El pasaje (26 page)

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Authors: Justin Cronin

—La voluntad —masculló Carter—. Que Dios la bendiga.

Su bolso, grueso y de piel, descansaba sobre el regazo de la mujer. Empezó a tirar el contenido sobre el asiento: un tubo de lápiz de labios, una agenda y un teléfono con forma de joyero.

—Quiero darle algo —dijo—. ¿Veinte serán suficientes? ¿Es lo que le da la gente? No lo sé.

—Que Dios la bendiga. —Carter sabía que el semáforo estaba a punto de cambiar—. La voluntad.

La mujer sacó también el billetero mientras, detrás de ellos, oían el primer bocinazo impaciente. La mujer miró hacia atrás al oír el sonido, y después al semáforo, que se había puesto en verde.

—Oh, maldita sea. —Estaba inspeccionando frenéticamente el billetero, un trasto enorme del tamaño de un libro, con botones de presión, cremalleras y compartimentos, atestado de papelitos—. No lo sé —repetía—. No lo sé.

Más bocinas, y entonces, con un rugido, el vehículo que tenía detrás, un Mercedes rojo, aceleró para encajarse en el carril del medio, adelantando a un vehículo deportivo. El conductor de éste pisó el freno y tocó la bocina.

—Lo siento, lo siento —decía la mujer. Miraba el billetero como si fuese una puerta cerrada cuya llave no pudiera encontrar—. Sólo llevo plástico, pensaba que tenía uno de veinte, o de diez, maldita sea, maldita sea...

—¡Eh, capullo! —Un hombre asomó la cabeza por la ventanilla de una gran camioneta, dos coches atrás—. ¿Es que no ves el semáforo? ¡Sal de la carretera!

—Tranquila —dijo Anthony, al tiempo que retrocedía—. Debería irse.

—¿Me has oído? —gritó el hombre. Más bocinazos. Agitó un brazo desnudo fuera de la ventanilla—. ¡Quítate de en medio, joder!

La mujer arqueó la espalda para mirar por el retrovisor. Sus ojos se abrieron de par en par.

—¡Cierra el pico! —gritó. Golpeó el volante con los puños—. ¡Jesús, cierra el pico!

—¡Señora, mueva el puto coche!

—Yo sólo quería darle algo. Es lo único que quería. ¿Por qué tiene que ser todo tan difícil? Quería ayudar...

Carter sabía que había llegado el momento de huir. Vio lo que iba a suceder. La puerta que se abría, los pasos furiosos que se le acercaban, la voz de un hombre muy cerca de él, despectiva: «¿Estás molestando a esta señora? ¿Qué crees que estás haciendo, tío?», y después más hombres, quién sabe cuántos, siempre había muchos hombres cuando llegaba el momento, y dijera lo que dijera la mujer, no podría ayudarlo, ellos verían lo que les interesaba: un negro y una mujer blanca con un asiento de bebé y unas bolsas de la compra, el billetero abierto sobre el regazo.

—Por favor —dijo—. Señora, tiene que irse.

La puerta de la furgoneta se abrió, y de ella emergió un hombretón de rostro congestionado vestido con pantalones vaqueros y camiseta, con las manos tan grandes como los mitones de un
catcher
de béisbol. Aplastaría a Carter como a una cucaracha.

—¡Eh! —gritó, y señaló. La enorme hebilla redonda del cinturón brilló al sol—. ¡Tú!

La mujer levantó los ojos hacia el espejo y vio lo mismo que Carter: el hombre blandía una pistola.

—¡Oh, Dios mío, oh, Dios mío! —gritó.

—¡La está atracando! ¡Ese negrata quiere robarle el coche!

Carter se quedó de piedra. Un furioso estruendo se abalanzó sobre él, todo el mundo tocaba la bocina, chillaba y corría hacia él, corría hacia él por fin. La mujer alargó la mano y abrió la puerta del pasajero.

—¡Entre!

Carter no podía moverse.

—¡Hágalo! —gritó ella—. ¡Suba al coche!

Y, por algún motivo, lo hizo. Dejó caer el letrero, subió a toda prisa y cerró la puerta. La mujer aceleró y se saltó el semáforo, que había vuelto a ponerse en rojo. Los coches se apartaron cuando atravesaron el cruce como un cohete. Por un momento, Carter pensó que iban a estrellarse y cerró los ojos, preparándose para el impacto. Pero no pasó nada. Todo el mundo erró el blanco.

Pensó que eso era lo peor. Pasaron bajo la autovía y salieron al sol de nuevo, sin que la mujer levantara el pie del acelerador, conduciendo a tal velocidad que parecía que se había olvidado de él. Llegaron a una vía de ferrocarril y el Denali saltó tan alto que la cabeza de Carter tocó el techo. Por lo visto, a ella le pasó lo mismo. Aplastó el freno con demasiada violencia, mientras Carter salía lanzado contra el salpicadero, giró el volante y se detuvo en un aparcamiento con limpieza en seco y un Shipley’s Doughnuts. Sin mirar a Anthony ni dirigirle la palabra, la mujer dejó caer la cabeza sobre el volante y empezó a llorar.

Nunca había visto llorar a una mujer, al menos no tan cerca, sólo en las películas y en la tele. En la cabina aislada del Denali percibió el olor de sus lágrimas, como cera fundida, y el aroma limpio de su pelo. Después se dio cuenta de que también captaba su propio olor, por primera vez desde hacía mucho tiempo, y no olía nada bien. Olía mal, muy mal, como a carne podrida y leche agria, y contempló su cuerpo, las manos y brazos sucios, la misma camiseta y los mismos vaqueros que había utilizado durante días y días, y se sintió avergonzado.

Al cabo de un rato ella levantó la cabeza del volante y se secó la nariz con el dorso de la mano.

—¿Cómo se llama?

—Anthony.

Por un momento, Carter se preguntó si iba a llevarlo a la comisaría. El coche estaba tan limpio y era tan nuevo, que se sentía como una gran mancha. Pero si ella captó su olor, no lo demostró.

—Voy a bajar —dijo Carter—. Siento haberle causado tantos problemas.

—¿Usted? ¿Qué ha hecho usted? Usted no ha hecho nada. —Respiró hondo, apoyó la cabeza contra el reposacabezas y cerró los ojos—. Ay, Dios, mi marido me va a matar. Ay, Dios, ay, Dios, ay, Dios. Rachel, ¿en qué estabas pensando?

Parecía enfadada, y Carter supuso que estaba esperando a que se apeara sin más preámbulos. Se encontraban a pocas manzanas al norte de Richmond. Desde allí podría tomar un autobús hasta el lugar donde estaba durmiendo, un solar en Westpark, al lado del centro de reciclaje. Era un buen lugar, allí no tenía problemas, y si llovía la gente del centro lo dejaba dormir en uno de los garajes vacíos. Llevaba encima algo más de diez dólares, algunos billetes y monedas que había reunido a lo largo de la mañana debajo de la 610, lo suficiente para volver a casa y comprar algo de comer.

Apoyó la mano sobre la puerta.

—No —dijo ella al instante—. No se vaya. —Se volvió hacia él. Sus ojos, hinchados a causa del llanto, escudriñaron su rostro—. Tiene que aclararme si lo decía en serio.

Carter se quedó en blanco.

—¿El qué, señora?

—Lo que escribió en el letrero. Lo que decía: «Que Dios la bendiga». Se lo oí decir. Porque la cuestión es —dijo la mujer, sin esperar su respuesta—, la cuestión es que yo no me siento bendecida, Anthony. —Lanzó una breve carcajada, que reveló una hilera de dientes diminutos como perlas—. ¿No le parece raro? Debería, pero no es así. Me siento fatal. Me siento fatal siempre.

Carter no sabía qué decir. ¿Cómo podía una señora blanca sentirse fatal? Vio por el rabillo del ojo el asiento del bebé vacío en la parte de atrás, con su alegre despliegue de juguetes, y se preguntó dónde estaría el niño. Tal vez debería decir algo acerca del bebé, lo feliz que debía hacerla. Por lo que él sabía, a la gente le gustaba tener hijos, sobre todo a las mujeres.

—Da igual —dijo la mujer. Echaba un vistazo con aire ausente a la tienda de
donuts
a través del parabrisas—. Sé lo que está pensando. No diga nada. Debe de parecerle que estoy loca.

—A mí me parece de lo más normal.

Ella rió de nuevo con amargura.

—Bien, ése es el problema, ¿no? Parezco normal. Pregúnteselo a cualquiera. Rachel Wood tiene todo cuanto una persona puede desear. Rachel Wood parece de lo más normal...

Siguieron sentados en silencio, mientras la mujer lloraba con la vista clavada en la lejanía, y Carter todavía se preguntaba si debía marchar o no. Pero la señora estaba disgustada, y le sabía mal abandonarla así. Se preguntó si querría que sintiera pena por ella. Rachel Wood: supuso que se llamaba así, que estaba hablando de ella. Pero no estaba seguro. Tal vez Rachel Wood era una amiga suya, o alguien que le estaba cuidando el bebé. Sabía que tendría que irse tarde o temprano. La señora acabaría calmándose, y se daría cuenta de que habían estado a punto tirotearla por culpa de aquel maloliente negro que se sentaba en su coche. Pero de momento, el aire frío que salía de las rejillas de ventilación y le daba en la cara, y el extraño silencio entristecido de la mujer, eran suficientes para que se quedara donde estaba.

—¿Cuál es su apellido, Anthony?

No recordaba que nadie le hubiera hecho esa pregunta nunca.

—Carter —dijo.

Lo que la mujer hizo a continuación lo sorprendió, más que nada de lo que había sucedido hasta aquel momento. Se volvió en su asiento, lo miró con sus ojos transparentes y le extendió la mano.

—Bien —dijo, con voz teñida de tristeza—, encantado de conocerlo, señor Carter. Soy Rachel Wood.

Señor Carter. Eso le gustaba. Su mano era pequeña, pero la estrechaba como un hombre, con fuerza. Sintió algo, pero no encontró las palabras adecuadas para describirlo. Supuso que ella se secaría la mano, pero no lo hizo.

—¡Oh, Dios mío! —Sus ojos se dilataron de asombro—. A mi marido le va a dar un infarto. No le cuente lo que ha pasado. Se lo digo en serio. No lo haga.

Carter negó con un movimiento de cabeza.

—O sea, él no tiene la culpa de que yo sea una total y absoluta gilipollas. Él no lo vería como yo. Me lo tiene que prometer, señor Carter.

—No diré nada.

—Bien. —Asintió con energía, satisfecha, y volvió a mirar a través del parabrisas, el ceño fruncido con aire pensativo—.
Donuts
. No sé por qué he parado aquí, de entre todos los lugares. No querrá
donuts
, ¿verdad?

Sólo la palabra consiguió que Carter salivara. Oyó los gruñidos de su estómago.

—Los
donuts
me van bien —dijo Carter—. El café es bueno.

—Pero no es una comida de verdad. —Su voz era firme. Había tomado una decisión—. Lo que usted necesita es una comida de verdad.

Carter identificó entonces aquella sensación. Se sentía observado. Como si durante todo ese tiempo hubiera sido un fantasma sin saberlo. Comprendió de repente lo que ella se proponía al llevárselo a su casa. Había oído hablar de gente como ella, pero nunca lo había creído.

—¿Sabe una cosa, señor Carter? Creo que Dios lo puso hoy bajo la autovía por un motivo. Creo que estaba intentando decirme algo. —Puso en marcha el Denali—. Usted y yo vamos a ser amigos. Lo presiento.

Y fueron amigos, tal como ella había dicho. Eso era lo curioso. Él y la señora blanca, la señora Wood, con su marido (lo bastante viejo para ser su padre, aunque Carter casi nunca lo veía), y la gran casa bajo los robles con su espeso césped y setos, y sus dos niñas pequeñas, no sólo el bebé, sino también la mayor, vivaracha como su hermana. Las dos niñas parecían sacadas de una película. Lo sentía hasta la médula. Eran amigos. Había hecho por él cosas que nadie había hecho. Era como si hubiera abierto la puerta de su coche, y dentro hubiera una gran sala, y en esa sala hubiera gente, y voces que le llamaban por el nombre y comida y una cama para dormir y toda la pesca. Ella le había conseguido trabajo, no sólo en su patio, sino también en otras casas. Y adondequiera que iba, la gente lo llamaba señor Carter, le preguntaban si podía hacer un pequeño extra aquel día, porque tenían invitados: barría las hojas del patio, pintaba un juego de sillas o sacaba hojas de los canalones, hasta iba a pasear al perro de vez en cuando. «Señor Carter, sé que debe de estar ocupado, pero si no le causa muchos trastornos, podría...?» Y siempre decía que sí, y en el sobre oculto bajo la esterilla o la maceta dejaban diez o veinte de más, sin que tuviera que pedirlo. Le gustaba esa otra gente, pero la verdad era que le daban igual: lo hacía todo por ella. El miércoles era el mejor día de la semana. El día de ella. Lo saludaba desde la ventana mientras él sacaba la cortadora del garaje y la ponía en marcha, y a veces, muchas veces, salía de la casa cuando él había terminado y estaba guardando los trastos (ella no dejaba el dinero debajo de la esterilla como los demás, sino que se lo daba en mano), y quizá se sentaba un ratito con vasos de té helado en el patio, y le contaba cosas de su vida, pero también preguntaba por la de él. Hablaban como gente de verdad, sentados a la sombra.

—Señor Carter —le decía—, es usted una bendición del cielo. Señor Carter, no sé qué haría sin usted. Es usted la pieza del rompecabezas que faltaba.

La quería. Era verdad. Ése era el misterio, el triste y doloroso misterio. Tendido en la oscuridad y el frío, notó que las lágrimas se agolpaban en sus ojos. ¿Cómo podían decir que le había hecho algo a la señora Wood, con lo mucho que la quería? Porque él lo sabía. Lo sabía aunque ella sonriera y riera y se dedicara a sus cosas, a ir de compras, jugar al tenis o ir a la peluquería, sabía que en el fondo de la mujer había un lugar vacío, pues lo había visto aquel primer día en el coche, y se conmovió de corazón, como si pudiera llenarlo con sólo desearlo. Los días en que ella no salía al patio eran cada vez más numerosos a medida que transcurría el tiempo. Entonces la veía, a veces, sentada en el sofá, dejando llorar a la pequeña, que tenía hambre o estaba mojada, y no movía ni un dedo. Era como si se hubiera quedado sin aire. A veces no la veía en ningún momento, y suponía que estaba refugiada en la casa, a solas con su tristeza. Esos días hacía más cosas de las debidas, recortaba los setos, recogía malas hierbas del sendero, con la esperanza de que si esperaba lo suficiente saldría con el té. El té significaba que se encontraba bien, que había superado otro día de sentirse fatal.

Y después, aquella tarde en el patio, aquella terrible tarde, descubrió sola a la niña mayor, Haley. Era diciembre, el aire estaba cargado de humedad, la piscina llena de hojas muertas. La niña, que iba al jardín de infancia, llevaba los pantalones cortos azules de la escuela y una blusa con cuello, pero nada más, ni siquiera zapatos, y estaba sentada en el patio. Sostenía una muñeca, una Barbie. Carter le preguntó si no tenía escuela aquel día, y ella negó con un movimiento de cabeza, sin mirarlo. ¿Estaba su mamá en casa?

—Papá está en México —dijo la niña, y se estremeció a causa del frío—. Con su novia. Mamá no quiere salir de la cama.

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