La ciudad sin tiempo (39 page)

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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

—Creo en algo superior a nosotros. Ni nuestro pensamiento, ni nuestra sensibilidad, nuestra cultura y nuestra historia, pueden ser fruto del azar. Tiene que haber un principio, y si a ese principio le llama usted Dios, yo también puedo llamarle Dios. Pero su obra es equívoca y triste. Un creador no ya bondadoso, sino simplemente virtuoso, no puede haber dado por buena una obra tan cruel.

—Esto, Marta, es un valle de lágrimas.

—No veo la necesidad de demostrar la grandeza creando un valle de lágrimas.

Masdéu susurró sin mirarla:

—Piense en el Mal.

—Lo cual indica que el Mal, con mayúscula, existe.

—Pues claro que existe.

—Y que Dios -cortó Marta- no es libre. E intentaré decir algo más: existe una lucha eterna de la que somos víctimas los seres humanos, y la Creación no ha terminado todavía.

Fue entonces cuando Marta vio pasar de nuevo delante de la puerta aquella figura negra. Definitivamente, el padre Olavide aún no se había ido.

Durante un tiempo trabajé como profesor contratado en un colegio de las Escuelas Pías. Parecía absurdo que un hijo del diablo enseñase algo en las aulas de Dios, pero es que fui el único que demostró saber más Historia que todos los otros profesores juntos, y además fui el único que accedió a trabajar por un sueldo de miseria. Muchos de los escolapios no eran ni siquiera licenciados y no sabían gran cosa, así que suplían sus carencias contratando a profesores muertos de hambre que disimulaban con pundonor lo gastadas que estaban las mangas de sus americanas.

El colegio estaba en la parte más noble de Barcelona, en Sarria, por encima del paseo de la Bonanova. Desde sus ventanas, yo llegaba a distinguir la magnífica torre de Guillermito Clavé, al que con el tiempo tendría que matar, a pesar de que entonces no lo conocía. Distinguía los jardines con laberintos venecianos, estatuas griegas y palmeras cubanas. Veía a veces, deslizándose entre las palmeras, alguna sirvienta vestida de negro. Los alumnos eran ricos y pertenecían a las familias tradicionales del país. Los profesores no pertenecían a ninguna familia y eran pobres.

Barcelona se estaba transformando en una ciudad peligrosa para mí, porque cada cierto número de años necesitaba cambiar de nombre, domicilio y profesión, ya que me era difícil cambiar de aspecto. Me habría resultado más sencillo trasladarme a cualquier otra gran ciudad, pero yo amaba mis calles y no quería separarme de ellas ni de los fantasmas que había ido dejando atrás.

Dando clases a aquellos hijos de familias poderosas me convencía de que definitivamente se habían ido formando dos Españas que ya eran irreconciliables, pero también se habían configurado tres o cuatro Barcelonas. La mía era una ciudad tremendamente complicada: nacionalista y centralista, internacionalista y localista, clerical y libertaria, cargada de iglesias y llena de lupanares, rica y al mismo tiempo cargada de miserias. Cuando se produjese la inevitable conflagración nadie podría mandar en ella. A veces sentía la necesidad de hablar a mis alumnos de todos los hombres y mujeres a los que yo había visto morir, generalmente por nada -o sólo para salvar su dignidad humana-, pero no habrían entendido ni una palabra.

Aunque Barcelona estaba creciendo como yo jamás pude imaginar, la ciudad vieja apenas había cambiado, y yo podía seguir todas sus calles, todas sus casas, guiado sólo por el hilo de la memoria. Conocía la distribución de los pisos en los que había estado sin que sus actuales inquilinos lo imaginaran, numeraba los portales, los comercios que había visto pasar de padres a hijos, los prostíbulos que había visto pasar de madres a hijas. Podía describir las sedes de todos los partidos políticos, pero no sólo eso, sino también dar los nombres de sus mártires. Veía perderse la mirada de mujeres cuya expresión cargada de esperanza yo había sentido cuando eran niñas.

A la ciudad llegaban trenes de emigrantes en busca de una vida mejor, porque en Barcelona había trabajo, y en cambio no lo había en la España interior, en sus provincias muertas. Toda la pobreza de Aragón, Murcia y Almería se volcaba en las obras de la Exposición de 1929, y yo leía a un joven periodista, Carlos Sentís, que a los abarrotados trenes obreros llegados de Murcia les llamaba con piedad no el Transiberiano, sino el Transmiseriano. Con eso la agitación social crecía, hombres y mujeres buscaban su última oportunidad y las colinas barcelonesas empezaban a cubrirse de barracas.

Nadie me habría creído si yo llego a explicar que, muchos siglos atrás, los que llegaban a Barcelona, buscando trabajo y huyendo de la pobreza, eran los franceses. Ante mis ojos, el mundo siempre era distinto y siempre se repetía, demostrando que en él aún había mucho por hacer.

¿Eran logros que ya estaban designados en la Creación? ¿O los estábamos fabricando nosotros?

Pese a darme cuenta de que el país se aproximaba a su destrucción, fueron unos años tranquilos para mí, el fantasma surgido del fondo de los tiempos. Nadie me conocía ni me perseguía, ascendía a pie cada mañana a las alturas nobles de la ciudad, veía los edificios nobles de Sarria, atravesaba huertos y solares y tenía conversaciones con los pájaros. Mi vida era virtuosa.

Sólo maté a un hombre.

Y de El Otro no encontré ni rastro.

Masdéu susurró:

—¿Por qué cree que la Creación no ha terminado todavía?

—Porque aún existe una lucha entre dos poderes, y ese Creador del que hemos hablado tantas veces no ha podido terminar su obra. De hecho, está aprendiendo para poder terminarla.

—¿Y de quién aprende?

—De nosotros.

Masdéu se estremeció como si acabara de oír una blasfemia.

—Pero ¿qué dice?…

—¿Usted, hombre de fe intachable, cree en los demonios? -preguntó Marta sin inmutarse.

—¿Qué?…

—¿Cree en los ángeles?

—Por supuesto que sí.

—Pues debe creer también en los demonios. A ver si puedo explicarlo después de tantos pensamientos que he ido dejando atrás. El Creador -dele el nombre que quiera- fue vencido. Su vencedor-dele el nombre que quiera- intervino en la obra, intervino en la obra e intervino en la Creación, que ninguno de los dos pudo terminar como quería. Desde entonces están llegando mensajeros, de un lado y de otro, para terminarla.

—¿Qué mensajeros?

—Unos son ángeles, otros son demonios. Llegan a nuestro mundo, y todos hemos conocido a alguno. Nos orientan y en parte nos dirigen. Pero somos nosotros los que vamos terminando la Creación.

Marta había hablado con firmeza, pero Masdéu la escuchaba con los ojos cerrados y negaba poco a poco, como si no la comprendiese. Preguntó burlonamente:

—¿Tan importantes somos?

—Lo más importante que se ha creado -dijo Marta-. No conozco nada superior.

—¿Y qué?…

—En conjunto, y a lo largo de los siglos, hemos ido dominando las leyes del Cosmos, y a lo largo de los siglos que vendrán avanzaremos en nuestro dominio. E incluso modificaremos esas leyes. Llegará un día en que la Creación será también nuestra obra.

—¿En el aspecto material?

—En el aspecto material. Eso está ocurriendo ya. Es un proceso que no empezamos nosotros, pero que terminaremos. Y no sé hasta dónde se puede llegar.

—¿Cree que la ciencia, algún día, podrá llegar a completar la Creación?

—Sí. Y hasta desbaratarla.

—Dígame, Marta: ¿y la ley moral? Los seres humanos no estamos formados sólo de ciencia. Mejor dicho, la mayor parte de los seres humanos aún la ignora, pero todos tenemos una dimensión moral.

—Que también evoluciona, también es una creación.

—Se equivoca: la dimensión moral nos ha sido dada.

—Y a eso se le llama fe -susurró Marta.

—Sí.

Entonces ella prosiguió:

—Nos ha sido dada una dimensión moral que varía con las culturas y las religiones, pero hay una moral universal que hemos ido creando los seres humanos, y que en gran parte depende de la cultura que alcancemos. Fuera de toda norma religiosa, hemos ido creando una ética humana: la bondad, la integridad, el valor personal, el ansia de libertad, el sentido de la justicia, el amor humano, que a veces sólo se nutre de un soplo de aire, no están en ninguna ley divina. La tolerancia, el respeto, la convivencia, incluso el llanto, son creaciones de los seres humanos. Recibimos estímulos del llamado Bien y del llamado Mal, pero la moral y la ética las creamos nosotros. Aunque los seres humanos repitamos continuamente nuestros errores, sabemos que son errores. A lo largo de los siglos procuramos evitarlos, o al menos hemos aprendido a maldecirlos. Con los pocos materiales que nos han sido dados -por ejemplo, la fe- hemos creado una dimensión moral que al principio no existía.

Y hemos luchado y muerto por ella, lo cual la ennoblece.

Ni tan sólo la mitad de la moral nos ha sido dada por la fe, y eso significa que más de la mitad de la moral la hemos creado nosotros. Me atrevo a decir que nosotros crearemos lo que ni los dioses ni los diablos lograron terminar. Todos los luchadores, los mártires, los que creyeron en un mundo mejor, están creando la moral de un mundo que les fue entregado sin terminar. Todos los que piensan en el mundo, están ayudando a crear el mundo.

Y lo hacen sólo por dignidad, no por esperar una recompensa o huir de un castigo, como hacen los que sencillamente tienen fe.

Masdéu preguntó con voz incrédula: -¿Y eso Dios lo tiene en cuenta?

—No sólo lo tiene en cuenta: aprende. Y llegará un día en el que no sólo habremos alcanzado los límites materiales de la Creación sino que habremos establecido los límites morales. Tal vez ese día la Creación esté terminada, y Dios sea sencillamente nuestro compañero. La propia fe, a la que usted es tan fiel, lo dice: fuimos hechos a su imagen y semejanza. Pero la nuestra parece una labor sin límite; nadie es capaz de calcular cuántas generaciones ha habido desde el origen de nuestra especie, y nadie es capaz de calcular cuántas generaciones serán necesarias para que se cierre el círculo. Y el círculo lo cerrarán alguna vez los que crean en sí mismos y los que piensen.

Masdéu dijo con voz chirriante:

—Como hicieron todos los muertos de su familia…

—Como hicieron todos los muertos de mi familia. Desde la mujer que se quedó sin nicho a la que llevaba sobre su pecho, en la tumba, una cruz de bronce.

La voz chirriante dijo otra vez, pareciendo surgir de todos los rincones de la penumbra:

—Les habría sido más sencillo tener fe.

—Se puede tener fe y pensar.

—Entonces caes en la herejía -dijo Masdéu.

—Sí.

—Pero evitar eso es muy sencillo, amiga mía. Los límites los marca Roma.

—El ser humano no debe tener límites -susurró Marta-, pero se puede pensar sin ofender a Roma.

—No, amiga.

—No ¿por qué?

—Desde el principio de los siglos, es Roma la que considera cuándo debe sentirse ofendida.

—Lo entiendo: cada vez que meditas sobre ella, puedes ofenderla. Cada vez que llegas a la llamada Teología de la Liberación, puedes ofenderla. Cada vez que un sacerdote se pone a trabajar en una mina, puede ofenderla. Cada vez que, sencillamente, piensas, puedes ofenderla. Aunque no quieras. Es ella la que decide si hay ofensa.

—Lógico. Y ésa es su misión, que ha cultivado desde el principio de los siglos; no se puede tocar una coma de lo que nos ha sido revelado, y hay legiones de mártires que han muerto por esa fe. En mi familia los ha habido siempre. Ninguno se arrepintió.

Marta estuvo a punto de decirle que al menos uno se había arrepentido -y quizá se seguía arrepintiendo desde las entrañas de la ciudad-, pero prefirió guardar silencio. Volvió la cabeza.

Otra vez la calle donde ya no se movían ni sombras. Y de repente la sensación de soledad, de tiempo estéril, en aquel pequeño universo donde sólo imperaban los ojos del gato. No supo por qué, pero Marta sintió miedo.

La voz de Masdéu rompió entonces el silencio que los envolvía a los dos.

—Hay una palabra básica -dijo-: obediencia.

—La obediencia es propia de los corderos. Quizá por eso a los cristianos de buena fe se les ha comparado con un rebaño.

—No quería ofenderme con usted, Marta, pero me ofende. Ahora me doy cuenta de que no hay remedio: es usted digna descendiente de su estirpe. Durante siglos, su gente ha practicado el pensamiento libre, lo cual ha llevado sencillamente a herejías, revoluciones y sistemas de gobierno laico, o peor aún, antirreligioso, que han considerado que el hombre se basta por sí mismo. Durante siglos, ustedes han creído no en el pacto con Dios, sino en el pacto con el diablo. Y por eso han sido castigados sistemáticamente.

—Sistemáticamente -repitió Marta.

Tenía demasiado que recordar. Pero logró sonreír mientras decía:

—Dios no admite el pacto.

—Por eso he hablado de la obediencia. Y ahora dígame si el diablo lo admite.

—Tal vez sí. De hecho, la creación de la moral humana ha sido un continuo pacto entre el Bien y el Mal, y pienso que lo seguirá siendo. Por eso recibimos constantemente mensajes: hay seres que nos acompañan siempre y que habitan el Tiempo.

—Supongo que enviados del diablo.

—Me temo que sí -dijo Marta-, pero también los hay del lado de la Obediencia, del lado de las palabras que no se pueden tocar.

Hubo un brusco silencio durante el cual Marta cerró fuertemente los ojos.

Lo sabía.

Masdéu, los Masdéu, habían ido recibiendo los mensajes de la doctrina que no se puede tocar. Inquisidores, teólogos, obispos, cruzados de la fe, habían recibido solamente la voz de esa fe. Y si hacía falta, morían por ella.

Marta seguía con los ojos cerrados.

¿Había otras voces? ¿Había otras palabras?

Ella estaba segura de que sí, y su propia familia lo creyó también durante siglos. Por eso fueron muriendo todos y por eso también ella podía morir. Como si estuviera viviendo en el fondo de un sueño, recordó al hombre de la piel tan blanca que había conocido en la casa del obispo muerto. Aquel hombre, si era hombre, ¿era una voz que venía también del fondo de los siglos? ¿Era una de esas voces en que los suyos habían creído, aunque directamente no la hubiesen escuchado jamás?

La voz de Masdéu interrumpió sus pensamientos.

—Ésta es una lucha que viene desde el principio de los siglos y quizá no terminará nunca. Por eso no hay prisa. Entre los autos de fe de la Inquisición y las condenas de los tribunales militares durante la guerra civil, no ha pasado el tiempo. Es la misma lucha. Y ahora… ¿por qué se ríe?

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