La ciudad sin tiempo (38 page)

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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

Masdéu le había pedido que se vieran en su taller, pero Marta Vives había preferido quedar citada en un café, donde al menos habría gente. ¿Era eso miedo? Mientras movía la cabeza negativamente intentaba convencerse de que no, de que ella era una mujer fuerte y que tenía algo así como la verdad de los siglos. Descendió por la Rambla, se metió en la calle Nueva, vio sus viejos portales, recordó lo que en cada uno de ellos había existido y entonces sintió otra vez aquella punzada: ya no le cabía ninguna duda, era miedo.

En Barcelona han ido desapareciendo los cafés, tal vez -pensaba Marta- porque la gente tiene menos tiempo. Casi todos son ahora cafeterías de marcha rápida donde no se detienen las caras y tampoco los pensamientos. Y ella había accedido a verse con Masdéu en un café proletario porque sabía que tenía un altillo en el que podrían hablar casi envueltos por el silencio, pero con gente en las cercanías. Puesto que se había negado a ir a su taller, al menos había dejado que Masdéu escogiera el lugar de la cita.

La calle Nueva había sido lugar de cabarets, academias de baile, casas de juego clandestinas y prostíbulos donde los hombres olvidaban y las mujeres morían poco a poco. Había sido también lugar de barricada, sangre obrera y bandera roja, pero ahora era calle de inmigrantes que aspiraban a una vida mejor, y por lo tanto alzarían algún día otra bandera roja. Marta entró en el café, en su aire antiguo.

Masdéu la saludó desde el altillo. Era lugar de citas clandestinas y de botones que se desabrochan solos, pero el único camarero intuyó que Marta no había venido por eso. Y si había venido por eso, menuda suerte tenía el tipo de arriba. Los dos se sentaron en la penumbra, mirándose a los ojos como si quisieran adivinarse los pensamientos.

Ella se dio cuenta ahora de que Masdéu era más joven de lo que le había parecido la primera vez. Y seguramente más vigoroso. O quizá sus ojos la engañaban y aquel hombre tampoco tenía edad. Marta pensó en los muertos -sobre todo en las muertas- de su familia, y en el silencio del cadáver que aún reposaba en la casa de la Baja de San Pedro.

Le habían dicho que no volviera allí. Se lo había dicho el padre Olavide, que lo sabía todo. El hombre sin edad le advirtió que su vida corría peligro. Y ella se preguntó ahora, con un parpadeo, si tenía delante su propia muerte.

Masdéu murmuró:

—Gracias por haber venido. Y gracias por haberme dejado elegir el sitio.

—Era lo menos que podía hacer. No quise ir a su taller como la otra vez.

—¿Miedo?

Ella negó con la cabeza mientras decía:

—¿Por qué había de tenerlo?

—Quizá porque otras personas lo tuvieron antes que usted.

—Es posible que haya pensado en eso, pero ahora no me importa. Simplemente quiero saber toda la verdad, si esa verdad puede ser contada.

—Adivino que conoce la historia, Marta.

Ella musitó:

—Sí.

Y en aquel momento se dieron cuenta de algo que no parecía tener sentido.

Los sacerdotes ya no llevan sotana por las calles de Barcelona.

No entran en los cafés proletarios con tanta naturalidad como si allí fueran a decir misa.

Pero había sucedido.

El padre Olavide estaba abajo.

39
El café de la eternidad

Ya no hay sotanas negras en las calles de Barcelona; quizá no las haya ni en el palacio episcopal. Miró al padre Olavide como si no pudiese creerlo, porque era inconcebible que el sacerdote quizá más sabio y aristocrático de España pusiera los pies en un café donde las conversaciones más importantes versaban sobre la seguridad social. Pero el padre Olavide no llegó a entrar; notó la mirada de estupor de los clientes, dio media vuelta y desapareció.

Marta suspiró:

—Ni que me hubiese seguido…

—No haga caso -dijo Masdéu-, el padre Olavide confiesa a veces a amigos moribundos. No es tan extraño que tenga alguno en este barrio.

Pero ya no quedaba rastro de él. Ambos se dieron cuenta de que el camarero estaba en el altillo. Miraba con envidia a Masdéu. «Demasiada mujer para él.» Miraba con deleite las piernas de Marta Vives: «Demasiado bonitas para una mierda de café como éste».

En el balconcito de enfrente había aparecido una mujer sola a regar las plantas. El último sol se había ido y el gato saltó para librarse del agua.

—Yo tomaré una tónica con ginebra -dijo Marta.

—Lo mismo.

Masdéu se volvió hacia ella, pero no miraba sus curvas, miraba sólo sus ojos. Las mujeres notan cuando un hombre se siente indiferente ante ellas: Masdéu se sentía indiferente ante Marta. Algo en él recordaba al padre Olavide: para su mirada no existía el sexo.

—Sé que usted ha estado investigando sobre mi familia-susurró Masdéu.

—¿Y cómo sabe eso?

—Porque los dos nos movemos en mundos muy pequeños: usted en el de los archivos y las casas que están a punto de convertirse en polvo. Yo en todo lo contrario, en las joyas que no se convertirán en polvo jamás. Hace poco estuve en una exposición de creaciones de Masriera y recordé el diseño de la cadenita que le mostré. Un joyero me contó que la había visto a usted visitando archivos. En estos pequeños mundos cultos y civilizados en que nos movemos los dos, se sabe todo.

—Lógico que investigue y se me vea por los archivos -alegó Marta-. Soy historiadora.

—No tiene usted que excusarse de nada.

—Entonces, ¿por qué quiere hablar conmigo? Parece como si usted quisiera pedirme una explicación… o tal vez advertirme de algo.

—Oh, no… Todo lo contrario. Lo que intento es manifestarle mi admiración, porque hay muy pocas personas en esta ciudad que sepan verla con los ojos del ayer, que se den cuenta de que las cosas pasan por algo que ya sucedió antes. Usted es como un milagro, usted radiografía la ciudad y sabe ver la vida oculta que hay en muchos lugares y la muerte oculta que hay en otros. Me han dicho también que la vieron entrar en la casa de la calle Baja de San Pedro, que fue de un antepasado mío.

Marta se sobresaltó, pero lo disimuló mirando de nuevo hacia la puerta mientras pensaba que aquel hombre lo sabía todo.

—Ahora es propiedad municipal -se defendió-, y supongo que se puede investigar en ella, aunque por poco tiempo. Acabará derrumbándose.

—Tampoco le pido explicaciones. Sólo alabo su capacidad de investigación, que es superior a la mía y la de mi familia. Porque usted sabe que pertenezco a una familia muy antigua, en la cual abundaron los sacerdotes, los inquisidores y los sabios.

Marta apretó los labios.

—Todo lo contrario que la mía -dijo.

—En efecto, y celebro que tenga la sinceridad de reconocerlo.

—No hace falta sinceridad para reconocer algo que no es pecado.

—A mi entender, hay estirpes dedicadas a la fe, como la mía, y estirpes dedicadas al pecado, como la suya -dijo Masdéu meneando la cabeza-. No se ofenda. En el mundo siempre ha habido personas que han creído y han obedecido, y en cambio otras, en lugar de creer y obedecer, se han hecho preguntas.

—Hacerse preguntas es propio de la naturaleza humana.

—Quizá no tanto. Quizá no lo sea cuando la respuesta ya nos ha sido dada. Pero dejemos eso. Usted sabe perfectamente a qué estirpe pertenece.

Marta se sintió molesta ante aquellas últimas palabras, en las que adivinaba un cierto desdén. Ella se sentía orgullosa de su estirpe, quizá porque su estirpe no se había preocupado sólo de buscar la felicidad. Pero adivinó que la de Masdéu tampoco había buscado la felicidad, y eso hizo que aquel confuso sentimiento desapareciera. Al fin y al cabo, estaban hablando de cuestiones parecidas, aunque vinieran del fondo del tiempo y de unos genes incontrolables en los que estaba la memoria secreta.

Masdéu miraba al vacío y susurraba con un hilo de voz:

—En su estirpe, Marta, en la familia que usted no ha conocido pero de la que está recibiendo mandatos, ha habido también muchos investigadores y sabios cargados de dudas sobre aspectos ya resueltos. Por ejemplo, la existencia de Dios y sus mensajes; por ejemplo, la infalibilidad de la Iglesia; por ejemplo, la salvación y la condenación; por ejemplo, la obediencia. Cuando uno se hace preguntas sobre eso, cae en el vacío, que es lo que les ha ocurrido a los antepasados de usted. Todo lo que usted sabe, todo lo que los suyos han sabido, se basa en la nada. Sin embargo, debo reconocer algo. Marta le miró a los ojos.

—Hable.

—Debo manifestarle mi admiración, porque usted y los que le han dado su sangre han intentado mirar más allá de la superficie, y ésa es una grandeza que corresponde a los elegidos. Ahora bien, ¿elegidos por quién? Ustedes tienen sus raíces secretas en el fondo de esta ciudad, a la cual han dado historia e incluso grandeza. Si el aire de las ciudades transporta una voz, no todos saben oírla.

Puso las manos sobre la mesa. Eran también unas manos muy finas y blancas: le recordaban a las del hombre de la mirada eterna.

—Le he dicho esto -siguió Masdéu- porque Barcelona transporta muchas voces, sus calles están llenas de fantasmas que hablan, pero sólo unas cuantas personas las pueden escuchar. Usted es una de ellas, Marta, y no crea que la estoy alabando; al contrario, estoy intentando decirle que se equivoca.

Ella guardó silencio mientras sentía que se le secaba la boca. Bebió un sorbo. Al otro lado de la calle, un gato observaba la ciudad. Una vecina ampliaba las fronteras de su balcón cambiando una maceta de sitio.

—¿Me equivoco en qué?

—En hacerse tantas preguntas, por ejemplo. Es mejor creer.

—Su familia siempre ha creído, Masdéu. Durante generaciones, la fe ha sido una de sus constantes y el catolicismo a ultranza ha guiado sus pasos, mientras que a mi familia la guiaban las dudas. Usted y yo somos una especie de milagro, créame: todavía pensamos en temas en los que la gente no piensa.

—¿Pretende decir que el catolicismo o las religiones ya no interesan a nadie? Al contrario, hay religiones, como el Islam, que están en auge, quizá porque muchos pueblos árabes no pueden exhibir otra seña de identidad ni pueden confiar en nada más. La violencia islamista, que es nueva, está originando un sólido frente cristiano, que a mi entender acabará tomando forma política como en la época de las Cruzadas. De repente podemos volver a los siglos de la Edad Media, a los siglos de la fe; no diga que la gente no piensa en esos temas. Lo que ocurre es que a veces le da miedo mencionarlos.

—A mí no; yo sigo haciéndome preguntas sobre la fe, quizá porque va unida a mi cultura.

Masdéu entornó los párpados.

—¿Y qué preguntas se hace?

—Por ejemplo, el mundo no me gusta.

—¿Por qué?

Marta estuvo a punto de ofenderse. No era justo que a ella le hicieran una pregunta tan elemental, y menos justo era que se la hiciese una persona ilustrada como Masdéu. De modo que frunció los labios.

—Tengo la sensación de que Dios no se ocupa de nosotros ni de nuestro sufrimiento. De que millones y millones de seres han nacido sólo para padecer y unos cuantos miles sólo para disfrutar, y ése es el mundo que le parece lógico a la Iglesia. Por tanto, le parece lógico al papado. Por tanto, a Dios. Miro en torno a mí y no veo más rayos de luz que los que provienen de la dignidad humana.

Masdéu dijo secamente:

—Los ricos lo pagarán.

—¿Y por qué tendrían que pagarlo? Muchos de ellos, ¿qué culpa tienen, si no han obrado mal? ¿Es obrar mal tener más inteligencia? ¿Más astucia? ¿Más instinto? ¿No tiene derecho todo ser humano a buscar la felicidad, de la cual el dinero es una parte? ¿No hay un camino inexorable hacia una vida más digna? ¿El que consigue el dinero debe necesariamente pagarlo en otra vida? ¿Por qué?

—Jesús lo dijo.

—Y aunque lo hubiera dicho, ¿es justo? ¿Debe mantenerse en el mundo un estado de terrible desigualdad, y de ultrajes constantes a la dignidad humana, sólo para que unos cuantos lo paguen luego?

—Ya se está usted haciendo las mismas preguntas que durante siglos se hizo su familia, Marta.

—Porque no he renunciado a pensar.

—Su familia habría sido mucho más feliz limitándose a creer, amiga mía.

—Sobre todo, no habría sido perseguida.

—Lo siento. Nunca he querido dar toda la razón a algunos de mis antepasados, los inquisidores y los guardianes de la fe, pero es necesario ser fuerte contra los que quieren privar a los demás de las felicidades más sencillas.

—Supongo que la felicidad más sencilla consiste en creer y dejarse llevar. No hacerse preguntas cuando las respuestas ya están en el catecismo, pero creo que eso también atenta contra la dignidad humana.

—Al contrario, Marta: hay una gran dignidad en la obediencia. Dese cuenta de que usted propugna una forma de pensar para la que algún papa abrió un levísimo resquicio. Y estoy hablando de Juan XXIII. Pero enseguida la Iglesia ha cerrado filas. No se puede transigir. El pensamiento libre, el análisis de la fe, el evangelio de los pobres, de los curas obreros, la sensibilidad de las mujeres y su probable mensaje… Sobre todo eso se ha ido pronunciando la Iglesia, cerrando todas las fisuras. En ese sentido, el verdadero hombre de hierro fue Pío XII. Algunos lo criticaron, pero los últimos papas han ido siguiendo su camino. Para las personas como usted, Marta, las puertas están cerradas.

—Lo estuvieron siempre.

—Tampoco me parece justo. Y porque no me parece justo estoy hablando con usted. Pero me inquieta lo que acaba de decir de que la fe sencilla, la que te lo da todo resuelto, atenta contra la dignidad humana.

Marta volvió a fruncir los labios.

—Porque nuestra dignidad está formada por valores morales: el valor personal, la comprensión, la tolerancia, la hermandad, el amor y, por descontado, el pensamiento. No es enteramente humano el que no piensa.

Marta Vives desvió la mirada. Sabía que no podría convencer jamás a Masdéu, como los miembros de su familia jamás convencieron a los que acabaron matándolos. Además, en aquel café no les entendería nadie. ¿El padre Olavide tal vez? Pero el padre Olavide ya se había ido.

Fuera, imperaba la oscuridad. Marta oyó confusamente el ruido de una moto a su espalda, detrás de la pared. Seguro que había un callejón ciego detrás del café, pero no lo había intuido hasta aquel momento. Las puertas que se abrían y cerraban, en la planta baja, sólo daban paso a las sombras. Como si su propia voz la tranquilizase, dijo igual que si hablara para sí misma:

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