La ciudad sin tiempo (41 page)

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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

Por supuesto, desde Francia, la madre buscó su pista. La Cruz Roja hizo gestiones y habría podido hallarla, pero mientras yo estaba trabajando, Rita la ocultó. Dijo que no había aparecido para que no se la quitasen. Y es que en el fondo de su sangre, de su soledad, de su vientre que un día existió, para Rita la niña era su hija.

Un día cayó una bomba en las cercanías —algo raro, porque era zona aislada y de paz— y la niña quedó sepultada por la tierra. Rita la desenterró con sus uñas, con sus gritos y sus mordiscos al suelo, hasta que se dio cuenta de que la niña seguía viva. Entonces le limpió el cuerpo con la lengua, como hacen los animales, aunque los animales no lloren de gratitud. Rita, que venía de la oscuridad, me enseñó de pronto la verdad y la luz más elementales del mundo, como siglos atrás me las había enseñado mi madre.

Yo iba de un lado a otro de la Barcelona hambrienta, de una cárcel a otra, de una cheka a otra, traduciendo lo que decían los presuntos espías detenidos. Andaba por la calle de San Pablo donde había transcurrido mi niñez, veía la iglesia en la que había dormido siglos atrás y deambulaba por las Rondas, donde durante tanto tiempo conocí las últimas murallas, las que fueron derribadas en tiempos de Cerda. Si la muralla gótica de Jaime I había sido la de mi niñez y dejaba fuera el Raval, la de Pedro el Ceremonioso, levantada apenas cien años después, dejó el Raval dentro, me dejaba a mí dentro. Yo era el hombre de las murallas, siempre con la misma cara, que podía ser reconocido en todas partes, pero todos los que habrían podido reconocerme ya estaban muertos.

Iba de un lado a otro de la Barcelona hambrienta. Veía las casas destrozadas por las bombas y me convencía de que la ciudad iba a desaparecer, tragada por el fuego. Los aviones fascistas la acribillaban día y noche. Veía convertirse en polvo los edificios que una vez amé, veía a las mujeres aullando y los ojos aterrorizados de los niños. Me pegaba a los muros de una iglesia clausurada, recordaba a todos los seres ya muertos que había visto salir de allí, ahora convertidos en niebla, y necesitaba cerrar los ojos.

Pero en el fondo, eso no era real. La realidad estaba en la casa de la colina. Allí había enseñado a la niña a leer y le estaba enseñando a escribir. Por las noches le hacía aprender los nombres de las constelaciones. Había logrado que casi todas sus palabras —elementales y directas— las pronunciase en tres idiomas, pues los niños lo aprenden todo riendo. La sostenía en mis brazos, nacidos para el mal, y pensaba que en el mal también puede haber ternura. Quizá era cierto que Dios aprendía de nosotros y se asustaba ante su obra.

Claro que, a pesar del aislamiento, no todo era tranquilidad en la casa de la colina. La madre exiliada en Francia hizo un nuevo intento para hallar a su hija, pero siguiendo otro camino. Esta vez, en lugar de la Cruz Roja, vino el Socorro Rojo Internacional, y Rita volvió a ocultarla. No me opuse, porque supe desde el primer momento que, si le quitaban a la niña (las flores que la pequeña cuidaba, el perro al cual dormía abrazada y las estrellas cuyo nombre pronunciaba por la noche), Rita se mataría.

No fue ésa la única visita al silencio de la casa. Una especie de comité gubernamental, formado por tres hombres, llegó hasta sus paredes y quiso incautarla. Todos los edificios abandonados de los alrededores estaban incautados ya, de modo que no me sorprendió en absoluto. Uno de los tres hombres me llamó la atención porque parecía culto, autoritario y, no sé cómo, conocedor del edificio. Lo revisó todo, comprobó el estado de las paredes, miró con indiferencia a la niña, dio una patada al can, que le molestaba, y declaró intervenida la casa. Por lo visto, la República la necesitaba para ganar la guerra. Pero yo me opuse diciendo que aquel edificio estaba adscrito al servicio de contraespionaje, y que si él lo perturbaba en algo sería sometido a investigación. Ser investigado por los servicios de contraespionaje, es decir, el SIM, que llenaba tantas tumbas, no era una broma.

Yo no sé si aquel tipo, llamado Reyes, se asustó.

Los otros dos sí.

Se convencieron de que la casa era demasiado pequeña y estaba muy aislada, así que se largaron, aunque profiriendo amenazas. Nunca he sentido tanto alivio. La casa, justo por su aislamiento, era la mejor garantía de vida no sólo para mí —que poco la necesitaba— sino para Rita y la niña. Y otra vez pude acompañarla por los senderos, dar nombre a los pájaros que tenían cuadriculado el aire y numerarle las estrellas.

Sencillamente fue eso.

Yo entonces no sabía que volvería a matar.

La niña no salía nunca de la casa ni la conocía nadie, porque la casa y el jardín eran su universo. Pero a finales del año 38, cuando la vida en Barcelona ya era insoportable, la pequeña enfermó gravemente. Lo que nunca había ocurrido, aunque era previsible, terminó ocurriendo.

Rita llevó en brazos a la pequeña al Clínico.

Otra vez el Clínico, otra vez los muertos.

Allí había un retrato mío. «Servicio de Urgencias, 1916.» Por eso no podía ir.

La pequeña fue atendida, e incluso lograron para ella unas medicinas. Rita la volvió a transportar en sus brazos convencida de que se curaría, mientras en los labios de ambas flotaba la misma sonrisa. Sólo les faltaba la alegría del perro. Las calles dramáticamente grises, sin tranvías, sin luz, con esquinas derrumbadas y colas de mujeres hambrientas fueron su paisaje. Rita, andando sin cesar, cantaba mientras besaba a la niña. Fue la última canción de alegría, la de una mujer que creía sencillamente en la vida por las calles de la Barcelona muerta.

Y entonces los aviones.

Y los gritos de horror.

Y la bomba.

Un pedazo de metralla se llevó media cara de la niña, sin causarle ni un rasguño a Rita. Esta cayó sobre la niña intentando protegerla, sintió en la piel el golpe de sus huesos y notó en su lengua, su lengua de perra madre, el sabor de la sangre.

La enterré yo mismo al lado de la casa. Con las manos en la tierra blanda, sin herramientas, la enterré yo, el hombre de la muerte.

Rita me la había traído en sus brazos hasta la casa. Bañada en sangre, las piernas rotas pero con los ojos espantosamente secos, me la entregó. Fue como una donación, como una ofrenda. Recuerdo el jardín todavía rabiosamente verde, el susurro del aire que llegaba desde la ciudad, el vuelo rasante de un pájaro, el aullido sobrenatural del perro. Recuerdo todo eso.

Y mis manos horadando la tierra.

Hoy mismo podría dibujarlo en un papel. Recuerdo los ojos de Rita, todavía espantosamente secos.

Y la gran caja de cartón. La caja de la única muñeca que la niña había tenido en su vida.

Fue el ataúd.

Al fin y al cabo el ataúd para una muñeca. Recuerdo las manos desnudas de Rita que fueron cubriéndola con tierra.

Y el gran árbol que estaba al lado, y cuyas ramas arañaban el cielo. Vi que dos pájaros se posaban en una de ellas.

Comprendí enseguida que iban a hacer un nido.

Supe desde el primer momento que Rita no sobreviviría, pero nunca pensé que terminara tan pronto. Aquella noche dejé a la mujer tumbada en la cama de la niña, abrazada a sus vestidos. A la mañana siguiente la encontré muerta.

Repito que lo supe. Yo, el hombre de las tinieblas, había visto antes aquellos ojos en los ojos de mi madre. Mis ojos inmortales la contemplaron desde el fondo de los siglos, mis brazos inmortales tomaron a la muerta.

Y con las manos desnudas abrí otra vez la fosa.

Recuerdo el silencio del jardín, incluso el silencio del aire y del perro. Sólo un aleteo lo rompió de pronto. Cayó a mis pies una ramita. Ya no me cabía duda de que estaban creando su nido los pájaros.

Era una sepultura ilegal.

¿Y qué?

Era la única sepultura digna.

Rita y la niña estarían unidas para siempre junto a la caja de la muñeca.

Pero faltaba algo. Yo, hombre del fondo del tiempo, que había pisado tantos cementerios olvidados, pensaba sin embargo que la muerte ha de tener una dignidad. De modo que bajé hasta las entrañas de la ciudad para encontrar una lápida.

¿Una lápida?…

Eso, aparentemente tan fácil, era difícil en los últimos días de la guerra. Las canteras no trabajaban, los artesanos estaban movilizados o escondidos y, sobre todo, nadie se acordaba de adornar las tumbas. Un marmolista me dijo que robaría una lápida y grabaría por detrás el nombre de Rita y de la niña, pero yo, que había visto tantas lápidas, no quería una de segundo muerto. Otro me ofreció trabajar con pedazos de mármol de una casa bombardeada, haciendo, como quien dice, una lápida recosida. Un tercero me echó con malos modos, diciendo que debería ocuparme de cosas más importantes.

Por fin encontré a aquel joven en la casa del Paseo de la Bonanova; estaba incautada, pero a él lo dejaban vivir allí. Era poco más que un crío, gordito, alegre, con unos ojos que parecían haber sido hechos para apreciar lo que de bello tiene la vida.

Me dijo enseguida:

—Me llamo Guillermo Clavé, pero todos me conocen como Guillermito.

Miré la casa: en lo más alto del edificio, la última bandera de la República. En el paseo de las palmeras, unas cuantas enfermeras mal vestidas. Al fondo, en las ventanas, unos hombres encorvados, todos con bata blanca, por donde habían paseado los uniformes negros de las criadas culonas.

—Siempre que venga por aquí y quiera algo, pregunte por Guillermito Clavé.

Volví a mirar la casa; ahora me daba cuenta de que la conocía. En otra época, cuando simulé ser médico (y en realidad podía serlo), había atendido allí a alguien: no podía recordar a quién, pero a alguien… El muchacho me ofreció:

—Antes habían trabajado aquí algunos marmolistas, porque siempre estábamos haciendo obras. Queda algún pedazo que podría servir perfectamente para una lápida.

Y añadió riendo:

—Se la doy.

Estuve a punto de abrazarle. Era la primera vez, desde el inicio de la guerra civil, que alguien me daba algo con generosidad y alegría. Puse mis manos entre las suyas, que estaban llenas de vida, y susurré:

—No sé cómo, pero juro que algún día llegaré a pagártelo.

—No podrá. Es usted demasiado viejo —dijo él.

Sí que pude.

Pero entonces no lo sabía.

Cuando Guillermito Clavé, pasados los años (después de morir algunas palmeras del paseo y volver a ver criadas culonas en las ventanas), dejó de reír porque un cáncer le devoraba los huesos, yo le alivié los sufrimientos. Ni llegó a notarlo. Fue aquel cadáver tan blanco que luego el padre Olavide hizo enterrar junto a la piedra que siglos atrás se había manchado con mi sangre. Ironías del destino. El hombre al que yo había dejado sin sangre, enterrado junto a mi sangre inmortal.

En fin, así fue como tuve mi lápida.

El Gólgota.

Si Cristo había soportado sobre los hombros una cruz, ascendiendo con ella hacia su sacrificio, yo, el hijo del diablo, tuve mi lápida. Ascendí con ella por las calles atormentadas, por los verdes jardines, salté zanjas, ascendí montañas, siempre con el peso de la lápida que me destrozaba los huesos. Me sentí morir cuando la dejé caer junto al árbol en el que definitivamente anidaban los pájaros.

Y la esculpí con mis manos. Yo, el hijo de los cementerios, hice la lápida más sencilla del mundo para una mujer y una niña.

Oía al perro aullar en la lejanía.

El viento batía los rincones de la casa de la colina.

Y allí quedaron esculpidas solamente tres palabras.

Tres.

«Rita e hija.»

La ciudad se llenó de banderas victoriosas al paso alegre de la paz. Se llenó de «prietas las filas, recias, marciales nuestras escuadras van». Se llenó de tapias donde se fusilaba a la gente, se llenó de hombres ansiosos que abrían de nuevo los libros de caja.

Pero no me importaba.

La lápida estaba allí, acariciada por las alas de los pájaros. Los viejos cementerios de Sant Pau del Camp, el de Pueblo Nuevo, el de Montjuïc, que yo conocía tan bien, se habían hecho pequeños; ahora mi cementerio sólo contenía una lápida. Cada tarde yo llevaba algunas flores del jardín, cada noche el perro se echaba a dormir en ella.

Por supuesto, yo, un hombre que había trabajado para los servicios de investigación republicanos, estaba automáticamente condenado a muerte, pero no me importaba: ya había conseguido otra identidad falsa: la de antiguo profesor de los Escolapios. Claro que, para una mínima seguridad, tenía que irme de la casa; pero no lo hice: jamás dejaría solas la tumba y la lápida.

Hasta que aquel hombre volvió, pero armado y con cuatro hombres más. Yo recordaba muy bien su nombre: se llamaba Reyes. Era el que, durante la guerra, había querido incautar la casa. Aquel revolucionario rabioso, aquel hijo del pueblo que ansiaba lo mejor para la República, era en realidad un millonario camuflado que ahora vestía con orgullo la camisa azul de la Falange. Hubo en Barcelona muchos como él. Lo que me consternó fue saber que era el dueño de la casa.

—Los antiguos habitantes, los que se largaron a Francia, eran simples inquilinos —me soltó—. Pero claro, tú no sabías eso.

—Y ¿qué ha sido de ellos? ¿Por qué no vuelven?

—Se equivocaron y fueron a parar a territorio alemán, donde tenían muchos amigos. Pero los dos eran judíos, así que olvídalos. No volverán. La casa está libre.

Y me apuntó con el dedo.

—Recuerdo perfectamente que trabajabas para el servicio de espionaje rojo, de modo que más vale que te consideres preso a partir de este mismo momento. Si te resistes, será mucho peor.

Y añadió:

—Pero ahora no he venido por eso.

Había vendido la casa y se iba a alzar en el terreno una mucho mayor. Por eso estaban allí los otros hombres. Vio la lápida con el perro encima de ella y como el animal le enseñó los dientes, le descerrajó un tiro.

Luego ordenó:

—Todo fuera.

—¿La lápida también?

—La lápida lo primero, porque justamente ahí estará la entrada de la casa. Seguro que es un enterramiento ilegal, como tantos en la guerra, pero no vamos a perder tiempo con papeleos. Fuera toda esa carroña de ahí. Tenemos que edificar encima.

Recuerdo otra vez el verde rabioso del jardín. El árbol solemne, que era ya el árbol de la eternidad donde los pájaros tenían un sólido nido. Me puse encima de la lápida, junto a los restos del perro.

—Hijo de puta, no tocará nada de aquí.

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