La ciudad sin tiempo (21 page)

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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

Ella sonrió, señalando la mesa donde se amontonaban los papeles. Pero Solana sabía que no era sólo eso. Algo preocupaba a Marta Vives —hasta diríase que la asustaba— de tal modo que a su fortaleza física añadía ahora un encanto especial, un aristocrático punto de languidez. Al principio, había sorprendido al abogado por su tipo de atleta, su altura y flexibilidad, su potencia física. Ahora la admiraba por su inteligencia, pero a veces parecía transmitirle una especie de miedo.

—Gracias por tu último informe, Marta. Es muy completo.

—No tiene ningún mérito. Era un tema que conocía bien.

—Conocer las cosas siempre ha sido un mérito, amiga mía. No le quites importancia.

Mientras hablaba, Marcos Solana miraba con disimulo sus piernas. No se atrevía a hacerlo abiertamente porque temía que Marta lo notase y entonces, ¿qué pensaría ella? ¿No sería vergonzoso para Solana que ella temiera una especie de acoso sexual?

Desvió la mirada.

No, no era justo. Una mujer tiene derecho a no ver perturbada su intimidad. Muchas veces —y aunque pocos lo piensan— la intimidad es lo único que le queda.

—¿Por qué duermes mal, Marta?

Ella desvió la mirada. No podía decirle la verdad, decirle que en horas de trabajo visitaba los archivos para buscar datos sobre su familia, para hurgar en detalles que sólo podían estar allí o en los cementerios. Eso la dejaba a veces sin tiempo para los asuntos del despacho, pero se llevaba los papeles a casa y los trabajaba de noche, sin decirle nada a Solana. Éste veía que todos los casos estaban en orden y tampoco hacía preguntas. Sólo notaba que Marta no era la misma, que la vencía una especie de hundimiento interior.

—Son épocas —dijo ella—. Luego pasará.

Y cruzó las piernas.

Marcos se dijo una vez más que tal vez eran las más bonitas que había visto en su vida.

Pero ¿por qué guardaba Marta aquella especie de miedo en sus ojos?

Lo cierto era que la muchacha estaba intentando averiguar por qué el joyero Masdéu y ella buscaban lo mismo. Por qué los antepasados de los Masdéu habían pagado la tumba de una antepasada suya, de la que nada sabía apenas. Podía preguntárselo directamente a Masdéu, claro, pero le parecía una ingenuidad. Prefería hacerlo teniendo algunos datos, sabiendo al menos en qué terreno se movía.

Fue a ver a un viejo historiador llamado Conde. Jubilado de la universidad, olvidado por sus discípulos, Conde seguía investigando y había llegado a ser un hombre de una ciencia absoluta y una mala baba también absoluta. Decía que la Historia no sirve para nada, puesto que nadie la enseña. «Ahora mismo —proclamaba— en los institutos, la primera trinchera de la ciencia, hay alumnos que aprueban sin saber quién fue Franco y qué guerra provocó. Hay incluso quien dice —sin morir a continuación— que fue un presidente de la República elegido por sufragio popular. Los que escribimos sobre Historia somos cuatro chalados y cinco inútiles. Dentro de cien años, otros cinco chalados y otros cuatro inútiles escribirán sobre nuestras guerras civiles todo lo contrario de lo que he escrito yo, pero tampoco los leerá nadie.»

Recibió a Marta Vives en un anticuado despacho de la calle Petritxol, antes calle de abogados y ahora calle de exposiciones y chocolaterías. Lo primero que le dijo fue:

—Usted debería dedicarse a otra cosa.

—¿Por qué?

—Es muy joven y muy guapa.

—¿Y a qué debería dedicarme, según usted? —preguntó ella con el mentón alzado—. ¿A acompañar a un banquero mientras dice que va a estudiar un balance?

—No, pero debería participar en los concursos de la tele y hacerse famosa. Seguro que el noventa por ciento de los que participan son peores que usted. Me parece una lástima que deje usted perder su vida y no participe en la cultura del pueblo.

—¿Qué cultura?

—La de aprender que este país nace y muere cada día. Ni conserva un recuerdo del ayer ni le importa lo que hará mañana. Cuando se acaba el último concurso de la televisión, se ha acabado España, pero eso es magnífico. Yo creo que llevamos camino de ser un país absolutamente dichoso.

Marta no se atrevió a quitarle la razón. Ojalá el mundo fuera solamente el que le ofrecían los concursos de la tele.

—Usted sabe que me tomo en serio la Historia, sobre todo la de esta ciudad —dijo—. Ya le envié mi expediente académico para que me recibiera. Precisamente porque me tomo en serio la Historia, me gustaría hacerle unas preguntas sobre las muchas dudas que tengo.

—¿Está preparando una tesis doctoral?

—Ya la presenté. En mi expediente verá que la calificaron
cum laude
.

Conde pareció desconcertado un momento. Consultó unas notas que tenía a su lado. Luego miró a Marta con más respeto.

—La compadezco —dijo.

—¿Por qué?

—Fue una tesis sobre Barcelona. Y ésta es una ciudad complicada.

—Estoy de acuerdo —repuso Marta—. Desde una perspectiva de siglos, no creo que Barcelona haya tenido una lógica.

—Me temo que pensamos lo mismo, pero tampoco me gustaría tener la lógica de una ciudad suiza. Siéntese.

Marta lo hizo, pero no cruzó las piernas.

—¿Qué quiere saber?

—Usted busca documentos originales. Usted ha estudiado todos los registros que existen en este pequeño país.

—No están bien llevados —protestó Conde—. Y muchos han desaparecido.

—Quizá no todos los historiadores son tan meticulosos como usted —elogió Marta—. Se limitan a citarse unos a otros y no consultan un maldito registro.

—Y a quién le importa. Nadie vive del pasado, sino del riguroso presente. Como máximo, el pasado es un tema de discusión, o ni siquiera eso. Pregúnteselo a las clientas de las chocolaterías que hay aquí abajo y ahora deje de alabarme y dígame qué quiere.

—Necesitaré informes sobre una antigua familia, pero no podré pagárselos. Si usted tiene que perder horas buscando en viejos papeles, olvídelo. Contésteme sólo si sabe la información de memoria.

—Todos los historiadores de verdad son pobres, a menos que se dediquen a otra cosa, así que intentaré ayudarla.

—Hay una vieja familia barcelonesa: los Masdéu.

—Hay muchas viejas familias barcelonesas, pero pronto no va a quedar ni una. Tampoco es que eso tenga demasiada importancia. Las viejas familias son una lata y pronto no servirán ni como seña de identidad. Lo que se impone ahora es la cultura del mestizaje.

Y añadió:

—Perdóneme. Ya habrá notado que yo soy uno de esos tipos que protestan de todo.

—Y yo le preguntaba si recuerda algo de los Masdéu.

El profesor Conde cerró un momento los ojos, como si quisiera quedarse a solas con sus pensamientos. Marta imaginó que también se debía de pelear con ellos, pero eso era una prueba de buena salud.

Al fin, él susurró:

—Una rama de la familia se dedicó al comercio. Fueron rabiosamente proteccionistas, estaban en contra de la importación de géneros textiles extranjeros, porque de ese modo la industria catalana no tenía competencia. Los que sí tenían competencia eran los obreros, que vivían cada vez peor y se organizaban en células revolucionarias. Pero lo que le digo no es ninguna novedad, es simplemente la historia de Cataluña durante la segunda mitad del siglo XIX.

Marta susurró:

—Si una parte de la familia se dedicó al comercio, supongo que en el sentido más amplio, eso significa que hubo partes que se dedicaron a otros menesteres.

—Por supuesto: a la política y al clero. También eso forma parte de la historia de Cataluña durante el siglo XIX.

—¿Qué significa «política»?

—Alcaldías y poco más. Todo lo que estuviese ligado a los intereses concretos de cada comarca. Un alcalde podía entonces hacer muchas cosas, y si quiere le cuento la historia del río Llobregat, sus colonias textiles y sus fábricas.

—¿Y qué quiere usted decir con «clero»?

—Me parece recordar que ahí llegamos más lejos. Hubo un obispo, un prior y varios catequistas, o sea, defensores de la religión tradicional tal como nos viene explicada en los libros. Incluso hubo una especie de visionario. Y los sacerdotes de la familia fueron muy ultramontanos, algo así como capellanes de las brigadas carlistas.

—¿Guerrilleros de Dios?

—Podría ser una definición acertada.

—No ha consultado ni un papel. Tiene usted una memoria prodigiosa, señor Conde.

—Lo cual puede significar que me lo he inventado todo, como hacen otros.

Marta sonrió mientras pensaba que estaba cansando al viejo. O quizá el viejo se alegraba al darse cuenta de que aún alguien se acordaba de él. Pero, por si acaso, hizo una última pregunta:

—¿Queda algún rastro de las viviendas de esa parte, digamos clerical, de la familia?

—Pues lo normal: conventos, parroquias, residencias de curas ancianos o incluso viejos cuarteles carlistas. En Cataluña fueron muy habituales durante el siglo XIX.

—¿Alguien vivió en Barcelona?

—No lo recuerdo, pero puedo consultarlo. O quizá sí que lo recuerde… Déjeme ver. Me parece que uno de los sacerdotes murió en Barcelona, pero no en la casa patriarcal de la familia, que estaba en la calle de Mercaders y, naturalmente, hoy ya no existe. Una vez, sin que por eso me echaran de la ciudad, hice un estudio sobre las relaciones entre comercio y clero en la época que se ha dado en llamar «de la fiebre del oro». Oro para unos cuantos, claro. Puedo consultarla, si usted está dispuesta a seguir sentada quince minutos más.

Y hurgó en su biblioteca, que estaba llena de papeles amarillos cuyo orden sólo conocía él. Marta pensó que algunos se le desharían entre los dedos. Conde buscó y buscó, levantando nubes de polvo y larvas mientras Marta se preguntaba por qué una atleta como ella, que había ganado campeonatos, se había aficionado a aquel polvo de tumbas.

Después de casi una hora, que sustituyó a los quince minutos prometidos, Conde hizo un gesto de satisfacción.

—Creo que lo tengo —dijo.

—¿El qué?

—La casa donde murió uno de los sacerdotes de la familia. Quiero decir el único que no murió en una residencia o un convento. Fue uno de los Masdéu más sabios, llegó a obispo y por supuesto no tuvo herederos. Eso explica lo que le diré a continuación.

—¿Qué?

—Legó sus bienes al ayuntamiento de la ciudad para que creara una biblioteca destinada a los estudiantes pobres. Valiente tontería, porque para eso ya hay bibliotecas mucho más importantes. Quiero pensar que se refería a estudiantes que quisieran entrar en el seminario, pero ésa es una tontería aún mayor: ya nadie quiere entrar en el seminario. De manera que el ayuntamiento aceptó el legado, hace ya muchos años, pero no se molestó en llevar adelante nada más. La casa se fue arruinando, y al parecer estaba en tan mal estado que ni siquiera los okupas se molestaron en tomarla por asalto. Ahora lo único que vale es el solar, e imagino que el ayuntamiento acabará haciendo una permuta, o algo así. Pero para eso tiene que dejar que se hunda la casa.

—¿Dónde está?

—Naturalmente, en el casco viejo; creo que en la Baja de San Pedro, pero no lo recuerdo con exactitud. Lo voy a mirar porque tengo aquí un catálogo municipal.

Buscó entre otros papeles no tan viejos, pero que inspiraban un cierto sentimiento de piedad. Al fin le entregó a Marta una nota escrita.

—Aquí la tiene. Me pregunto para qué quiere todo esto. Para qué lo necesita.

Marta dijo con un hilo de voz:

—Pienso ir a la casa.

—¿De veras?

—Si no, no le habría molestado.

Los dedos del viejo Conde temblaron un instante. Sus ojos, que normalmente destilaban desprecio, destilaron un mar de dudas. Con una voz que ya no parecía la suya, musitó:

—No lo haga.

—¿Por qué?

—Dicen que el cadáver del sacerdote no salió de allí —murmuró mientras se volvía de espaldas—. Según los registros oficiales, no fue enterrado nunca.

26
El conde de España

—Yo soy Carlos de España, señor del castillo de Ramefort, capitán general de Cataluña. Exijo que mis órdenes sean cumplidas de inmediato, y todo aquel que se retrase deberá atenerse a las consecuencias. Quiero tener aquí, en mi mesa, dentro de cinco minutos, los documentos necesarios para que se ejecuten esta misma mañana las penas de muerte.

Oí perfectamente las palabras de aquella especie de Ser Supremo que cada día necesitaba su ración de sangre.

Yo, el hijo de un prostíbulo, el que no moría nunca, veía morir a los otros.

Y además lo sabía todo sobre aquel capitán general absolutista. Carlos José de España y Couserans había nacido en Foix, Francia, en 1775, y estaba destinado a morir en Organyá, Lérida, en 1839, estrangulado por sus propios hombres. Al iniciarse la Revolución francesa huyó al Reino Unido, y después a Mallorca. En 1792 se puso al servicio de la Corona española y luchó contra sus propios compatriotas franceses. En 1811 había alcanzado el grado (a mí me era imposible saber con qué méritos) de mariscal de campo. Fernando VII, hombre de fino instinto, lo nombró capitán general de Cataluña en 1818.

Yo lo recordaba todo por la sencilla razón de que lo había vivido. El conde de España reprimió con extrema dureza la sublevación «deis agraviats», mandando incluso ahorcar a los que habían sido indultados. Era normal que exhibiera sus cuerpos en los patíbulos de la Ciudadela y bailara ante los muertos.

Y todo esto lo sabía yo muy bien porque había llegado a ser nada menos que su secretario. Yo, el hombre sin muerte, estaba hundido en un mundo de muertos.

A veces me costaba soportar mis recuerdos.

Pensaba que es justo que los recuerdos —y la vida— tengan la palabra «Fin».

Pero yo no la tenía. Yo estaba obligado a vivirlo y recordarlo todo. A veces, me parecía estar de nuevo en las murallas de Barcelona, o bajo la «Tomasa» de la catedral, que manché con mi propia sangre, cuando las tropas de Felipe V entraron al asalto y delante de mí una mujer paría a una hija soñando que sería libre en la ciudad libre. ¿Libre…?

Barcelona, ante mis ojos, ya no había vuelto a serlo.

Yo cerraba esos ojos.

Y me acordaba de que, desde entonces, en la maltratada ciudad, habían ocurrido una multitud de hechos: la relativa prosperidad del comercio, la entronización de Carlos IV, la época del gran Goya, la guerra de la Independencia, que abarcaba dos reyes, la entronización de Fernando VII y el absolutismo más despiadado, del que en Barcelona era legítimo representante el conde de España.

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