Authors: Justin Cronin
—No lo hacen. —La expresión de Theo se endureció. Se puso tenso en su silla—. Escuchad, me alegro de que Caleb se haya salvado, no me entendáis mal. Pero cometisteis una hazaña estúpida, los dos. Si la central se quedara desconectada, y si las luces se apagasen, eso afectaría a todo el mundo. No sé por qué debo explicaros esto, pero por lo visto es necesario.
Peter y Alicia guardaron silencio. No había nada que decir. Era cierto. Si el rifle de Peter se hubiera desviado unos centímetros a la izquierda o la derecha, ahora estarían todos muertos. Había sido un golpe de suerte, y él lo sabía.
—Nada de eso explica cómo se infectó Zander —prosiguió Theo—. O qué estaba haciendo cuando abandonó a Caleb en la torre.
—A la mierda todo —dijo Arlo, y se dio una palmada sobre las rodillas—. Lo que de veras quiero saber es lo de las armas. ¿Cuántas hay?
—Doce cajas, bajo las escaleras —contestó Alicia—. Y seis más en la zona de ventilación del tejado.
—Y ahí es donde van a quedarse —dijo Theo.
Alicia rió.
—No lo dirás en serio.
—Ya lo creo que sí. Piensa en lo que ha estado a punto de ocurrir. Con el corazón en la mano, ¿me vas a decir si habríais salido sin esos rifles?
—Puede que no. Pero Caleb está vivo gracias a ellos. Y me da igual lo que digas, me alegro de que saliéramos. No sólo son
armas
, Theo. Están flamantes.
—Lo sé —dijo Theo—. Las he visto. Lo sé todo sobre ellas.
—¿De veras?
Él asintió.
—Por supuesto.
Nadie habló durante un momento. Alicia se inclinó hacia adelante sobre la mesa.
—¿De quién son esas armas?
Pero fue a Peter a quien Theo contestó.
—De nuestro padre.
Así pues, durante las últimas horas de la noche, Theo contó la historia. Caleb, incapaz de mantener los ojos abiertos un solo minuto más, se había ido a los barracones a dormir, y Arlo había abierto una botella de un licor que llamaban brillo, como hacían a veces al terminar la noche en la muralla. Sirvió dos dedos, a cada uno en su copa, y fueron pasándosela por toda la mesa.
Había una antigua base del Cuerpo de Marines al este de allí, explicó Theo, a unos dos días a caballo. Un lugar llamado Veintinueve Palmeras. Había desaparecido casi todo, sepultado por las dunas. Era casi imposible localizarlo, a menos que conocieras su emplazamiento exacto. Su padre había encontrado las armas en un búnker subterráneo, cerradas a cal y canto. No sólo había rifles, sino también pistolas y morteros, ametralladoras y granadas. Había todo un garaje lleno de vehículos, e incluso un par de tanques. No podían mover las armas más pesadas, y la mayoría de los vehículos funcionarían todavía, pero su padre y tío Willem habían estado trasladando los rifles a la central gracias al carro, tres viajes en total, antes de que Willem muriera.
—¿Por qué no se lo dijo a nadie? —preguntó Peter.
—Bien, lo hizo. Se lo dijo a nuestra madre, y a algunos más. No viajaba solo. Supongo que el Coronel lo sabía. Old Chou también, probablemente. Zander tenía que saberlo, puesto que él las custodiaba.
—Pero Sanjay no —intervino Alicia.
Theo negó con un movimiento de cabeza y frunció el ceño.
—Créeme, Sanjay sería la última persona a quien mi padre se lo contaría. No me malinterpretes, Sanjay es bueno en lo suyo, pero ya se oponía con todas sus fuerzas a las marchas, sobre todo después de la muerte de Raj.
—Eso es cierto —dijo Arlo—. Él era uno de los tres.
Theo asintió.
—Creo que a Sanjay siempre le dolió el que su hermano quisiera ir con nuestro padre. Nunca llegué a entenderlo, pero estaban enfrentados desde hacía mucho tiempo. Después de la muerte de Raj, no hizo más que empeorar. Sanjay enemistó al Hogar con nuestro padre, votó para echarlo de jefe y puso fin a las marchas. Fue cuando nuestro padre empezó a marcharse solo.
Peter se llevó la copa de brillo a la nariz, notó que los vapores acres quemaban sus fosas nasales, y la dejó sobre la mesa. No sabía qué era más desalentador: que su padre le hubiera ocultado este secreto, o que lo hubiera hecho Theo.
—¿Por qué escondió los fusiles? —preguntó—. ¿Por qué no los llevó a la montaña?
—¿Para hacer qué? Piensa en ello, hermano. Todos os oímos fuera. Según mis cuentas, los dos disparasteis treinta y seis balas para matar ¿a cuántos? ¿Dos virales? ¿De entre cuántos? Esos fusiles durarían una estación si los entregáramos a la Guardia. La gente dispararía contra su propia sombra. Joder, la mitad de las veces se dispararían entre ellos. Creo que eso era lo que más temía.
—¿Cuántos quedan? —preguntó Alicia.
—¿En el búnker? No lo sé. No lo he visto nunca.
—Pero sabes dónde está.
Theo bebió un poco de brillo.
—Sé lo que estás insinuando, y ya puedes parar. Nuestro padre, bien, tenía ideas. Lo sabes tan bien como yo, Peter. No podía aceptar el hecho de que somos los únicos que quedamos, y de que no hay nadie más ahí fuera. Y si podía encontrar otros, y si tenían armas...
Su voz enmudeció.
Alicia se enderezó en la silla.
—Un ejército —dijo, y su vista resbaló sobre todos ellos—. Es eso, ¿verdad? Quería formar un ejército. Para luchar contra los pitillos.
—Lo cual es absurdo —dijo Theo, y Peter percibió amargura en su voz—. Absurdo y demencial. El ejército tenía fusiles, y ¿qué fue de ellos? ¿Vinieron a buscarnos? ¿Con fusiles, cohetes y helicópteros? No, no lo hicieron, y yo te diré por qué. Porque están todos muertos.
Alicia se quedó impertérrita.
—Bien, me gusta —dijo—. Joder, creo que es una gran idea.
Theo lanzó una carcajada amarga.
—Sabía que te gustaría.
—Y creo que no estamos solos —dijo Alicia con firmeza—.
Hay
más. Ahí, en alguna parte.
—¿Es eso cierto? ¿Por qué estás tan segura?
Alicia se quedó sin palabras de repente.
—Por nada —dijo—. Lo estoy, así de claro.
Theo frunció el ceño y dio vueltas al contenido de su taza.
—Puedes creer lo que te dé la gana —dijo en voz baja—, pero eso no lo convierte en realidad.
—Nuestro padre lo creía —observó Peter.
—Sí, hermano, en efecto. Y consiguió que lo mataran. Sé que no hablamos de eso, pero la verdad es ésa. Defiendes la Misericordia y te imaginas algunas cosas, créeme. Nuestro padre no se marchó para rendirse. Quien piense eso es que no sabe nada de él. Se marchó porque no podía soportar la ignorancia, ni un minuto más de su vida. Era valiente, y estúpido, y obtuvo su respuesta.
—Vio a un caminante. En Milagro.
—Quizá. Si quieres saber mi opinión, vio lo que deseaba ver. Y tampoco importa. ¿Qué diferencia supondría el que hubiera un caminante?
—Donde hay uno, hay más —dijo Peter.
A Peter lo desanimó la desesperación de Theo. No parecía derrotado sino a punto de desertar.
—Pitillos, hermano. Eso es lo que son. Ni todos los fusiles del mundo pueden cambiarlo.
Por un momento, nadie habló. La idea flotaba en el aire, tácita pero palpable. ¿Cuánto tiempo les quedaba antes de que las luces se apagaran? ¿Antes de que nadie se acordara de cómo repararlas?
—No lo creo —dijo Arlo—. Y tampoco creo que tú lo hagas. Si eso es todo cuanto hay, ¿qué sentido tiene todo esto?
—¿Sentido? —Theo clavó la vista en su taza de nuevo—. Ojalá lo supiera. Supongo que el sentido es que sigamos con vida. Mantener las luces encendidas lo máximo posible. —Se llevó el brillo a los labios y la vació de un solo trago—. Por cierto, falta poco para el amanecer. Dejemos dormir a Caleb, pero despertemos a los demás. Tenemos que ocuparnos de los cadáveres.
Había cuatro. Encontraron tres en el patio y uno, Zander, en el tejado, tendido cara arriba sobre el hormigón junto a la escotilla, sus miembros desnudos formando una X de aspecto sorprendente. La bala del rifle de Peter le había volado la tapa de los sesos, que pendía de un colgajo de piel. El sol de la mañana ya había empezado a marchitarlo. Una fina niebla grisácea se estaba levantando de su carne ennegrecida.
Peter se había acostumbrado a la apariencia de los virales, pero aún le resultaba inquietante ver a uno de cerca. La forma en que parecían pulirse las facciones, alisadas hasta adquirir cierta blandura infantil; la dilatación de manos y pies, con sus dedos prensiles y las garras afiladas como navajas; la gruesa musculatura de las extremidades y el torso, y el largo cuello rotatorio, y los dientes plateados que poblaban la boca como púas de acero. Con botas y guantes de goma, y un trapo alrededor de la cara, Finn utilizó una larga horca para levantar la llave de su cuello y dejarla caer en un cubo metálico. Empaparon la llave en alcohol y le prendieron fuego, y después la dejaron secar al sol. Lo que las llamas no habían matado, lo harían los rayos del sol. Después depositaron a Zander, cuyo cuerpo estaba rígido como un tronco, sobre una lona alquitranada de plástico, que doblaron a su alrededor hasta convertirla en un tubo. Arlo y Rey lo alzaron hasta el borde del tejado y lo dejaron caer al patio.
Cuando hubieron arrastrado a los cuatro al otro lado de la verja, el sol estaba en su apogeo. Peter, apoyado sobre una tubería, vio desde el lado donde soplaba el viento que Theo vertía alcohol sobre los cuerpos. Se sentía inútil, pero tenía el tobillo lesionado y no podía ayudar mucho. Alicia estaba de centinela; sostenía un rifle. Caleb se había despertado por fin y había salido a vigilar a los demás. Peter vio que calzaba un par de botas altas de cuero.
—Eran de Zander —explicó Caleb. El muchacho se encogió de hombros, con un leve aire de culpabilidad—. Su par extra. No creo que le importara.
Theo extrajo una lata de cerillas de su bolsa y se bajó la mascarilla. En la otra mano sostenía una antorcha. Unos enormes círculos de sudor manchaban su camisa en la garganta y las axilas. La camisa era una vieja del almacén, cuyas mangas habían desaparecido mucho tiempo antes, con el cuello raído. En el bolsillo del pecho, bordado con letras curvas, se veía el nombre
Armando
.
—¿Alguien quiere decir algo?
Peter pensó que debería, pero no pudo encontrar las palabras. El haber visto el cuerpo en el tejado no había cambiado esa inquietante sensación de que, al final, Zander le había facilitado las cosas, de que Zander todavía era Zander. Pero todos los cuerpos de la pila habían sido personas antes. Tal vez uno de ellos era Armando.
—Muy bien, lo haré yo —dijo Theo, y carraspeó—. Zander, eras un buen ingeniero y un buen amigo. Nunca insultaste a nadie, y te damos gracias por eso. Que duermas bien.
Después, encendió la cerilla, la acercó a la antorcha hasta que prendió y la apoyó en la pila.
La piel se volatilizó enseguida como papel, seguida por el resto. Los huesos se derrumbaron y estallaron en nubes de ceniza. Todo acabó en un minuto. Cuando las últimas llamas se extinguieron, tiraron los rescoldos con palas en el pozo poco profundo que Rey y Finn habían cavado, y depositaron una capa de tierra encima.
Estaban apisonando la tierra cuando habló Caleb.
—Sólo quiero decir que creo que se resistió. Habría podido matarme ahí fuera.
Theo dejó la pala a un lado.
—No me malinterpretes —dijo—, pero lo que me preocupa es que no lo hiciera.
Durante los días posteriores, Peter pensó en los acontecimientos de aquella noche y los rememoró. No sólo lo sucedido en el tejado, y la extraña historia de Caleb en la torre, sino también el tono amargo con el que su hermano había hablado de los fusiles. Porque Alicia tenía razón: los fusiles significaban algo. Peter había pensado toda su vida en el mundo del Tiempo de Antes como algo ya desaparecido. Era como si un cuchillo hubiera caído sobre el tiempo y lo hubiera partido en dos mitades, lo que había antes y lo que hubo después. Entre estas mitades no existía ningún puente: habían perdido la guerra, el ejército ya no existía, y el mundo exterior a la Colonia era una tumba abierta de una historia que nadie recordaba. De hecho, Peter no había pensado mucho en lo que su padre iba buscando en la oscuridad exterior. Supuso que se debía a que era evidente lo que buscaba: gente, o más supervivientes. Pero cuando sostuvo uno de los rifles de su padre (e incluso ahora, tendido en el barracón, con el tobillo vendado y recordando la sensación), presintió algo más, como si el pasado y sus poderes lo hubieran permeado. Por lo tanto, tal vez era eso lo que su padre había buscado durante las largas marchas. Había intentado recordar el mundo.
Sin duda, Theo sabía que su padre albergaba una gran generosidad, compartida por todos los hombres que participaban en las largas marchas. Peter había tomado la decisión, mucho tiempo atrás, de no sentir rencor contra Theo por lo que su madre había dicho la mañana en que murió. «Cuida de tu hermano, Theo. No es fuerte como tú.» La verdad era la verdad, y a medida que pasaban los años, Peter había descubierto que conocer esa particularidad de sí mismo era soportable. A veces, casi constituía un alivio. Su padre había intentado algo difícil y desesperado, a partir de la fe que los hechos desmentían, y si Theo debía ser el Jaxon que cargara con ese peso (por los dos), Peter podía aceptarlo. Pero cuando le dijo a Arlo que era absurdo, que lo único que podían hacer era mantener las luces encendidas el máximo de tiempo posible (y se lo dijo nada menos que a Arlo, que tenía un pequeño en el Asilo), se dio cuenta de que no conocía a aquel Theo. Algo había cambiado en su hermano. Se preguntó qué sería.
Se quedaron cinco días en la central. Finn y Rey dedicaron el primero a devolver la corriente eléctrica a la verja, y después se pusieron a trabajar en el campo oeste, donde volvieron a engrasar las cubiertas de las turbinas. Arlo, Theo y Alicia se turnaron para acompañarlos en grupos de dos, y siempre volvían bastante antes del ocaso para cerrar la central a cal y canto. Sin nada más en qué ocupar el tiempo, Peter había decidido hacer solitarios con una baraja a la que faltaban tres cartas, y a examinar una caja de libros que había en el almacén. Un conjunto aleatorio de títulos:
Charlie y la fábrica de chocolate
,
Historia del Imperio otomano
y
Los jinetes de la pradera roja
, de Zane Grey (colección Clásicos de la Literatura del Oeste). En la parte posterior de cada libro había una bolsita de cartón, con las palabras PROPIEDAD DE LA BIBLIOTECA PÚBLICA DEL CONDADO DE R IVERSIDE impresas, y contenía una tarjeta con una lista de fechas escritas con tinta borrosa: 7 de septiembre de 2014, 3 de abril de 2012, 21 de diciembre de 2016.