchez Ortiz, que entonces era director de
La Vanguardia
, le hizo una entrevista.

—Entonces estamos de suerte.

—De suerte nada, amigo mío: nada. Todo lo que le cuento es espuma: alguna anécdota en los periódicos, fragmentos de memorias de gente de la época y pedacitos de los boletines bancarios. Pero nada oficial. Que ese hombre existió es cierto, pero para empezar, no hay certificado de defunción.

—En cierto modo, es natural —dijo Marcos, quien había tenido que reconstruir filiaciones enteras de gente desaparecida durante las guerras—. En este país han pasado demasiadas cosas.

El comisario, que quería santificar su trabajo en la Tierra, miró al abogado con una secreta piedad.

—He hecho algo que tal vez debería haber hecho usted —murmuró.

—¿Qué?

—Utilizar a mis informáticos, y sobre todo mis amistades en el Registro Civil, para encontrar el acta de nacimiento de Eduardo Rossell. En la entrevista que le hizo Sánchez Ortiz, él dice que siempre fue corredor de Bolsa y que nació en Barcelona. No da nunca el año, lo que ha complicado mucho las pesquisas, pero se han revisado los nacimientos de al menos veinte años. Como es lógico, figuran muchos Eduardo Rossell, pero todos tienen fecha de defunción, o al menos expediente de presunción de muerte, como manda el Código Civil. Éste sería el único que no ha muerto a pesar de que desapareció y lo buscó la policía. Absurdo. Tendría que estar diez veces muerto. Nos encontramos ante un tipo que no sólo no muere, sino que no consta ni que haya nacido.

Marcos Solana cerró otra vez los ojos.

La lujosa casa de la Bonanova.

El fin de Guillermito Clavé.

El tiempo.

El tiempo en las ventanas.

Y otra vez el vértigo.

Con un hilo de voz susurró:

—Vamos a por el médico de 1916.

—Exacto. Servicio de Urgencias, uno de los primeros instalados en este país. Unas caras bien conocidas. Por suerte, los archivos del Hospital Clínico son muy completos.

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