La ciudad sin tiempo (30 page)

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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

Pero debo insistir en que Nicomedes Méndez me permitía meterme en los entresijos de la muerte. Vi a través de la mirilla de la celda (el verdugo nunca se exhibía ante el condenado) la cara de Isidro Mompart, que reflejaba tres cosas: estupidez, esperanza y miedo. Mompart no creía en nada excepto en su propia vida y en su propio cuerpo, donde terminaban todas las dimensiones, de modo que quería vivir como fuese y todo el tiempo que fuese. Pero me impresionaron las palabras del verdugo:

—Tiene el cuello fuerte. Habrá que engrasar bien el tornillo, pero aun así hará falta una vuelta completa de rueda.

Yo ayudé al verdugo en aquella ejecución, y por lo tanto conozco perfectamente los detalles. Mompart fue el primer condenado al que anunciaron con tiempo su ejecución: unas doce horas. En otros casos se había dado al reo (quizá por humanidad) menos tiempo para pensar en su fin, pero a Mompart se le añadía ese sufrimiento. De todos modos tengo que decir que le consolaron y no lo dejaron solo ni un momento.

Los Hermanos de la Paz y la Caridad acompañaban al reo en sus últimas horas, trataban de complacer sus pequeños deseos y, si hacía falta, llamaban al notario para que el condenado testase, si es que tenía para dejar algo más que sus cenizas. Pero hasta en esta última caridad, la sociedad estaba cargada de detalles miserables: había periodistas que pagaban para infiltrarse en los Hermanos y así poder narrar en directo las últimas horas del reo. ¿O quizá, al fin y al cabo, trataban de cumplir bien con su deber? No lo sé. Lo que sí puedo decir es que a Isidro Mompart lo rodearon, lo atosigaron y no le dejaron pensar ni un instante. También le dieron una última cena bastante costosa, acompañada de café, licores, tabaco y otras sustancias que, a la larga, son tan malas para la salud. En la celda no había más que una mesa y una silla y el reo permaneció sentado, como ausente, y pensando que en cualquier momento iba a llegar el indulto.

En efecto, desde Telégrafos estuvieron llamando a Madrid toda la noche. Primero cada treinta minutos, luego cada cuarto de hora y al final cada cinco minutos. El mensaje contenía una sola pregunta: «¿Hay indulto?».

No lo hubo, como había adivinado el fino instinto de Nicomedes Méndez. Cuando entraron los jueces, el forense, los funcionarios de guardia y el defensor, que reglamentariamente debía asistir para confirmar la identidad del reo, Mompart se desmayó. Tuvimos que arrastrarle al patíbulo después de vestirlo con unas ropas grotescas, como de payaso, con las que se escarnecían los últimos restos de su dignidad. Y así llegó ante el patíbulo, mientras en la plaza sólo se escuchaba el acechar expectante de la multitud y el roce de los pies de Mompart al ser arrastrados por los peldaños. Nada más. Ni el rumor de un soplo de aire. Aquel silencio era espectral y agobiante.

Y de pronto el clamor.

Los insultos que parecían llegar desde todos los rincones de la urbe:

—¡Toma, desgraciado!

—¡Así aprenderás, hijo de puta!

El aire se había llenado de gritos, de insultos, de clamores de muerte.

Fui yo, el inmortal, quien sujetó al condenado al poste mientras Nicomedes Méndez ajustaba sabiamente la argolla. Fui yo quien puso sobre la cara del sentenciado el paño negro, para que no se viera su última y horrorosa mueca. El verdugo no dijo una palabra sobre la ceremonia, que duró menos de un minuto. Tal como había dicho, él mataría a un hombre, pero no lo torturaría más de lo estrictamente necesario.

Nicomedes Méndez dio una vuelta completa a la rueda, justo como había previsto al ver al reo, y lo hizo con precisión de relojero. Oí un estertor, parecido al de un globo que se vacía, y enseguida el crujido de los huesos. El cuello debió de quedar reducido al tamaño de una moneda: el último estertor del reo hizo temblar el paño sobre su cara, pero el público no pudo notarlo.

Todo el cuerpo de Mompart pareció querer salir despedido hacia adelante. Sus manos se abrieron y cerraron espasmódicamente dos veces.

Menos de cinco segundos.

Me di cuenta de que el verdugo, pese a ser novato, no se había equivocado en nada.

Hasta yo lo había hecho bien.

Pero me faltaba lo más desagradable. El verdugo, en el fondo, era un señor. Yo no era más que un vil ayudante, y por eso me tocaba hacerlo.

Me ordenó secamente:

—Ahora enróllale la lengua.

33
El encuentro

Marta Vives pasaba muchas veces por allí.

En la que fue la cárcel de las grandes ejecuciones hay ahora una gran plaza que nació en los días revolucionarios de 1936. Por entonces, en la vieja prisión ya no se ejecutaba a nadie, sino que se fusilaba en el castillo de Montjuïc o se aplicaba el garrote vil en un patio de la cárcel Modelo, de tal manera que era ya solamente un lugar donde estaban recluidas las presas femeninas. Era una cárcel de mujeres. Pero para el pueblo, los recuerdos vivían y estaban tan llenos de amargura que se decidió que del edificio no quedara piedra sobre piedra.

Marta Vives, historiadora de las calles, las recorría no sólo con los pies, sino también con la memoria. Casi enfrente de la cárcel estuvo el Circo Olimpia, quizá el mayor de Europa, derribado para construir unas viviendas sin alma y sin gracia donde los niños conocían la vida a través de la televisión, y los matrimonios, con la monotonía del que recorta el cupón, follaban los sábados por la noche. A menos de cien metros había funcionado El Molino, habían estado el Bataclán, el café Sevilla, el teatro Español, el Nuevo, todo un mundo convertido ahora en solares, hoteles para turistas de medio pelo o reductos para inmigrantes. Marta habría sido capaz de escribir la historia de cada sitio, cada escaparate que ya no existía y cada mujer que había puesto allí en venta su última esperanza.

Procuraba hacer todas las gestiones externas del despacho, que eran muchas, para no encerrarse con Marcos Solana. Aún siendo más observadora del ayer que del hoy, se había dado cuenta ya de que le gustaba a Solana y de que éste era desgraciado con su mujer, una mujer que sólo se preocupaba de las tertulias con las amigas, los últimos estrenos, los seriales de televisión y los desfiles de modas. Marcos Solana trabajaba sin descanso y ganaba dinero, pero Marta sabía que, si las cosas seguían así, se arruinaría por completo.

Sabía también que él la admiraba a ella, la mujer culta, silenciosa, que lo sabía todo y era capaz de dar compañía con una sola mirada. Pero no quería provocar el momento, quizá inevitable, en que la soledad los rodease, los pensamientos les hicieran daño y él le acercara los labios a la boca.

Esos pensamientos la turbaban y daban a su rostro una melancolía que los hombres encontraban interesante, como una mirada que acompaña una perversión. También había otros pensamientos más intensos y que llegaban a hacerle daño. Por ejemplo, el fondo secreto de su familia, que estaba sumergido en oscuras historias; Marta Vives sabía que nunca las podría llegar a conocer del todo, porque sólo parecían estar escritas en los cementerios.

Por eso decidió volver sola a la casa de la calle Baja de San Pedro, donde quizá estaba oculto el cadáver de un obispo y donde el padre Olavide le había pedido que no volviera a entrar sola jamás. Puede que en aquel lugar no encontrara nada, como la primera vez, pero la casa la fascinaba.

De modo que una tarde, después de la última gestión, se dirigió hacia ella. Ya conocía la manera de entrar, o por lo menos tenía la primera experiencia, así que se hundió otra vez en aquel mundo de sombras y en la escalera que parecía no llevar a ninguna parte.

Subía temblorosamente, sintiendo el miedo y la emoción del que viola una tumba egipcia. Su razón le decía que no iba a encontrar nada, pero su instinto le hacía buscar en aquel mundo de sombras. Al fin y al cabo, era un mundo ya suyo.

Distinguió los restos de los viejos muebles: la mesa de caoba, las butacas isabelinas, la cama catafalco, los visillos que ya no eran más que el recuerdo de una telaraña.

Vio todo eso.

Y las manchas de humedad en las paredes.

Y la noche que avanzaba como una mano por los patios de atrás.

Vio en un instante todo eso.

Y la cara.

Curiosamente, la cara no le inspiró ningún miedo. Debía haberlo sentido, pero tuvo la extraña sensación de que aquella cara vivía, de que siempre estuvo allí y formaba parte de la casa. Marta se llevó instintivamente la mano a la boca, aunque no lanzó ningún grito.

Le parecía no ver el cuerpo. Sólo la cara. Y se dio cuenta entonces, entre el silencio, de que era la cara de un hombre sin edad. Su rostro era muy blanco, sus labios muy finos. Nada en aquel hombre llamaba poderosamente la atención: sólo sus ojos, unos ojos grandes e inmóviles en los que parecía descansar el fondo del tiempo, la llama de la vida eterna.

Recordó el encuentro con el padre Olavide.

Al parecer, aquella casa nunca estaba tan sola como ella había creído.

La muchacha apenas encontró fuerzas para barbotar: —¿Quién es usted?…

El cuerpo del hombre estaba hundido en las sombras y parecía formar parte de ellas, pero los ojos de Marta se estaban habituando a la penumbra y se fijó en que el desconocido era de talla normal, hombros más bien anchos, fuertes, con una esbeltez que incluso ocultaba una cierta elegancia decadente.

Marta repitió la pregunta, en vista del silencio.

—¿Quién es usted?

—No se asuste.

—No me he asustado.

—Digamos —concretó él en voz muy baja— que soy un investigador.

—¿De dónde?

—Pertenezco a un grupo de investigación clásica de la Universidad de Atenas.

—Me extraña que esté aquí, porque esto no tiene nada que ver con el mundo clásico. ¿Cómo sé que es verdad?

El hombre le habló entonces en griego clásico, antiguo, que Marta entendía perfectamente. Sintió una especie de vergüenza al pensar que un conocimiento tan intenso nunca le serviría para ganarse la vida.

—Puede llamarme Temple —dijo la voz—, y no le extrañe que esté aquí: Barcelona perteneció durante muchos siglos al mundo clásico, sobre todo al latino. Grecia y Roma eran las fuentes de la sabiduría.

Marta Vives se asustó ahora; no era miedo a que aquel hombre la atacase, era el miedo del que no comprende nada. De pronto le parecía como si el tiempo no tuviera sentido, como si no hubiera existido jamás.

Farfulló:

—¿Qué investiga en esta casa?

—Lo mismo que usted, supongo: su pasado. Las viejas casas, como ésta, están llenas de secretos y de recuerdos de los muertos. Hasta yo diría que están llenas de ojos que nos miran. Pero no me haga caso. Si le digo todo esto es porque adivino que usted y yo, en el fondo, pensamos lo mismo, y que por eso estamos aquí.

El hombre se acercó más y salió definitivamente de las sombras: en efecto, parecía no tener edad. Su piel era muy blanca, sus manos muy finas, y lo único que asustaba —volvió a pensar Marta— eran sus ojos.

—Reconozco que he entrado aquí clandestinamente —susurró ella—; será mejor que me vaya.

Temple, si es que se llamaba Temple, sonrió.

Tenía una sonrisa que quería ser cordial, pero que de pronto era tan inquietante como sus ojos.

—¿Por qué se ha de ir? Aquí no molesta a nadie, y tampoco comete ninguna ilegalidad. Esta casa es del ayuntamiento, creo, pero no la utiliza, de modo que me parece razonable entrar en ella para investigar. Por cierto, me ha parecido que entendía perfectamente cuando yo le hablaba en griego clásico.

—Claro que le he entendido, porque he estudiado lenguas muertas. Supongo que en esta ciudad debe de haber muchos muertos de hambre que le habrían entendido igualmente.

—Yo tengo facilidad para los idiomas —dijo Temple—, pero no es ningún mérito: es como si alguien me dictara lo que debo leer o decir. Bien… celebro haberla encontrado, porque uno de mis males es la soledad. Voy de un lado a otro de la ciudad, recuerdo las cosas y no se las puedo contar a nadie. Conozco muchas verdades que me gustaría explicar a los historiadores, pero me temo que no acabarían de creerme. Por eso no le contaré a usted nada, aunque me alegre su compañía. Usted es historiadora, supongo.

—Sí, y hasta escribo libros que no termino nunca. Soy una simple aficionada que nunca podrá vivir de eso.

—¿Pues en qué trabaja?

—Ahora soy pasante de un abogado, porque también he estudiado Derecho. Ya ve: soy como una enciclopedia de saldo, una enciclopedia inútil. Pero al menos es un empleo fijo y en el que me siento bien.

—¿Qué abogado? ¿Cuál es su jefe?

—Se llama Marcos Solana, y es especialista en herencias. Me parece que conoce a todas las viejas familias de la ciudad. Yo también las he estudiado, y por eso le soy útil.

—Conozco a Solana.

—¿De verdad? No le he visto a usted nunca por el despacho.

—Se sorprendería de la cantidad de gente a la que conozco, aunque no me relacione demasiado con ella. Por cierto, no me ha dicho usted su nombre.

—Marta Vives.

—Hay muchas viejas familias con ese apellido —susurró Temple—, y por tanto hay muchas historias.

Se alejó un poco de la ventana, con lo que volvía a entrar en el reino de las sombras. Marta observó que, al andar, no se oían sus pasos. Tampoco parecía necesitar la luz, y se movía como por instinto, pero todo eso —y el hecho de haberlo encontrado inesperadamente allí— siguió sin asustar a Marta.

—Hace bien —dijo Temple como si adivinara sus sentimientos—. Las viejas casas abandonadas tienden a asustar a la gente porque están llenas de historias desconocidas, pero el miedo desaparece cuando esas historias se conocen un poco. ¿Puedo preguntarle si esta casa tiene alguna relación con su familia?

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