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Authors: Justin Cronin

El pasaje (57 page)

—Lo siento, Sara —dijo Mar por fin, y sacudió la cabeza—. No tendrías que haber oído eso.

—No pasa nada. No me importa.

—Si se despierta, le diré que viniste a verlo. —Forzó una triste sonrisa entre las lágrimas—. Sé que siempre le caíste bien a Gabe. Eras su enfermera favorita.

Cuando Sara llegó al Faro era medianoche. Abrió con sigilo la puerta y entró. Elton estaba solo, dormido como un tronco ante el panel. Tenía los auriculares ceñidos a la cabeza.

Despertó sobresaltado cuando la puerta se cerró detrás de ella.

—¿Michael?

—Soy Sara.

Se quitó los auriculares, giró en su silla y olfateó el aire.

—¿Qué estoy oliendo?

—Guiso de conejo. Ya estará helado.

—Bien, lo probaré. —Se irguió en su silla—. Acércalo aquí.

Sara lo dejó delante de él. El hombre sacó una cuchara sucia del mostrador encarado hacia el panel.

—Enciende la lámpara, si quieres.

—Me gusta la oscuridad. Si no te importa...

—Me da igual.

Le miró mientras comía durante un rato a la luz del panel. Había algo casi hipnótico en los movimientos de las manos de Elton, que guiaban la cuchara al interior de la olla, y después a su boca impaciente, con delicada precisión, sin ningún gesto superfluo.

—Me estás mirando —dijo Elton.

Sara notó que sus mejillas se incendiaban.

—Lo siento.

El hombre terminó los restos del guiso y se secó la boca con un trapo.

—No tienes que sentir nada. En mi opinión, eres lo mejor que entra en este lugar. Una chica bonita como tú puede mirarme todo lo que le dé la gana.

Ella rió, aunque no sabía si a causa de la vergüenza o de la incredulidad.

—Nunca me has visto, Elton. ¿Cómo puedes saber qué aspecto tengo?

Elton se encogió de hombros, y sus ojos inútiles se alzaron bajo sus párpados caídos, como si, en la oscuridad de su mente, pudiera ver su imagen.

—Tu voz. La forma en que me hablas, la forma en que hablas a Michael. Cómo lo cuidas. Siempre he dicho que la belleza reside en los actos.

Sara se oyó suspirar.

—A mí no me parece así.

—Confía en el viejo Elton —dijo el hombre, y lanzó una silenciosa carcajada—. Alguien va a quererte.

Siempre que estaba con Elton se sentía mejor. Para empezar, le encantaba flirtear con el mayor descaro, pero ése no era el único motivo. Parecía más feliz que nadie que hubiera conocido. Era verdad lo que Michael le había dicho de él. Su ceguera no era un defecto; tan sólo era algo que lo hacía diferente.

—Acabo de llegar del Hospital.

—Muy propio de ti —dijo el hombre, y cabeceó—. Siempre cuidando de la gente. ¿Cómo está Gabe?

—No muy bien. Tiene un aspecto horrible, Elton. Y Mar lo lleva muy mal. Ojalá pudiera hacer más por él.

—Hay cosas que puedes hacer, y otras que no. El momento de Gabe ha llegado. Has hecho todo lo posible.

—No es suficiente.

—Nunca lo es. —Elton se volvió para tantear el mostrador con las manos, y encontró los auriculares, que ofreció a Sara—. Ya que me has traído un regalo, yo tengo uno para ti. Algo que te levantará el ánimo.

—Elton, no tengo ni idea de lo que estabas escuchando. Para mí, todo es estática.

En su rostro se formó una sonrisa cautelosa.

—Haz lo que te digo. Y cierra los ojos.

Notó los auriculares tibios contra sus oídos. Presintió que Elton estaba moviendo las manos sobre el panel. Entonces, oyó música. Pero no la música que ella conocía. Primero percibió un sonido lejano y hueco, como el aliento del viento, y detrás de él se elevaron notas agudas, como trinos de pájaros, que parecían bailar dentro de su cabeza. El sonido creció y creció, y dio la impresión de llegar de todas direcciones, y supo lo que estaba escuchando, una tormenta. Hizo memoria para imaginársela, una gran tormenta de música que se derramaba sobre ella. Jamás había oído algo tan hermoso en toda su vida. Cuando las últimas notas se desvanecieron, se quitó los auriculares de sus oídos.

—No lo entiendo —dijo, estupefacta—. ¿Esto ha llegado a través de la radio?

Elton rió.

—Eso sí que sería bueno, ¿eh?

Hizo algo en el panel. Se abrió un cajetín, que escupió un disco plateado: un CD. Nunca les había prestado mucha atención. Michael le había dicho que sólo eran ruido. Tomó el disco y lo sostuvo por los bordes.
La consagración de la primavera
, de Igor Stravinski. Interpretado por la Orquesta Sinfónica de Chicago, dirigida por Erich Leinsdorf.

—Pensaba que te gustaría oír a qué te pareces —dijo Elton.

22

—Lo que no entiendo es por qué los tres no estáis muertos —estaba diciendo Theo.

El grupo estaba sentado a la larga mesa de la sala de control, todos excepto Finn y Rey, quienes habían vuelto al barracón para dormir. La descarga de adrenalina de Peter se había disuelto, y el dolor del tobillo, que nunca había creído que pudiera romperse, había remitido. Alguien había roto un pedazo de hielo de los condensadores, y Peter lo sostenía, envuelto en un paño empapado, sobre la articulación lesionada, con la pierna apoyada sobre una silla. El hecho de que acabara de matar a Zander Phillips, un hombre a quien había conocido, no había despertado todavía ninguna emoción concreta en él. La información era demasiado extraña como para asimilarla. Pero Zander aún tenía la llave de la central colgada del cuello, así que no cabía duda acerca de su identidad. No había tenido otra elección, por supuesto. Zander se había transformado. En un sentido estricto, el viral que había intentado entrar en la escotilla ya no era Zander Phillips. Y ahora Peter no podía aplacar la sensación de que, en el último instante antes de apretar el gatillo, había detectado una mirada de reconocimiento en los ojos del viral; una mirada que incluso era de alivio.

Después del ataque, Theo había cuestionado el comportamiento de Caleb, aunque había sido cuidadoso. La historia del muchacho no añadía gran cosa, pero estaba claro que sufría de agotamiento y se había expuesto al clima del exterior. Tenía los labios hinchados y agrietados. Presentaba un gran moratón en la frente y los pies sembrados de cortes. Lo que más parecía apenarle era la pérdida de sus zapatillas. Eran unas Nike negras y recién estrenadas, explicó, dentro de su caja del Footlocker de las galerías comerciales. Se le habían soltado mientras corría a través del valle, pero estaba tan asustado que apenas se dio cuenta.

—Te conseguiremos un par nuevo —le había prometido Theo—. Háblame de Zander.

Caleb comía mientras hablaba, masticaba enormes galletas y se las trasegaba con sorbos de agua. Bien, todo era normal, explicó Caleb, hasta hacía seis días, cuando Zander había empezado a comportarse de una manera... extraña. Muy extraña. Incluso para Zander, que ya era decir. No quería ir más allá de la verja, y no pegaba ojo en todo el día. Se pasaba la noche levantado, paseando de un lado a otro de la sala de control, mascullando por lo bajo. Caleb pensaba que llevaba demasiado tiempo en la central, y que Zander se recuperaría cuando apareciera el equipo de reemplazo.

—Un día me dice que vamos a salir al campo, según él para cargar el carro y tenerlo preparado. Yo estaba comiendo, y él aparece y me suelta eso. Quiere cambiar uno de los reguladores de la sección oeste. «Bien —le digo—, pero ¿cuál es la gran emergencia? ¿No es un poco tarde para salir al campo?» Tenía la mirada de un loco, y olía fatal. O sea, hedía. «¿Te encuentras bien?», le pregunto, y va él y me contesta: «Ponte el equipo y vámonos».

—¿Y eso cuándo ocurrió?

Caleb tragó saliva.

—Hace tres días.

Theo se inclinó hacia adelante en su silla.

—¿Has estado fuera tres días?

Caleb asintió. Se había terminado la galleta y estaba atacando un plato de pasta de soja, que cogía con los dedos.

—Salimos con la mula, pero ahora viene lo bueno. No vamos al campo oeste. Vamos al campo este. Allí no funciona nada desde hace años. Sólo hay fluorescentes muertos. Y está lejísimos, dos horas con el carro, como mínimo. Es más de mediodía, nos va a ir de un pelo. «Escucha, Zander, el oeste está por allí, tío, ¿qué coño hacemos aquí? ¿Quieres que nos maten, o qué?» Llegamos a la torre y dice que quiere repararla, y es un trasto oxidado de arriba abajo. Averiado por completo. Lo veo desde el suelo. Cambiar el regulador no servirá de nada. Pero él quiere hacerlo, de modo que subo el culo por la escalerilla, fijo el cabestrante y empiezo a quitar la antigua cubierta, trabajando lo más deprisa posible. «Vale, esto es absurdo, me parece que nos estamos jugando el cuello por nada, pero a lo mejor él sabe algo que yo ignoro», pienso. En cualquier caso, fue entonces cuando oí el chillido.

—¿Zander chilló?

Caleb negó con la cabeza.

—La mula. No bromeo, sonó como un chillido. Nunca había oído algo semejante. Cuando bajé la vista, se estaba desplomando como un saco de piedras. Tardé un segundo en comprender lo que estaba viendo. Era sangre. Un montón. —Se secó la boca pálida con el dorso de la mano y apartó a un lado el plato de pasta vacío—. Zander siempre decía que esto sabía a pelotas. «¿Cuándo has comido pelotas, Zander?», le preguntaba yo. Pero después de tres días, no está nada mal.

Theo lanzó un suspiro de impaciencia.

—Por favor, Caleb. La sangre...

El muchacho tomó un largo sorbo de agua.

—Vale, vale. La sangre. Zander está arrodillado al lado de la yegua y yo grito: «Zander, ¿qué coño ha pasado?». Cuando se levanta, veo que va desnudo hasta la cintura, tiene un cuchillo en la mano y está cubierto de sangre. No había detectado las señales. Me quedan unos cinco segundos antes de que suba la escalerilla y venga a por mí. Pero no lo hace. Se queda sentado en la base de la torre, a la sombra de uno de los puntales, donde no puedo verle. «Zander —le grito—, escúchame, tienes que resistir. Yo estoy solo aquí arriba.» Pienso que, si consigo que se recupere un rato, podré escapar.

—No lo entiendo —dijo Alicia, frunciendo el ceño—. ¿Cuándo se infectó?

—Ésa es la cuestión —continuó Caleb—. Yo tampoco lo sé. Estuve con él todo el día.

—¿Y por la noche? —insinuó Theo—. Dices que no dormía. Tal vez salió.

—Supongo que es posible, pero ¿para qué? Además, no parecía diferente, aparte de la sangre.

—¿Y sus ojos?

—Nada. No estaban anaranjados, por lo que pude ver. Era muy
raro
, os lo repito. Estoy atrapado en la torre, con Zander al pie, tal vez secuestrado y tal vez no, pero en cualquier caso oscurecerá a la larga. «Zander —grito—, escucha, voy a bajar, sea como sea.» No voy armado, sólo llevo la llave inglesa, pero tal vez pueda dejarlo inconsciente con ella y huir. También tengo que arrebatarle la llave. No lo veo desde la escalerilla, de modo que cuando estoy a tres metros del pie, decido que voy a saltar. Ya he inclinado la cabeza, pero imagino que ya estoy muerto. Salto con la llave preparada, pero de pronto desaparece. Me la han arrebatado de la mano. Zander está detrás de mí. Entonces va y me dice: «Vuelve a subir».

—¿«Vuelve a subir»? —preguntó Arlo.

Caleb asintió.

—Eso dijo, no es coña. Y si había perdido la chaveta, yo no lo sabía, pero llevaba un cuchillo en la mano, la llave inglesa en la otra, y sin la llave no podría volver a entrar en la central. Le pregunto: «¿Qué quieres decir con que vuelve a subir», y él dice: «Estarás a salvo si vuelves arriba. Y eso hice». —Caleb se encogió de hombros— Y allí he estado durante los últimos tres días, hasta que os vi en la carretera del Este.

Peter miró a su hermano, pero la expresión de Theo delataba que no sabía qué deducir de una historia tan extraña como aquélla. ¿Qué había intentado Zander? ¿Lo habían secuestrado o no? Habían transcurrido muchos años, y no quedaba nadie vivo para contarlo, desde que alguien había sido testigo presencial de los efectos de la infección en las primeras fases. Pero corrían montones de historias, sobre todo procedentes de los primeros días, la época de los Caminantes, acerca de comportamientos peculiares, no sólo del ansia de sangre y lo de desnudarse de manera espontánea, que todo el mundo reconocía como síntomas. Frases extrañas, discursos en público y el frenesí de las hazañas atléticas. Se decía que un caminante había irrumpido en el almacén y devorado comida hasta reventar. Otro había matado a sus hijos en la cama antes de autoinmolarse. Un tercero se había desnudado, subido a la pasarela a plena vista de la Guardia, y recitado a pleno pulmón todo el discurso de Gettysburg (que colgaba una copia en la pared de una de las aulas del Asilo), así como unos cuantos versos del «Al pasar la barca me dijo el barquero», antes de precipitarse al suelo desde una altura de 25 metros.

—¿Y los pitillos?

—Bueno, eso es lo más curioso. Es como dijo Zander. No había ninguno. Al menos, ninguno cercano. Los vi una vez durante la noche, en el valle, pero me dejaron en paz. No les gusta cazar en el campo de turbinas. Zander creía que el movimiento les daba por el culo, de modo que quizá tenga algo que ver, no lo sé. —El muchacho hizo una pausa. Peter se dio cuenta de que el lastre que suponía su odisea se estaba imponiendo por fin—. En cuanto me acostumbré, todo fue bastante placentero. Ya no volví a ver a Zander. Lo oía, merodeando al pie de la torre. Pero nunca me contestó. Pero entonces ya había llegado a la conclusión de que la única posibilidad que me quedaba era esperar a que vinieran refuerzos y pudiéramos huir.

—Así que nos viste.

—Me desgañité, creedme, pero imagino que estabais demasiado lejos para oírme. Fue entonces cuando me di cuenta de que Zander había desaparecido. Y también la mula. Los virales debieron de llevárselos a rastras. En aquel momento, sólo quedaba un palmo de sol, como mucho. Pero me había quedado sin agua, y nadie había ido a buscarme al campo del este, de modo que decidí bajar y correr. Llegué a unos mil metros, cuando de repente aparecieron pitillos por todas partes. «Ya está, hasta aquí he llegado», pensé. Me escondí bajo la base de una de las torres y esperé la muerte. Pero, por algún motivo, se mantuvieron a distancia. No puedo deciros cuánto tiempo esperé allí, pero cuando me asomé habían desaparecido, no había ni un pitillo a la vista. Sabía que la puerta ya estaría cerrada, pero pensé que podría entrar de algún modo.

Arlo se volvió hacia Theo.

—No tiene ningún sentido. ¿Por qué lo dejaron en paz?

—Porque lo estaban siguiendo —intervino Alicia—. Los vimos desde el tejado. Tal vez lo estaban utilizando como cebo, para atraernos. ¿Desde cuándo hacen eso?

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